CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 17 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Juan Pablo II dirigió este domingo desde la Basílica de San Pedro a los fieles conectados por televisión desde Guadalajara (México), donde participaban en la clausura del Congreso Eucarístico Internacional. Momentos antes había presidido la celebración eucarística y había adorado al Sacramento.
El Papa leyó la introducción y la conclusión, mientras que el resto del mensaje fue pronunciado, en su nombre, por el arzobispo argentino Leonardo Sandri, sustituto para los Asuntos Generales de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.
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1. «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20).
Reunidos ante la Eucaristía, experimentamos con particular intensidad en este momento la verdad de la promesa de Cristo: ¡Él está con nosotros!
Os saludo a todos los que estáis en Guadalajara para participar en la conclusión del Congreso Eucarístico Internacional. En particular, al Cardenal Jozef Tomko, Legado mío, al Cardenal Juan Sandoval Iñíguez, Arzobispo de Guadalajara, a los Señores Cardenales, Arzobispos, Obispos y Sacerdotes de México y de otros muchos Países que están presentes.
Saludo también a todos los fieles de Guadalajara, de México y de otras partes del mundo, unidos a nosotros en la adoración del Misterio eucarístico.
2. La conexión televisiva entre la Basílica de San Pedro, corazón de la cristiandad, y Guadalajara, sede del Congreso, es como un puente tendido entre los continentes y hace que nuestro encuentro de oración sea como una «Statio Orbis» ideal, a la cual se unen los creyentes de todo el orbe. El punto de encuentro es Jesús mismo, realmente presente en la Santísima Eucaristía con su misterio de muerte y resurrección, en el cual se unen el cielo y la tierra, y se encuentran los pueblos y culturas diversas. Cristo es «nuestra paz, haciendo de los dos un sólo pueblo» (Efesios 2, 14).
3. «La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio». El tema del Congreso nos invita a considerar el Misterio eucarístico, no sólo en sí mismo, sino también en relación a los problemas de nuestro tiempo.
¡Misterio de luz! De luz tiene necesidad el corazón del hombre, oprimido por el pecado, a veces desorientado y cansado, probado por sufrimientos de todo tipo. El mundo tiene necesidad de luz, en la búsqueda difícil de una paz que parece lejana al comienzo de un milenio perturbado y humillado por la violencia, el terrorismo y la guerra.
¡La Eucaristía es luz! En la Palabra de Dios constantemente proclamada, en el pan y en el vino convertidos en Cuerpo y Sangre de Cristo, es precisamente Él, el Señor Resucitado, quien abre la mente y el corazón y se deja reconocer, como sucedió a los dos discípulos de Emaús «al partir el pan» (Cf Lucas 24,25). En este gesto convivial revivimos el sacrificio de la Cruz, experimentamos el amor infinito de Dios y sentimos la llamada a difundir la luz de Cristo entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
4. ¡Misterio de vida! ¿Qué aspiración puede ser más grande que la vida? Y sin embargo sobre este anhelo humano universal se ciernen sombras amenazadoras: la sombra de una cultura que niega el respeto de la vida en cada una de sus fases; la sombra de una indiferencia que condena a tantas personas a un destino de hambre y subdesarrollo; la sombra de una búsqueda científica que a veces está al servicio del egoísmo del más fuerte.
Queridos hermanos y hermanas: debemos sentirnos interpelados por las necesidades de tantos hermanos. No podemos cerrar el corazón a sus peticiones de ayuda. Y tampoco podemos olvidar que «no sólo de pan vive el hombre» (Cf. Mateo 4, 4). Necesitamos el «pan vivo bajado del cielo» (Juan 6, 51). Este pan es Jesús. Alimentarnos de él significa recibir la vida misma de Dios (Cf. Juan 10, 10), abriéndonos a la lógica del amor y del compartir.
5. He querido que este Año estuviera dedicado particularmente a la Eucaristía. En realidad, todos los días, y especialmente el domingo, día de la resurrección de Cristo, la Iglesia vive de este misterio. Pero en este Año de la Eucaristía se invita a la comunidad cristiana a tomar conciencia más viva del mismo con una celebración más sentida, con una adoración prolongada y fervorosa, con un mayor compromiso de fraternidad y de servicio a los más necesitados. La Eucaristía es fuente y epifanía de comunión. Es principio y proyecto de misión (Cf. «Mane nobiscum Domine», capítulos III y IV).
Siguiendo el ejemplo de María, «mujer eucarística» («Ecclesia de Eucharistia», capítulo VI), la comunidad cristiana ha de vivir de este misterio. Consolidada por el «pan de vida eterna», ha de ser presencia de luz y de vida, fermento de evangelización y de solidaridad.
6. «Mane nobiscum, Domine!» Como los dos discípulos del Evangelio, te imploramos, Señor Jesús, ¡quédate con nosotros!
Tú, divino Caminante, experto de nuestras calzadas y conocedor de nuestro corazón, no nos dejes prisioneros de las sombras de la noche.
Ampáranos en el cansancio, perdona nuestros pecados, orienta nuestros pasos por la vía del bien.
Bendice a los niños, a los jóvenes, a los ancianos, a las familias y particularmente a los enfermos. Bendice a los sacerdotes y a las personas consagradas. Bendice a toda la humanidad.
En la Eucaristía te has hecho «remedio de inmortalidad»: danos el gusto de una vida plena, que nos ayude a caminar sobre esta tierra como peregrinos seguros y alegres, mirando siempre hacia la meta de la vida sin fin.
Quédate con nosotros, Señor! Quédate con nosotros! Amén.
[Texto original en castellano]