Juan Pablo II ha establecido un nuevo récord: será el primer papa a ser beatificado y canonizado por sus dos inmediatos sucesores. ¿Cuál es el hilo conductor que une a los tres últimos pontificados? El denominador común se encuentra de forma particular en el concepto de periferia.
«¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo». Hoy, a exactamente 35 años de distancia, esas palabras del papa Wojtyla, a la luz de la experiencia sucesiva, resultan cada vez más claras. Es más: han sido el verdadero programa de los últimos tres pontificados.
Abrir las puertas a Cristo representaba el verdadero mensaje reflejo del espíritu del Concilio Vaticano II. Si durante quince años la Iglesia – con mucho esfuerzo y no sin vacilaciones y errores – había buscado su camino para abrirse al mundo, el recién elegido papa Juan Pablo II indicaba un objetivo nuevo y, al mismo tiempo, muy antiguo: evangelizar la humanidad, invitándola a no tener miedo de Cristo.
Los dos mensajes no eran contradictorios entre ellos, pero ambos profundamente coherentes con la realidad de los cristianos «en el mundo pero no del mundo».
Solamente un papa que tenía experiencia de la persecución anticatólica comunistas, podía despertar en los corazones el verdadero amor por Cristo, fundado sobre el triunfo de Su Cruz y Resurrección, no el Cristo domesticado e ideologizado, reducido a «icono pop», en el panteón efímero de los mitos seculares de cada tiempo.
Era necesario recordar al mundo la existencia de una Iglesia realmente periférica: la de Europa del Este y de ese mundo que sufría y no se rendía nunca. Una cachetada moral y un signo de contradicción para quien, más allá del telón de acero, hijo de una Iglesia «intelectualizada», predicaba sobre tantas discutibles experimentos, del brazo con el espíritu del tiempo.
Durante el papado de Wojtyla han surgido por tanto las periferias «geopolíticas» y, más genéricamente, geográficas de la Iglesia. Durante casi un siglo, la barca de Pedro estaba atrapada en el muelle estrecho de una moral relacionada a los Estados Pontificios en la que su tripulación se atrincheró tras el choque de muchas derrotas.
De esa prisión más o menos dorada era necesario salir y era necesario un pontífice no italiano para recordar al mundo la catolicidad, o la universalidad de la institución.
A fin de cuentas, tocaba hacer lo que había hecho el primer papa, junto a los otros once apóstoles y a san Pablo. Eh aquí por lo tanto el sucesor de Pedro con la intención de llevar a Cristo a cada periferia del mundo, «a los confines de la tierra».
Había aún otra periferia más que el papa polaco había tenido la previsión de explorar, haciendo discernimiento: la de tantos movimientos y nuevos carismas nacidos a partir del Concilio, que esperaban solamente el abrazo y la bendición del obispo de Roma.
Con el pontificado de Benedicto XVI ha surgido una nueva frontera eclesiástica: la de las «periferias intelectuales». De experto teólogo como es, papa Ratzinger ha comenzado un diálogo con la cultura laica y con las otras religiones, a partir de la verdad sobre el hombre y de la razón.
También este asunto es un fruto del Concilio Vaticano II que el pontífice emérito ha llevado a plena maduración. En tal sentido los «valores no negociables» y el repasar el concepto de «ley natural» representan una matriz común y dos mundo aparentemente inconciliables y son lo que, de hecho, ha permitido la evangelización del mundo en cada época.
Allí donde hay valores fundamentales de una sociedad y de una civilización, hay siempre algo que le trasciende y que le supera y, de tal forma, los hombres serán llevados a buscar a Dios.
Benedicto XVI ha llevado a sus últimas consecuencias el diálogo interreligioso, ya comenzado por su predecesor: fuerte cercanía con los ortodoxos, reconciliación completa con una parte de los anglicanos y de los luteranos, una intento sufrido y lleno de incógnicas pero más que legítima con la Fraternidad San Pío X.
Por no hablar del memorable ( ¡y muy mal entendido!) discurso de Ratisbona, que ha sido seguido poco después, del no menos importante viaje a Estambul con la oración en la Mezquita Azul que ha marcado el punto más alto de la amistad entre el mundo cristiano y el mundo islámico.
Venido «casi del final del mundo», papa Bergoglio ha introducido un tipología más: las periferas existenciales y de la fe.
El mensaje de Francisco se caracteriza por ser Evangelio el estado puro: Cristo es llevado en primer lugar en las situaciones de marginalidad, de desesperación, de luto, de enfermedad, que – por supuesto – no afectan solamente a «los pobres» o a los «últimos de la tierra», pero indican la pobreza espiritual existente en cada uno de nosotros, la muestra más o menos vistosa «perifericidad» respecto a la centralidad de Dios.
Ya que toda la humanidad es digna de ser salvada, papa Francisco invoca una Iglesia finalmente inclusiva, definitivamente fuera del propio caparazón clerical, intelectualista o autorreferencial; una Iglesia lista a ponerse en juego y a evangelizar de una vez por todas, incluso a costa de encontrarse «incendiada».
Una objeción que a menudo se hace al papa actual es la de transmitir una imagen demasiado «popular» o peor aún de buscar el consenso de la opinión pública, lo que para el vicario de Cristo en la tierra sería imperdonable.
O telefonear cada día a personas que han visto al algún ser querido ser asesinado, a madres con hijos tóxico dependientes o discapacitados, a mujeres que están pensando a abortar, y encontrar para ellos palabras de consuelo y ánimo, no es fácil, ni es algo para todos. Así como no se puede dar por descontado charlar con el fundador del periódico laico y anticlerical más grande de Italia.
El papa Francisco, sin embargo, se está revelando un pontífice profundamente atento también al «centro» de la Iglesia: su reforma de la Curia Romana, a partir del Consejo de los Ocho Cardenales, es un signo de como hoy la Iglesia es vista por su más alto representante en la tierra, como un verdadero y propio cuerpo humano y divino (como humano y como divino es Jesús), en la que si un miembro sufre, todo el organismo sufre de alguna manera.
Del centro a las periferias, llevando la Verdad revelada de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por amor de la humanidad; como Jesús hizo, llevando el amor del Padre allí donde no estaba, así sus vicarios en la tierra y así cada cristianos. Hasta el final de los tiempos.
Traducido del italiano por Rocío Lancho García