El pasado 2 de octubre concluyó en Panamá el III Encuentro Interreligioso Iberoamericano de «Religiones por la Paz», con la asistencia de líderes religiosos de todo el continente.
Tal como informó ZENIT, durante la ceremonia de inauguración intervino el arzobispo de Panamá, monseñor José Domingo Ulloa, OSA.
Ofrecemos a nuestros lectores el texto íntegro de la disertación inaugural del también presidente de la Conferencia Episcopal Panameña.
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Conferencia: «El papel de las comunidades de fe en la sociedad y la cultura dentro del ámbito iberoamericano en el nuevo contexto mundial».
Muy estimados amigos, señoras y señores:
Es para mí un honor y un privilegio participar en esta sesión inaugural del III Encuentro Interreligioso Iberoamericano, y deseo por eso comenzar mis palabras agradeciendo la amable invitación recibida de parte del Sr. Elias Szczytnicki, Secretario General y Director Regional de «Religiones por la Paz América Latina y el Caribe».
Como obispo de la Iglesia católica, no puedo por menos de compartir con Ustedes la satisfacción por el próximo encuentro de líderes de diversas confesiones religiosas a celebrarse en Asís, y también la gratitud a tantos representantes de religiones y hombres y mujeres de buena voluntad que se unieron a la invitación recientemente cursada por el Papa Francisco para orar por la paz en Siria y Oriente Medio.
Pero más que como obispo católico quisiera hablar ante Ustedes como hombre de fe, como creyente, como miembro de una comunidad de fe. Como alguien, por lo tanto, que comparte la búsqueda de sentido y los problemas de la humanidad en estos albores del Tercer Milenio.
Recordemos que este espacio se inició con la finalidad de fortalecer el aporte de las comunidades religiosas a la construcción de ciudadanía en la región. Es así como se celebró el Primer Encuentro Interreligioso Iberoamericano en Asunción, Paraguay, entre el 9 y 10 de octubre de 2011.
Este primer encuentro fue organizado por Religiones por la Paz América Latina y el Caribe y el Grupo de Trabajo Estable de las Religiones de Barcelona (GTER), con el tema: «Transformación del Estado y desarrollo».
Le correspondió a la ciudad española de Barcelona, ser la sede del II Encuentro Interreligioso Iberoamericano, del 25 al 27 de junio de 2012, en el que participaron representantes de todas las confesiones religiosas presentes en los países iberoamericanos, bajo el lema: «Una relación renovada entre los países iberoamericanos desde la visión de las comunidades de la fe».
E1 Papa Francisco ha insistido sobre este aspecto, desde el inicio de su pontificado. Al recibir en la Sala Clementina a representantes de 33 confesiones cristianas (anglicanos, luteranos, metodistas, ortodoxos) y de las comunidades judía y musulmana y de otras religiones que habían asistido a su ceremonia del comienzo de su pontificado, el Santo Padre, de manera clara y directa dijo:
«La Iglesia Católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y el respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas». La Iglesia «también es consciente de la responsabilidad que todos tenemos con nuestro mundo, con la creación entera que debemos amar y custodiar». «Y podemos hacer mucho por el bien de los que son más pobres, de los más débiles, de los que sufren, para promover la justicia, para promover la reconciliación, para construir la paz».
Para el Papa Francisco: «Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin una incisiva contribución de energías morales en una democracia que no sea inmune de quedarse cerrada en la pura lógica de la representación de los intereses establecidos. Es fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia».
Continúa señalando el Papa que: «La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas». Discurso del Papa Francisco en encuentro con clase dirigente de Brasil, 27 de julio de 2013.
Es ya un tópico referirnos a la afirmación, tantas veces repetida por filósofos de la historia y otros especialistas, de que vivimos en nuestro tiempo no solamente una época de cambio, sino un cambio de época. Un cambio profundo y acelerado que supone, como también se ha repetido, el paso de la modernidad a la postmodernidad.
Cuando hablamos de modernidad nos referimos no sólo a un período histórico, sino también a un movimiento cultural guiado por un proyecto de hacerse con el destino de la humanidad sobre la tierra, de forma que el ser humano toma conciencia de su poder para configurarse a sí mismo, es decir, el hombre se convierte en la medida de todas las cosas. Una perspectiva fundamentalmente optimista, avalada por el final de las contiendas bélicas a nivel mundial y los espectaculares avances de la ciencia y la técnica.
Progresivamente, y a partir sobre todo de la década de los setenta, aparece sin embargo la corriente cultural o la sensibilidad denominada postmoderna, que no puede entenderse si no se percibe que está hecha de desencanto ante la razón y los grandes conceptos anclados en ella. El hombre postmoderno es ya menos optimista, por no decir que en el fondo es pesimista: convencido de que no existe la posibilidad de cambiar la sociedad, ha decidido disfrutar del presente y olvidarse del futuro.
Con razón esta nueva perspectiva ha sido considerada una verdadera crisis cultural, sin el sentido totalmente peyorativo que suele darse a este concepto, pero sí con toda la profundidad que sin duda implica. Porque la crisis supone poner todo en tela de juicio, y la cultura expresa la realidad más profunda de las personas y de los pueblos.
En efecto, de un concepto de cultura más elitista y académico (una cultura que se adquiere sobre todo en la universidad o en los libros), se ha pasado acertadamente en la actualidad a otro concepto más sociológico y antropológico: hoy por cultura se entiende el estilo de vida de los grupos humanos, las ideas que las personas comparten en una sociedad y los valores que en ella nos vinculan y nos identifican. A través de la cultura el hombre se expresa, toma conciencia de sí, se reconoce como proyecto inacabado y crea obras que le trascienden. De ahí que el ser humano sólo accede a la realidad a través de la mediación cultural (ver DA 506). Y que podamos hablar de culturas diversas o al menos de distintos modelos culturales.
En toda cultura o modelo cultural cabe distinguir una dimensión más externa (costumbres, gastronomía, folklore, arte típico, lengua…) y otra más interior o profunda: los valores, los criterios, las creencias, los arquetipos fundamentales de las personas y de los pueblos. Y es en este segundo nivel donde aparece el fenómeno religioso que da lugar a algo muy importante desde el punto de vista antropológico: no sólo a creyentes individuales, sino también a comunidades de fe.
La estructura social implica entonces, dentro de una cultura o modelo cultural, un elemento económico (que se refiere a los bienes materiales), un elemento político (que se refiere a la organización de la sociedad) y otro filosófico-religioso (que se refiere al sentido de la vida, la trascendencia y los valores).
Es sabido cómo muchos pensadores del siglo XVIII y XIX despreciaron este tercer elemento, como propio de un estadio infantil y de una cultura aún primitiva, condenados a desaparecer. Ideas que, sin ninguna confirmación en la realidad, propugnan todavía hoy los secularismos anti-religiosos. Pero cada vez son más quienes vuel
ven hoy los ojos al ámbito filosófico y religioso como el único capaz de humanizar la cultura y de responder con coherencia a la crisis social. Señalando que, bajo la apariencia de problemas sociales, económicos o políticos, subyace siempre un problema humano, un problema ético, una crisis que es fundamentalmente de sentido y de valores.
No es este el momento de analizar desde esta perspectiva problemas como la globalización económica insolidaria o la violencia a todo nivel, pero este análisis ha sido ya hecho con mucho acierto y profundidad por pensadores y personalidades de todos los ámbitos y tendencias.
Me atrevo a decir que este es el enfoque básico para hablar del papel de las comunidades de fe en la sociedad y en la cultura actuales: aportar su doctrina y su experiencia a la solución del grave problema ético que amenaza hoy a la cultura y a las culturas, recordar los grandes principios que pueden ayudar a humanizar el mundo y dar sentido a la historia, promover acciones eficaces para hacer reales los valores y esperanzas de los que son depositarías.
Esta sería una perspectiva equilibrada, realista y comprometida, frente al optimismo orgulloso de la modernidad y el pesimismo desesperanzado de la postmodernidad. Este es el aporte que la cultura actual necesita de las comunidades de fe, este es el desafío que se nos presenta a los creyentes: apostar por una cultura religiosa de la vida frente a la cultura secularista de la muerte. Entendiendo, por supuesto, «cultura religiosa» en su sentido auténtico y profundo: una cultura en la que los criterios y el dinamismo de la fe impregna y transforma las estructuras y formas de vida, dirigiéndolas hacia el acervo humano y cultural que comparten todas las comunidades de fe: trascendencia, sentido de la vida, fraternidad, solidaridad, libertad, verdad, justicia y paz.
Por supuesto, para que esta perspectiva sea realista y posible, nos queda mucho camino por recorrer a las comunidades de fe: redescubrir lo mejor de nuestras propias tradiciones, purificar condicionamientos históricos negativos, superar fanatismos y violencias absurdas, ir más allá de las prácticas piadosas para asumir compromisos concretos en el ámbito socio-político. De lo contrario, las comunidades de fe no podrán cumplir su papel social, y serán vistas cada vez más como algo residual y folklórico, o -peor aún- como cómplices de la violencia y la deshumanización.
Quisiera terminar con una breve referencia a la cultura y la sociedad latinoamericanas, para completar la perspectiva de esta reflexión. Es desde luego válido para nuestra realidad multicultural todo lo que venimos diciendo. Pero es necesario subrayar algunos aspectos característicos de la misma en los que debemos insistir: las injustas desigualdades sociales, la corrupción y el clientelismo político, la reducción de la religiosidad al ámbito privado sin real incidencia en la familia o la actividad profesional.
La riqueza humana, cultural y religiosa de nuestros pueblos, la posibilidad de aprender de los errores ajenos y la fuerza que nos da la fe para caminar con esperanza, son otros tantos motivos para luchar por un mundo mejor, más justo y más humano.
Muchas gracias por su atención.
Ciudad de Panamá, 1 de octubre de 2013
+ José Domingo Ulloa Mendieta
Arzobispo Metropolitano de Panamá
Presidente de la Conferencia Episcopal Panameña