En esta festividad de los ángeles custodios, la Iglesia celebra también la vida del beato Antonio Chevier, que nació en Lyon, Francia, el 16 de abril de 1826. Su humilde familia se dedicaba al tejido de la seda. Y quizá el conocer de primera mano la realidad de la gente escasa de recursos, le interpeló y selló su vida apostólica. La tenacidad materna ligada a sus firmes creencias fueron grandes aliadas para educar al beato a todos los niveles. De ahí que siendo adulto, pudiera decir: «¿Sabéis lo que hace hombres? Los sufrimientos, las privaciones, las humillaciones. Quien no ha sufrido nada, no sabe nada: es un blandengue». Poco antes de recibir la primera comunión se le otorgó una gracia extraordinaria. Durante la misa, en el momento de la consagración, vio una esfera de luz que se alzaba sobre el cáliz, pero entonces no apreció el alcance del hecho sobrenatural.

Con 14 años, tras la pregunta que le formuló un presbítero acerca de su vocación sacerdotal, sintió que Cristo le llamaba por este camino que antes no se había planteado. Hallándose en el seminario de Argentière percibió el anhelo de integrarse en el Instituto de Misiones Extranjeras, de París. Su madre se oponía temiendo que pudiera perder la vida. Nada hubiera frenado sus ansias, pero como Dios tenía otros planes, su acontecer siguió otros derroteros. En 1850 fue ordenado, y lo designaron vicario de Saint-André de la Guillotière, en un barrio marginal de Lyon; un campo apostólico complejo que se propuso evangelizar con oración y entrega, dedicado a él desde tempranas horas sin concederse apenas descanso. Sufrió el desaire, los males modales y agresiones físicas sin arredrarse, haciendo de su pobreza un potente baluarte.

En 1856 el Ródano arrasó las escasísimas pertenencias de aquellas pobres gentes, y no dudó en asistirlas obviando el riesgo que corría su vida. Fue un año decisivo, el de su «conversión», momento en que la luz de lo alto iluminó el sendero que habría de seguir. Se hallaba ante el pesebre reflexionando acerca del misterio del Verbo, hecho carne por amor al género humano. Entonces se sintió poderosamente llamado a vivir pobre entre los pobres que le rodeaban. Esa sintonía personal con ellos, llevada con radicalidad evangélica, le permitiría compartir el amor insondable de Dios. El apostolado social ejercido con las gentes de Lyon contaba con la asesoría y aliento del santo Cura de Ars, contemporáneo suyo, al que había consultado. Ambos experimentaban la dificultad pastoral ante un colectivo que apenas obtenía los recursos precisos para vivir, y que tan frecuentemente se hallaba lejos de la Iglesia, movido por un sentimiento anticlerical.

Juan María Vianney le animó a dirigir espiritualmente la ciudad del Niño Jesús orientada a la asistencia y formación en la fe de niños pobres y abandonados, que había impulsado el adinerado y generoso Camilo Rambaud. El cardenal de Bonald pensó en Chevrier para que fuese su capellán. Y como hacen siempre quienes tienen verdadero espíritu apostólico, salía a la calle a buscar a tanto desheredado; era la táctica seguida también por el Cura de Ars. Los dos se admiraban profundamente. El flujo de personas que acudían para confesarse desde Lyon a Ars era constante, y Juan María Vianney solía animarles a dirigirse al beato: «Por qué venís? En Lyon tenéis un santo, el P. Chevrier. Acudid a él; no os defraudará». Es el signo de los santos que reconocen inmediatamente la alta virtud de otros.

Mientras, algunos sacerdotes, más preocupados por el tema crematístico que por el espiritual, sometían a crítica al P. Chevrier. Por eso, y dado que su oración le marcaba el rumbo a seguir, en 1859 el virtuoso sacerdote se centró expresamente en los jóvenes marginados. Tenía como modelo al Poverello, y alentado por la austera vida de Rambaud, se afilió a la Tercera Orden Franciscana. Contando con la asistencia de fray Pedro Louat y de dos religiosas, sor Amelia y sor María, adquirió un salón de baile de grandes dimensiones, que no venía precedido de buena fama precisamente, estableciendo en él la «Providencia del Prado» para asistencia de los muchachos que no tenían recursos. En 1867 fue designado párroco de Moulin-à-Vent, a 3 km. del Prado, misión que desempeñó hasta 1871. Entonces abrió una nueva vía apostólica: la formación de sacerdotes que tenían como objetivo desarrollar su labor evangelizadora entre los pobres. «El conocimiento de Jesucristo es la clave de todo. Conocer a Dios y a su Cristo eso lo es todo para el hombre, todo para el sacerdote, todo para el santo», les decía. Dentro de sí bullía su celo apostólico: «¡Oh!, por un alma que impartiera bien el catecismo, que tuviera espíritu de pobreza, de humildad y de caridad, por esa alma daría todo el Prado».

Los primeros cuatro ordenados en 1877 fueron el germen de la Sociedad de los Sacerdotes del Prado, que fundó. En esos primeros pasos tuvo que sufrir por las dudas y abandono de uno de ellos. Entonces decía: «Dios me ha dado ayudas, unos buenos coadjutores, y ahora me los quita. ¡Bendito sea su santo nombre!». El Pesebre, la Cruz y la Eucaristía eran los tres ejes vertebrales de esta espiritualidad, un carisma que tenía en el punto de mira a los indigentes. «Nosotros debemos representar a Jesucristo pobre en su pesebre, Jesucristo sufriente en su pasión, Jesucristo que se deja comer en la santa Eucaristía». En su oración, pura entrega, decía: «¡Señor, si tienes necesidad de un pobre, heme aquí! ¡Si tienes necesidad de un loco, heme aquí! Que piensen lo que quieran, que me miren como a un loco, poco me importa, yo soy de Jesucristo». En 1879 dimitió como superior, sucediéndole en este oficio el P. Duret. Sufría muchos dolores por una úlcera, y el 2 de octubre de ese año entregó su alma a Dios. Tenía 53 años. Culminó santamente lo que había dejado escrito en una de sus cartas: «Conocer a Jesucristo, trabajar por Jesucristo, morir por Jesucristo». Juan Pablo II lo beatificó en Lyon el 4 de octubre de 1986.