Marcelo Bravo Pereira, LC*
(ZENIT Noticias / Roma, 30.05.2025).- Hace treinta años, el miércoles 31 de mayo de 1995, Juan Pablo II impartió una catequesis que parece no haber tenido mucho eco, pero que contenía afirmaciones importantes para el diálogo interreligioso y para la comprensión de la situación de quienes se encuentran sin culpa «extra Ecclesiam». En ella reinterpretaba el llamado axioma eclesiológico fundamental «Extra Ecclesiam nulla salus», descomponiéndolo en dos afirmaciones teológicamente más adecuadas: «fuera de Cristo no hay salvación» y «sine Ecclesia nulla salus». Algunos años más tarde, en 1997, la Comisión Teológica Internacional consagró en el ámbito católico la frase en latín: «Extra Christum nulla salus», cuya fuente no se halla en el Magisterio, sino que corresponde a uno de los “sola” de la teología luterana: “solus Christus”. En cambio, el “sine Ecclesia” quedó sin mayor desarrollo.
Por ello, valdría la pena releer esta catequesis para destacar su valor en relación con el tema de la salvación en Cristo y en la Iglesia. Aquí quisiera detenerme en el sine Ecclesia, y dejar el extra Christum para otra ocasión.
Juan Pablo II, en esa ocasión, presentó una reflexión enraizada en el realismo misionero de la Iglesia, constatando que, tras más de dos mil años de evangelización, el Evangelio no ha llegado aún a todos los pueblos y no todos se han convertido a Cristo. «En lo que entra dentro de las capacidades humanas de previsión y de conocimiento», reconocía el Papa, para tantísimos hombres ha sido imposible acceder al mensaje cristiano, y «esta imposibilidad práctica parece destinada a durar todavía mucho tiempo, quizás hasta la consumación final de la obra de evangelización».
Ahora bien, este hecho no puede ser explicado simplemente como un fracaso de los cristianos, como consecuencia de sus divisiones o incoherencias. Más bien, parece formar parte de un designio salvífico más amplio, misterioso y sabio, que solo Dios conoce. «También para aquellos que sin culpa no conocen a Cristo ni se reconocen cristianos – enseña el Papa –, el plan divino ha dispuesto un camino de salvación». Es el gran tema de las “viae extraordinariae”, ya presente en el Concilio Vaticano II y retomado por la “Redemptoris Missio”, según el cual la salvación de los no cristianos forma parte de un plan divino que no puede jamás concebirse como paralelo, y mucho menos alternativo, al de Cristo y de la Iglesia.
Existe, por tanto, un camino de salvación dispuesto por Dios para los no cristianos. Esta convicción de Juan Pablo II parecería ir contra el “extra Ecclesiam”, según su interpretación más radical. Ahora bien, ya en 1949 el Santo Oficio, en una carta al arzobispo de Boston, había advertido que «este dogma debía ser comprendido en el sentido en que lo entiende la misma Iglesia». Permanece firme que no hay salvación fuera de Cristo (extra Christum nulla salus). Ahora bien, la extensión del axioma debería limitarse a aquellos que «no ignorando que la Iglesia ha sido fundada por Dios por medio de Jesucristo como necesaria» no quieren perseverar en ella «con el fin de obtener la salvación» (Lumen Gentium, 14). De hecho, este es también el sentido que dieron a la fórmula san Cipriano y san Agustín – considerados los creadores del axioma –, en referencia a los cismáticos y a los donatistas.
El Papa añade que no hay salvación sin la Iglesia (“sine Ecclesia nulla salus”), porque la Iglesia es sacramento universal de salvación y Cuerpo místico de Cristo. Con esta división del “extra Ecclesiam” en dos afirmaciones que se complementan mutuamente, se recupera su significado originario, que ya hemos destacado, pero sobre todo se refuerza el vínculo de la Iglesia con Cristo, que no había sido explícitamente desarrollado en las formulaciones tradicionales a partir de Fulgencio de Ruspe (s. VI). La Iglesia-sacramento es instrumento necesario para la salvación exclusivamente en virtud de su vínculo místico con Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, la única puerta de acceso al Padre. La dimensión cristológica del “extra Ecclesiam” es el gran aporte de la teología del siglo XX.
La gracia salvífica puede actuar sin duda también fuera de los confines visibles de la Iglesia. Esto no nos autoriza, sin embargo, a afirmar que las religiones sean caminos autónomos o paralelos de salvación. Según el Papa, ellas pueden ejercer una «influencia positiva sobre sus fieles», en la medida en que estimulan la búsqueda de Dios y facilitan la obediencia a los impulsos de la gracia. Sin embargo, no salvan en cuanto tales: la salvación es siempre obra del Espíritu Santo, que comunica la gracia de Cristo también allí donde Él aún no es conocido.
San Juan Pablo II se mantiene fiel a la tradición católica según la cual toda gracia salvífica tiene su origen en Cristo y se comunica a través de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. Incluso cuando esta gracia actúa fuera de la Iglesia visible, sigue siendo gracia eclesial, porque la Iglesia es «Cristo difundido y comunicado» (“le Christ répandu et communiqué)2, como escribió Henri de Lubac, inspirándose en Bossuet.
Por este motivo, se puede afirmar que sin la Iglesia no hay salvación (“sine Ecclesia nulla salus”), sin temor a relativizar el “extra Ecclesiam”. «La adhesión a la Iglesia-Cuerpo místico de Cristo – enseña el Papa –, por más implícita que sea, y por ello misteriosa, constituye una condición esencial para la salvación».
Esta orientación implícita a la Iglesia se manifiesta en una actitud de adhesión sincera a la voluntad de Dios, a través de las inspiraciones de la gracia, como afirma también la carta al arzobispo de Boston que ya citamos: quien, sin culpa, no conoce a Cristo pero busca sinceramente a Dios y se esfuerza por vivir según la ley moral natural, podría alcanzar la salvación, porque “facienti quod est in se, Deus non denegat gratiam”, y «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4). Esta disposición del corazón es ya una apertura a la gracia salvífica de Cristo, aunque no sea plenamente consciente. Esta es, en definitiva, “fides salvífica”, en el sentido de la carta a los Hebreos (11,6): «Sin la fe es imposible agradar a Dios; pues quien se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan».
Esta acción salvífica de Cristo fuera de los límites visibles de la Iglesia no convierte automáticamente en miembros de la Iglesia a quienes son alcanzados por ella. Permanecen «sin adhesión externa a la Iglesia, pero siempre, sin embargo, en relación con ella». La Iglesia es sacramento universal de salvación, y como tal está siempre involucrada en la acción redentora de Cristo, incluso cuando esta se realiza de formas misteriosas.
De aquí nace el cometido fundamental de la evangelización. El hecho de que Dios pueda salvar también a quienes están fuera de la Iglesia visible no disminuye en absoluto la urgencia misionera. Al contrario, en mi opinión, la misión adquiere un valor aún más elevado: se trata de hacer explícita, visible, consciente y plenamente eficaz la adhesión a Cristo y a su Iglesia. «Quien ignora a Cristo – reconoce el Papa –, aunque sea sin culpa, se encuentra en una condición de oscuridad y de indigencia espiritual», porque, como dice san Pedro en Hechos 4,12: «no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, por el cual debamos salvarnos». No conocer a Cristo en esta tierra es quizás la pobreza más radical del ser humano, y la misión más hermosa es llevar el verdadero rostro de Dios a quien lo busca en las tinieblas y de manera implícita.
Ahora bien, este «hacer explícito» el misterio de Cristo no significa retomar la doctrina de los «cristianos anónimos» de Rahner, sino reconocer, detrás de la búsqueda y de la sed de trascendencia, la acción del Espíritu, que está «en el origen mismo de la pregunta existencial y religiosa del hombre» y que alcanza «no solo a los individuos, sino a la sociedad y a la historia, a los pueblos, a las culturas, a las religiones» (Redemptoris Missio, 28).
La pregunta decisiva, entonces, no es si se puede uno salvar fuera del conocimiento explícito de Cristo y de la visibilidad de la Iglesia, sino cómo podemos nosotros anunciar de modo creíble que Cristo es el único y universal Salvador. Esto depende de nuestro testimonio, de nuestra coherencia de vida, de las obras de misericordia (Mt 25,31-46), de la paciencia y de la confianza en el Espíritu. Sólo Dios conoce los caminos de la salvación, pero todos pasan por Cristo y alcanzan su plenitud en el misterio de la Iglesia, tocando suavemente el corazón de todos. “Sine Ecclesia nulla salus” no es una exclusión, sino la afirmación de que la salvación viene siempre de Cristo, y la Iglesia es el signo sacramental de su presencia en la historia. Este «hospital de campaña», que conserva la verdadera imagen de Cristo, acoge a todos, cercanos y lejanos.
* El padre Marcelo Bravo es sacerdote de la congregación de los legionarios de Cristo y profesor de teología en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. En esa misma casa de estudios es también director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas.
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