MADRID, martes 18 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Esta beata derrochó caridad y generosidad en su entorno. Además, en el convento experimentó el gozo que acompaña a los seguidores de Cristo, gozo que su propio hogar, por las circunstancias, le había hurtado.
Por Isabel Orellana Vilches
Natural de Aosta, nació el 26 de junio de 1847. El trabajo de sus padres, comerciantes y propietarios de un negocio de costura, le permitieron gozar de una vida holgada y sin sobresaltos en la que puso una nota de singular alegría el nacimiento de su hermano Vicente. Pero cuando Julia tenía 4 años, su madre falleció y la situación dio un giro radical. Para empezar, su padre envió a los dos hijos a casa de unos parientes suyos que residían en Aosta. A éstos los reemplazaron en la delicada tarea educativa otros parientes maternos establecidos en Donnas. Sin embargo, este vaivén no fue gravoso para los pequeños a los que no les faltó nada. En Donnas, además de cursar estudios en la escuela, recibieron formación en las verdades de la fe que les proporcionaba en su propia casa un amigo de sus parientes que era sacerdote.
A los 11 años Julia se trasladó a un pensionado francés que regían en Besançon las Hermanas de la Caridad, fundadas por la Madre Thouret. Aunque podía haberse acostumbrado a las separaciones familiares, no era el caso, y nuevamente sufrió con ésta. La falta del calor que hubiera podido tener junto a su padre y hermano, la hallaba en Jesús, «el Señor que tiene a su lado a su mamá». Bien formada intelectual y humanamente, y dando muestras de una gran delicadeza y bondad, cinco años más tarde, cuando tenía 16 años, regresó junto a su padre. Y se encontró con un escenario completamente distinto al que dejó al partir siendo una niña. Su padre había contraído nuevo matrimonio, y residía en Pont Saint Martín. Los problemas convivenciales enturbiaban de tal forma el trato comunitario que, al final, Vicente se fue de casa, y su pista se perdió para siempre. Por fortuna, las Hermanas de la Caridad abrieron casa en la localidad, y Julia poco a poco fue conociendo más de cerca su forma de vida, con lo cual, cuando su padre le mencionó la posibilidad de contraer matrimonio, ya había decidido ser religiosa.
El 8 de septiembre de 1866 inició el noviciado en Vercelli, en el convento de Santa Margarita. Su padre no se opuso y la acompañó ese día; una vez más, la separación fue dolorosa para ella. Pero la serenidad que halló en el monasterio inundó su acontecer de alegría y le reportó la paz que no había conseguido antes. En su itinerario espiritual, decidida a luchar para alcanzar la perfección, suplicaba: «Jesús despójame de mí misma y, revísteme de Vos. Jesús por ti vivo, por ti muero…». Al profesar tomó el hombre de Nemesia en honor a una santa mártir, con el anhelo de entregar su vida a Cristo siéndole fiel hasta el final. Fue destinada a Tortona. Y allí impartió clases de lengua francesa a escolares de primaria y a alumnos de cursos superiores. Pronto se destacó por su bondad y generosidad no solo en su cercano entorno religioso y académico sino en todos los demás. Los que habían constatado su capacidad para suavizar las aristas del sufrimiento y las carencias: pobres, huérfanos, familias, soldados e incluso los sacerdotes del seminario, se sentían tratados por ella de una forma singular, reclamaban su presencia y agradecían su atención. Por su caridad fue denominada «ángel de Tortona».
A los 40 años de edad fue nombrada Superiora, misión que ejerció con el espíritu de servicio, humildad y generosidad que le caracterizaba. Decía: «El amor que se dona es la única cosa que permanece». Fue bondadosa y comprensiva, paciente y sutil. Supo consolar y acompañar a cada una de sus hermanas dando el consejo certero que convenía a su psicología. A todas alentó a vivir la virtud. En 1903 abandonó Tortona, donde llevaba 36 años, y partió a Borgari. Dejó una nota a las novicias: «Me voy contenta, las confío a la Virgen […]. Las seguiré en cada momento del día». En Borgari, su forma de trato, tan estimado por sus novicias, no era compartido por la Superiora provincial, mujer inclinada a la rigidez y a la exigencia desmedida. Pero la beata acogió en silencio y sonriendo las reprimendas y humillaciones que sufrió. Estuvo allí trece años. Alrededor de 500 religiosas habían sido formadas por ella. Murió el 18 de diciembre de 1916. Fue beatificada por Juan Pablo II el 25 de abril de 2004.