Por Isabel Orellana Vilches
MADRID, jueves 15 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Los santos que hoy propone Isabel Orellana Vilches son ejemplos que llegan de América. Los santos jesuitas Roque González, Alonso Rodríguez Olmedo y Juan del Castillo dieron la vida por la evangelización en el nuevo mundo.
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El corazón, esa víscera que acostumbramos a señalar metafóricamente cuando aludimos a los buenos sentimientos (y también a los que no lo son), fue el único resto que quedó de lo que fue este gran apóstol después de la dramática muerte que le asestaron sus verdugos. La incorruptibilidad del corazón parece hablarnos del pálpito del verdadero amor que planea siempre por encima de la barbarie humana trayendo aromas de eternidad.
Y hoy, día en el que la Iglesia también conmemora a San Alberto Magno, tenemos en cuenta que en muchos lugares –entre otros, Paraguay, país del que Roque fue oriundo– se venera a este mártir que nació en Asunción en 1576, y fue llamado a derramar su sangre por Cristo. ¿Dónde radica el origen de su vocación? Básicamente en las lecturas de las biografías de santos. Como otros muchos, las páginas que le enseñaban cómo se encadena a Cristo todo aquel que ha quedado seducido por Él, tocaron las fibras más hondas de su ser al punto de decidir convertirse en otro seguidor del Maestro. Emulando a sus héroes se afanaba en hacer de su vida un dechado de virtudes fraguadas en la oración y la penitencia. Así pues, siendo casi un niño tenía claro el horizonte de su acontecer. De hecho, con poco más de 20 años ya era sacerdote.
El tiempo le urgía a libarse por amor a Cristo y aunque le aguardaban importantes misiones, en su punto de mira apostólico estaba la evangelización de los indios. Las riberas del río Paraguay sembradas de haciendas labradas por los indígenas fueron el lugar donde Roque depositaba las semillas de la fe y extendía su devoción a la Virgen María, que le acompañó hasta el fin de sus días. A Mons. Martín Ignacio de Loyola no le pasó desapercibida su labor, designándole párroco de la catedral de Asunción y posteriormente le ofreció ser vicario general de la diócesis. Pero Roque declinó este último nombramiento ya que aceptarlo le hubiera impedido convivir con los indios y proseguir su labor evangelizadora. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1609 y a partir de entonces comenzó una fecunda e incesante trayectoria fundacional que le condujo a vastos territorios de Paraguay, Argentina, Uruguay, Brasil y Bolivia. Viendo la extensión y distancia geográfica existente entre estos países en una época en la que los medios de transporte no reunían las condiciones que hoy tenemos, no es difícil imaginar la impresionante labor apostólica que Roque llevó a cabo y además en poco tiempo yendo por encima de las propias fuerzas confiado plenamente en la gracia divina. Esta época de esplendor misionero en la que apóstoles como él se dejaron literalmente la piel por amor a Cristo clavando la cruz como signo primigenio de cada una de las fundaciones que iban poniendo en marcha (así lo hizo fray Junípero Serra) constituyen el vivo testimonio de la grandeza humana y de lo que el hombre puede hacer como Cristo vaticinó a sus apóstoles: “Cosas mayores haréis” (cf. Mt 21, 21).
En 1628 se hallaba en una zona que hoy corresponde a Brasil, las riberas del rio Ijuhi, donde habían abierto una nueva reducción que pusieron bajo el amparo de la Asunción de María. A continuación fundaron Caaró. Pero el cacique del lugar, Ñezú, seguía hartamente incomodado las acciones apostólicas que Roque y otros religiosos llevaban a cabo entre los indios. Así que el 15 de noviembre de ese año de 1628, mientras el insigne misionero se ocupaba de instalar la campana de la iglesia, unos indios de otras tribus, a instancias del cacique le asesinaron a mazazos (con un hacha de piedra). En pocos segundos acabaron también con la vida del español P. Alonso Rodríguez Olmedo que salió al oír el tumulto. Prendieron fuego a la capilla que al ser de madera quedó reducida a cenizas en un santiamén y entregaron a las llamas los cuerpos de los dos mártires. Entre los restos de la hoguera quedó intacto el corazón de Roque y el hacha homicida. El 17 de noviembre también terminaron con la vida de otro jesuita español, Juan del Castillo. Juan Pablo II los canonizó el 16 de mayo de 1988.