CIUDAD DEL VATICANO, 29 nov (ZENIT.org).- Juan Pablo II trazó esta mañana, durante su intervención en la audiencia general, las pistas por las que discurre el diálogo de los católicos con los creyentes de las demás religiones.
El pontífice se hizo eco de ese movimiento de toda la humanidad que busca el rostro, en ocasiones «escondido» de Dios y propuso como campo de diálogo entre las religiones la promoción de la justicia y la paz y el testimonio religioso, que en el caso de los católicos, significa el anuncio de la salvación en Cristo.
Ofrecemos a continuación el texto pronunciado por el Santo Padre.
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1. En el grandioso fresco del Apocalipsis, que se nos acaba de presentar, no sólo aparece el pueblo de Israel, simbólicamente representado por las doce tribus, sino también esa inmensa multitud de gente de toda tierra y cultura, envuelta por el cándido manto de la eternidad luminosa y bienaventurada. Tomo pie de esta sugerente evocación para referirme al diálogo interreligioso, tema que ha cobrado una gran actualidad en nuestro tiempo.
Todos los justos de la tierra elevan su alabanza a Dios, llegados a la meta de la gloria, después de haber recorrido el camino escarpado y fatigado de la existencia terrena. Han pasado «por la gran tribulación» y han obtenido la purificación gracias a la sangre del Cordero, «derramado por muchos, en remisión de los pecados» (Mateo 26, 28). Todos, por tanto, participan de la misma fuente de salvación que Dios ha derramado sobre la humanidad. «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3,17).
2. La salvación se ofrece a todas las naciones, como lo atestigua ya la alianza con Noé (cf. Génesis 9,8-17), que testimonia el carácter universal de la manifestación divina y de la respuesta humana en la fe (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 58). En Abraham, después, «serán bendecidos todos los linajes de la tierra» (Génesis 12, 3). Éstos están en camino hacia la ciudad eterna para gozar de esa paz que cambiará el rostro del mundo, cuando las espadas se convertirán en arados y las lanzas en hoces (cf. Isaías 2, 2-5). Con emoción se pueden leer en Isaías estas palabras: «Los egipcios servirán al Señor junto con los asirios […] Los bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo: «Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel»» (Isaías 19, 23.25). «Los príncipes de los pueblos se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham –canta el salmista–. Pues de Dios son los escudos de la tierra, él, inmensamente excelso» (Salmo 47,10). Es más, el profeta Malaquías siente cómo sale desde el horizonte de la humanidad una especie de adoración y alabanza a Dios: «Desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos» (Malaquías, 1, 11). El mismo profeta, de hecho, se pregunta: «¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Malaquías 2,10).
La fe
3. Una cierta forma de fe se abre, por tanto, en la invocación de Dios, incluso cuando su rostro es «desconocido» (Cf. Hechos de los Apóstoles, 17,23). Toda la humanidad tiende hacia la auténtica adoración de Dios y a la comunión fraterna de los hombres bajo la acción del «Espíritu de verdad, que actúa más allá de los confines visibles del Cuerpo Místico» («Redemptor hominis», 6).
San Ireneo recuerda, en este sentido, que hay cuatro alianzas establecidas por Dios con la humanidad: con Adán, con Noé, con Moisés y con Jesucristo (cf. «Adversus haereses», 3,11,8). Orientadas las tres primeras hacia la plenitud de Cristo, estas alianzas constituyen momentos del diálogo de Dios con sus criaturas, un encuentro de revelación y de amor, de iluminación y de gracia que el Hijo recoge en unidad, sella en la verdad, y lleva a la perfección.
La esperanza
4. Iluminada por esta luz, la fe de todos los pueblos lleva a la esperanza. Una esperanza que todavía no está iluminada por la revelación, que la pone en relación con las promesas divinas y hace de ella una virtud «teologal». Sin embargo, los libros sagrados de las religiones se abren a la esperanza en la medida en que entreabren un horizonte de comunión divina, delinean para la historia una meta de purificación y de salvación, promueven la búsqueda de la verdad y defienden los valores de la vida, de la santidad y de la justicia, de la paz y de la libertad.
La caridad
Con esta tensión profunda, que resiste incluso en medio de las contradicciones humanas, la experiencia religiosa abre a los hombres al don divino de la caridad y a sus exigencias.
En este horizonte, se enmarca el diálogo interreligioso, al que nos ha alentado el Concilio Vaticano II (cf. «Nostra Aetate», 2). Este diálogo se manifiesta en el compromiso común de todos los creyentes por la justicia, la solidaridad y la paz. Se expresa en las relaciones culturales, que siembran semillas de ideales y de trascendencia en las tierras con frecuencia áridas, de la política, de la económica, de la existencia social. El diálogo religioso, en este sentido, supone un momento cualificado en el que los cristianos ofrecen el testimonio íntegro de la fe en Cristo, único Salvador del mundo. Por esa misma fe son conscientes de que el camino hacia la plenitud de la verdad (cf. Juan 16, 13) requiere la humildad de la escucha para comprender y valorar todo rayo de luz, que es siempre fruto del Espíritu de Cristo, independientemente de donde venga.
5. «La misión de la Iglesia consiste en fomentar «el Reino de nuestro Señor y de su Cristo» (Apocalipsis, 11, 15) y en ponerse a su servicio. Una parte de este papel consiste en reconocer que la realidad inicial de este Reino se puede encontrar también más allá de los confines de la Iglesia, por ejemplo, en los corazones de los seguidores de otras tradiciones religiosas, en la medida en que viven los valores evangélicos y permanecen abiertos a la acción del Espíritu» (Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, «Dialogo y anuncio», 35).
Esto vale especialmente –como nos ha indicado el Concilio Vaticano II en la declaración «Nostra Aetate»– para las religiones monoteístas, el judaísmo y el Islam. Con este espíritu, en la bula de convocación del año jubilar formulé este auspicio: «Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el diálogo recíproco hasta que un día –judíos, cristianos y musulmanes– todos juntos nos demos en Jerusalén el saludo de la paz» («Incarnationis mysterium», 2). Doy gracias al Señor por haberme dado, en mi reciente peregrinación a los lugares santos, la alegría de haber podido vivir este saludo, promesa de relaciones caracterizadas por una paz cada vez más profunda y universal.
N. B. Traducción realizada por Zenit.