Josué 5, 9. 10-12: “El pueblo de Dios celebró la Pascua al entrar en la tierra prometida”
Salmo 33: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”
II Corintios 5, 17-21: “Dios nos reconcilió Consigo por medio de Cristo”
San Lucas 15, 1-3. 11-32: “Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”
La parábola que llamamos del hijo pródigo, una de las más conocidas y explicadas, es de las más bellas imágenes que nos ofrece Jesús sobre el amor de Dios como un Padre misericordioso que abre sus brazos y su corazón en una espera infatigable del retorno del hijo amado. La ocasión de la narración, según nos cuenta San Lucas, la ofrece la oposición y la crítica de los fariseos y los escribas porque se acercan a Jesús los publicanos y pecadores. Y es que la actuación de Jesús es escandalosa: comparte la mesa, la vida, los caminos y las preocupaciones con los pecadores. Nadie le diría nada, si antes de acercarse a ellos les exigiera que se convirtieran y dejaran su mala vida, pero Jesús no pone condiciones: convive con ellos aún antes de que muestren señas de arrepentimiento.
Y para responder a estas duras críticas, Jesús narra esta enternecedora historia. Es la historia de toda la humanidad y de cada uno de los hombres, es el resumen del Evangelio anunciado por Jesús, es la nueva imagen de Dios ofrecida a los hombres: un amor misericordioso, que jamás renunciará a buscar a todo hombre como a su hijo, que nunca cerrará el corazón. Es esa imagen desconocida para los escribas y fariseos, y quizás también para muchos de nosotros: un Dios que se deshace en amor, que otorga el perdón, restituye los derechos y dispone la mesa para que el pecador participe de la alegría de la filiación y la fraternidad.
Lo que parece inconcebible, es dolorosamente real: por una supuesta “libertad”, por un aburrimiento o por no querer compartir, el hijo menor abandona la casa paterna. Es la misma tentación que hizo caer al hombre del paraíso: ser semejante a Dios. Tomar su propia herencia, no depender de nadie, buscar su propio destino. ¿Libertad? Pronto el joven se encuentra aprisionado por los ídolos de todos los tiempos. Ya de inicio pretende la parte de la herencia.
¿No pretendía abandonar la casa? ¿No estaba cansado del cuidado y la protección del padre? Sin embargo, se ata a una herencia, y dejando atrás la filiación y la fraternidad, se dispone a vivir en egoísmo y disfrutar “él solo”, todo lo que se compartía en familia. El corazón se le ha enredado entre los bienes materiales y la razón se le ha nublado para distinguir que la felicidad de poseer sólo es plena cuando es compartida.
Como hijo menor, según la ley judía, no tenía derecho más que a una pequeña parte y hasta que el padre muriera. Con su actitud de exigencia es como si declarara la muerte de su padre. En tres líneas nos da ha entender lo que sucedió después: placeres, amigos, alegría barata, derroche e irresponsabilidad. Las tentaciones del hombre antiguo y del hombre moderno siguen siendo las mismas: poseer, disfrutar, tener poder, fama, placeres. No son ajenas a nuestros días. El hombre que ha querido la libertad dejando a un lado a Dios, su Padre, que ha abandonado la casa y ha decretado la muerte de Dios para disfrutar “sin remordimientos” la herencia, se entrega en manos de los nuevos ídolos que pronto lo tornan esclavo.
Pronto se descubre vacío, sin riquezas, con hambre y sin dignidad. Para un judío era la peor humillación servir a los cerdos considerados impuros, y ¡él hubiera comido las bellotas si se lo hubieran permitido! Con frecuencia nos escandalizamos al descubrir los grados de injusticia y monstruosidad a que ha llegado el hombre, pero cuando se abandona a Dios, otros ídolos ocupan el corazón y pronto nos arrastran a la injusticia, a la depravación y a la violencia inimaginable.
Uno de los más grandes retos para la vida espiritual es recibir el perdón de Dios. Los humanos nos aferramos a nuestros pecados y nos oponemos a que Dios borre nuestro pasado y nos ofrezca un nuevo comienzo. No es difícil imaginar los pensamientos de aquel joven tirado y adolorido. Su orgullo, su “dignidad maltratada”, su obstinación, luchando contra el hambre, la sed de un hogar, el recuerdo de un amor. Es la lucha de todo hombre, es mi lucha personal: ¿Realmente quiero que se me devuelva mi dignidad de hijo y asumir toda la responsabilidad que ello conlleva? ¿Deseo que se me perdone totalmente y que me sea posible vivir de otra forma? ¿Tengo suficiente fe en mí mismo para comprometerme a vivir una vida libre de pecado? ¿Estoy dispuesto a romper con mi arraigada rebelión contra Dios y rendirme a un amor tan absoluto que pueda hacer de mí una persona nueva?
Recibir el perdón implica la firme voluntad de dejar a Dios ser Dios, de permitirle hacer su trabajo de sanación, de restauración y renovación de mi persona, aunque me duela. Conversión implica volver a la casa paterna y descubrirme hijo y hermano. La tentación del joven es retornar y no comprometerse. Tener acceso a la comida, pero no sentarse a la mesa. No compartir, mantenerse a distancia, poder seguir rebelándose y quejándose del salario. Ser hijo implica mucho más: compartir los sueños, las alegrías, los dolores, y asumir también la responsabilidad de preparar una mesa común donde puedan participar todos los hermanos.
Mientras el hijo lejano se enreda entre sus dudas, el amor del Padre al contemplarlo de lejos se convierte en una catarata de amor: lo vio, se enterneció, corrió hacia él, lo abrazó por el cuello y lo cubrió de besos. El amor del hombre está lleno de dudas, el amor de Dios Padre es una explosión de júbilo ante el pecador que regresa. Mientras el hijo masculla sus dolorosas palabras proponiendo vivir de esclavo, el Padre entrega sin condiciones las insignias que lo reconocen como verdadero hijo: el traje de fiesta no sólo significa el aprecio de un huésped distinguido, es reconocerlo como hijo en todos sus derechos; el anillo es señal de una fidelidad a toda prueba, significa que se entrega al otro toda la confianza, es señal de la transmisión de plenos derechos; las sandalias son símbolo de libertad, el hijo no debe andar más tiempo descalzo, como esclavo; y el banquete expresa la alegría compartida y la comunión plena, fiesta y acogida. Dios es así: ama sin condiciones, da todo lo que tiene. Su perdón es una rehabilitación total que devuelve a la persona toda su dignidad.
El hermano mayor que parecía tan fiel y tan centrado en su amor, descubre el interior de su corazón. También él se ha dejado invadir de la ambición, también él siente la envidia, también él quisiera los placeres que ha visto en su hermano. Condena, pero no es capaz de vivir como hermano, por eso expresa: “ese hijo tuyo”, rompe la fraternidad al desconocer a su hermano y espera un cabrito para comerlo con sus amigos, no para poner una mesa común donde compartan todos los hermanos. Juzga, pero su corazón también ha dado lugar a la ambición.
Y esto nos puede pasar hoy a nosotros al asumir la actitud del hermano mayor: condenamos y no somos capaces de vivir como hermanos; destruimos la fraternidad y nos enojamos porque Dios sigue amando; nos alejamos de la mesa porque los otros no están a nuestra altura. Pero nos olvidamos que no basta permanecer en la casa del padre para participar del banquete: se necesita saber perdonar. No basta no haber hecho nada malo, se necesita amar como hermano al que se ha alejado.
No basta no haber quebrantado las leyes de la Iglesia o del Estado, se requiere haber trabajado por un mundo más justo, más humano. Y así también nosotros rompemos la armonía de la casa paterna cuando nos negamos a reconocer a los hermanos. Tan grave es el pecado del hijo menor como el del mayor. Ambos, como todo pecado, rompen injustamente la fraternidad y la filiación. Es la realidad del pecado actual: nos desconocemos como hermanos, nos “robamos” la herencia, no compartimos la mesa, y nos olvidamos que somos hijos de Dios y que el “otro”, es nuestro hermano y también es hijo de Dios.
Es el mismo Cristo quien cuestionando a los escribas y fariseos nos cuestiona a nosotros para que nos involucremos en esta dinámica de conversión y de perdón. Los tres personajes nos tienen que hacer reflexionar: la conciencia del pecado y el valor del retorno del hijo menor; la intransigencia y ruptura de fraternidad del hijo mayor; el cariño incondicional que quiere acariciarnos y abrazarnos a pesar de haber pecado, el amor fiel del Padre que nos recibe y rehabilita como hijos. Es el tiempo de la cuaresma. Es tiempo de descubrir este rostro amoroso de Dios y mirar si somos capaces de vencer nuestros pecados y rupturas para acercarnos a compartir el banquete de la fraternidad.
Señor, Padre de Misericordia, ayúdanos a reconocer en este tiempo de Cuaresma las barreras que hemos construido y nos alejan de nuestros hermanos al alejarnos de Ti. Danos fuerza para asumir nuestras miserias, levantarnos de nuestros pecados y retornar a tus brazos amorosos. Por Cristo Nuestro Señor. Amén
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Monseñor Enrique Díaz Díaz: 'Retornar a casa'
IV Domingo de Cuaresma