La diversidad no es una amenaza

Reflexiones del obispo de San Cristóbal de Las Casas, Mons. Felipe Arizmendi Esquivel

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VER

Caín no aceptó que su hermano Abel fuera diferente, y lo mató. Esto nos hace pensar que llevamos en lo más profundo de nuestra humanidad la tendencia a rechazar a quienes piensan y actúan en forma distinta. En vez de respetarnos, tolerarnos, sobrellevarnos, valorarnos y apreciarnos como un enriquecimiento mutuo, convivir e incluso amarnos, nos condenamos unos a otros, nos excluimos, nos ofendemos, nos consideramos únicos poseedores de la verdad y cerramos las puertas del corazón a los otros. Pareciera que es “normal” el competir entre todos y destruirnos. Esto se vive a veces desde la misma familia, cuando los esposos no asumen como un valor las diferencias entre ellos y cuando los hijos compiten negativamente entre sí por sus normales diferencias.

Durante este tiempo de campañas electorales, basta ver un poco los medios informativos, y nos apena que los partidos y sus candidatos, al presentarse como la óptima opción, condenen a los otros. Y si pueden encontrarles defectos, fallas o posibles errores, los explotan no como una corrección fraterna, sino para exhibirlos ante el público y descalificarlos. Muchas veces sus datos son verídicos; otros pueden ser falsos o mal interpretados. Lo que les importa es derribar las otras opciones y presentarse a sí mismos como lo mejor.

Lo más doloroso es que lo mismo sucede al interior de las comunidades creyentes. En vez de reconocer y valorar que hay varios modos de seguir a Jesús, nos creemos los únicos verdaderos cristianos y católicos. Como si no fuera algo claro y evidente que los apóstoles escogidos por Jesús son diferentes entre ellos. Los Evangelios son distintos entre sí, y los cuatro son valiosísimos y auténticos. Cada evangelista resalta algún aspecto de Jesús y entre todos se complementan. Marcos y Juan son muy diferentes, pero ambos nos llevan a Jesús.

PENSAR

El Papa Francisco dijo en Sri Lanka: “Una tragedia constante en nuestro mundo es que tantas comunidades estén en guerra entre sí. La incapacidad para conciliar diferencias y desacuerdos, ya sean antiguos o nuevos, ha dado lugar a tensiones étnicas y religiosas, acompañadas con frecuencia por brotes de violencia. No es tarea fácil superar el amargo legado de injusticias, hostilidad y desconfianza que dejó el conflicto. Esto sólo se puede conseguir venciendo el mal con el bien y mediante el cultivo de las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz. El proceso de recuperación debe incluir también la búsqueda de la verdad, no con el fin de abrir viejas heridas, sino más bien como un medio necesario para promover la justicia, la recuperación y la unidad.

Para que este proceso tenga éxito, todos los miembros de la sociedad deben trabajar juntos; todos han de tener voz. Todos han de sentirse libres de expresar sus inquietudes, sus necesidades, sus aspiraciones y sus temores. Pero lo más importante es que todos deben estar dispuestos a aceptarse mutuamente, a respetar las legítimas diferencias y aprender a vivir como una única familia. Siempre que las personas se escuchan unos a otros con humildad y franqueza, sus valores y aspiraciones comunes se hacen más evidentes. La diversidad ya no se ve como una amenaza, sino como una fuente de enriquecimiento” (13-I-2015).

ACTUAR

Esposa: la forma de ser de tu esposo, que es distinta a la tuya, te atrajo mucho cuando eran novios y, por esa diferencia, te entusiasmaste por él y quisiste hacer tu vida con él. ¿Por qué ahora sólo le ves defectos y lo rechazas? Y lo mismo preguntaría al esposo.

Hijos: entre hermanas y hermanos, hay estilos, gustos, caracteres, cualidades, modos de ser que les hacen ser diferentes entre ustedes. ¿Qué aburrida sería una familia donde todos son idénticos! La variedad los hace complementarse, si aprenden a valorarse.

Lo mismo habría que decir a los contrincantes de los partidos, a las organizaciones, a las comunidades eclesiales: veamos las diferencias como un enriquecimiento mutuo, siempre y cuando todos nos esforcemos por moldear nuestra forma de ser por el Evangelio de Jesús, centrado en amar a Dios y amarnos como hermanos.

 

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Felipe Arizmendi Esquivel

Nació en Chiltepec el 1 de mayo de 1940. Estudió Humanidades y Filosofía en el Seminario de Toluca, de 1952 a 1959. Cursó la Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, España, de 1959 a 1963, obteniendo la licenciatura en Teología Dogmática. Por su cuenta, se especializó en Liturgia. Fue ordenado sacerdote el 25 de agosto de 1963 en Toluca. Sirvió como Vicario Parroquial en tres parroquias por tres años y medio y fue párroco de una comunidad indígena otomí, de 1967 a 1970. Fue Director Espiritual del Seminario de Toluca por diez años, y Rector del mismo de 1981 a 1991. El 7 de marzo de 1991, fue ordenado obispo de la diócesis de Tapachula, donde estuvo hasta el 30 de abril del año 2000. El 1 de mayo del 2000, inició su ministerio episcopal como XLVI obispo de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, una de las diócesis más antiguas de México, erigida en 1539; allí sirvió por casi 18 años. Ha ocupado diversos cargos en la Conferencia del Episcopado Mexicano y en el CELAM. El 3 de noviembre de 2017, el Papa Francisco le aceptó, por edad, su renuncia al servicio episcopal en esta diócesis, que entregó a su sucesor el 3 de enero de 2018. Desde entonces, reside en la ciudad de Toluca. Desde 1979, escribe artículos de actualidad en varios medios religiosos y civiles. Es autor de varias publicaciones.

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