ROMA, jueves 29 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el comentario al evangelio del próximo domingo, Primer Domingo de Adviento, de nuestro colaborador el padre Jesús Álvarez, paulino.
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Por Jesús Álvarez, SSP
“Dijo Jesús a sus discípulos:Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y por toda la tierra los pueblos estarán llenos de angustia, aterrados por el estruendo del mar embravecido. La gente se morirá de espanto con sólo pensar en lo que va a caer sobre la humanidad, porque las fuerzas del universo serán sacudidas. Y en ese preciso momento verán al Hijo del Hombre viniendo en la Nube, con gran poder e infinita gloria. Cuando se presenten los primeros signos, enderécense y levanten la cabeza, porque está cerca su liberación. Cuiden de ustedes mismos, no sea que una vida consumista, las borracheras o los afanes de este mundo los vuelvan interiormente torpes y ese día caiga sobre ustedes de improviso, pues se cerrará como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Por eso estén vigilando y orando en todo momento, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y estar de pie ante el Hijo del Hombre.” (Lc. 21, 25-28. 34-36)
Jesús hoy nos anuncia un aterrador cataclismo cósmico, sin fijar fechas. Pero no pretende asustarnos, sino atraer nuestra mirada y nuestro corazón hacia la imagen grandiosa que aparecerá al centro de ese marco catastrófico: Él en persona, que vendrá con poder y gloria para librar a los suyos de la gran tribulación y de la muerte; por eso nos invita a levantar la cabeza, para verlo y acogerlo con júbilo.
Por tanto, nuestra actitud no puede ser el temor y el terror, sino la esperanza y «el amor gozoso a su venida» como único salvador, amigo y glorificador por la resurrección. Jesús quiere que grabemos bien en la memoria su invitación a orar continuamente y a estar preparados, viviendo en real unión afectiva y efectiva con Él.
Jesús nos pide mantenernos en pie a su lado, aunque no lo veamos, compartiendo con gozo su misión liberadora y salvadora en favor del prójimo, construyendo con él la civilización del amor y la cultura de la vida. Además nos apremia a no dejarnos contagiar por el materialismo, el consumismo, la corrupción y los desórdenes de una sociedad que vive de espaldas a Dios y al prójimo, sumergida en la cultura de la muerte.
Adviento significa tiempo de espera gozosa de Alguien que viene. La Iglesia nos invita a considerar las cuatro venidas de Cristo Jesús, que sale a nuestro encuentro en formas y tiempos diferentes.
La primera venida de Jesús sucedió hace más de dos mil años, con su Nacimiento en Belén, que conmemoramos y celebramos cada año en la Navidad. Es la venida primordial, que hace posibles las otras venidas.
La cuarta y última venida de Cristo será su aparición gloriosa al fin de los tiempos, para hacer un mundo nuevo, su reino definitivo de vida y verdad, de justicia y de paz, de libertad y amor, de alegría y felicidad. Venida que presenciaremos de persona.
Entre la primera y la última venidas de Jesús se da la venida intermedia y permanente a nuestra vida y persona durante la existencia terrena, según sus palabras infalibles: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt. 28, 20). Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él (Jn. 6, 36)».
Y al fin de nuestra vida terrena se realizará la venida de Jesús que acudirá para librarnos de las garras de la muerte y llevarnos a su gloria eterna, si hemos vivido unidos a él, compartiendo su misión en favor del hombre. Nos garantiza con promesa infalible: «Me voy a prepararles un lugar. Luego vendré para llevarlos conmigo (Jn. 14, 2-3)».
Esta venida de Jesús será para cada uno la hora del éxito total de su existencia por la resurrección, si hemos acogido a Cristo en sus venidas durante la vida terrena: en el prójimo, en la Eucaristía, en la oración, en la Palabra de Dios, en la creación, en el sufrimiento, en la alegría, en los acontecimientos… Entonces Él nos acogerá en la hora de la muerte para resucitarnos, dándonos un cuerpo glorioso y felicísimo como el suyo.
Su exhortación a orar en todo momento es la condición para ser acogidos y resucitados a través de una muerte triunfal como la suya. Tomémoslo en serio para no quedar excluidos de su gloria.