«Jesús emprendió la subida hacia Jerusalén. Los discípulos trajeron entonces un burrito y le echaron sus capas encima para que Jesús se montara. La gente extendía sus mantos sobre el camino a medida que iba avanzando. Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud comenzó a alabar a Dios a gritos, con gran alegría, por todos los milagros que habían visto. Decían: «¡Bendito el que viene como rey en nombre del Señor! ¡Paz en la tierra y gloria en lo más alto de los cielos!» Algunos fariseos que se encontraban entre la gente dijeron a Jesús: «Maestro, reprende a tus discípulos.» Pero él contestó: «Yo les aseguro que si ellos secallan, gritarán las piedras»». (Lc 19, 28-40)
El Domingo de Ramos y el Triduo Pascual nos invitan a tomar en serio nuestra vida cristiana, verificando si está realmente anclada en la persona de Cristo resucitado, o es una vida sin Cristo, o de un cristo muerto.
Muchos de los judíos que aclamaron a Jesús en el camino hacia Jerusalén: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, a los pocos días pidieron su muerte: ¡Crucifícalo!
Así hoy: muchos aclaman a Cristo en las iglesias y procesiones, luego lo crucifican sin piedad en el prójimo, en el hogar, en la educación, en el trabajo, en los medios de comunicación social…
Es cómodo engrosar el grupo de quienes van a las iglesias solo para llevarse su ramo bendecido, al que atribuyen sentido mágico, pero luego ignoran a Cristo durante el Triduo Pascual, y no creen que ha resucitado y que está vivo entre nosotros para llevarnos la resurrección y a la vida eterna.
Pero también son muchos los que, en Semana Santa y todo el año, acompañan a Cristo, que hoy sigue sufriendo, muriendo y resucitando en los pobres, enfermos, marginados, encarcelados, víctimas de injusticias, de violencia, de violación, de hambre y muerte…
Y asimismo son muchos los cristos sufrientes que se asocian a la cruz de Cristo y se ofrecen voluntariamente por la salvación del prójimo y del mundo.
Por nuestra parte es urgente constatar si somos cómplices de los calvarios que se dan en nuestro entorno, tal vez en nuestro hogar. Jesús nos advierte en serio: “Con la misma medida que midieren, serán medidos” (Mt 7, 2).
Por otra parte, si tú mismo estás entre los crucificados, no pierdas esa maravillosa ocasión de compartir con Cristo tu calvario: asocia tu cruz a la suya por tu salvación, por la salvación de los tuyos y del mundo entero. Y si te encuentras con otros crucificados, revélales ese sentido y valor salvador de su cruz.
Que tu cruz no sea inútil e insoportable. Deja que Él la cargue contigo: Mi cruz es ligera, y así produzca mucho fruto de salvación. Recuerda al buen ladrón, que sufría en su cruz, pero gozaba con el perdón y la esperanza de la resurrección y la gloria: Hoy estarás conmigo en el paraíso. (Lc 23, 43).
La Semana Santa es de verdad santa sólo si creemos en Cristo muerto, resucitado y presente, y si a la vez creemos en nuestra resurrección, que Él nos ha merecido con su muerte.