MADRID, lunes 12 noviembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el santo del día elegido por nuestra colaboradora Isabel Orellana Vilches. Esta vez, un joven sacerdote de 28 años que dió la vida por la fe en la persecución religiosa del convulso México de los años veinte del siglo XX.
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Son incontables los jóvenes que no han tenido miedo a la hora de entregar a Cristo lo mejor de sus vidas, que han dado respuesta certera y diligente a su llamamiento, conscientes de que el hecho de haber sido elegidos por Él les hacía acreedores de singular gracia que iba a bastarles para seguirle. Margarito tuvo la fortuna de no enredarse en algo que no fuese agradar a Dios a quien ofreció, como hacía Abel, las primicias: juventud y arrestos para materializar sus altos ideales. Había nacido el 22 de febrero de 1899 en Taxco de Alarcón (México) en el seno de una humilde familia. Sus escasos recursos fueron el fundamental elemento disuasorio tenido en cuenta por sus progenitores que no veían de qué modo podrían ayudarle en su carrera hacia el sacerdocio, vocación que tuvo clara a sus 14 años.
La fe siempre rompe toda barrera porque aquello que para los hombres parece imposible, no lo es para Dios. Fácil habría sido mirar para otro lado, pero no era ese el espíritu de Margarito que amparado en su completa confianza en la divina providencia puso su creatividad en marcha y consiguió por otras vías los medios precisos que le proporcionaron para cumplir su sueño iniciado a sus 15 años. Para costear su estancia en el Seminario desempeñó oficios de barbería y también se ocupaba de encender el alumbrado que en aquella época se componía de quinqués de petróleo, misión ésta última encomendada por sus superiores. Fue ordenado sacerdote en Chilapa en 1924. Después sería, sucesivamente, profesor del Seminario, vicario de la parroquia de Chilpancingo y párroco de Tecalpulco.
Con gran ilusión y espíritu de ofrenda emprendió su labor parroquial encaminada a suscitar en el corazón de las gentes el amor y la confianza en Dios con diversas acciones, entre las que priorizaba la confesión poniendo al alcance de todos esta gracia de la reconciliación. En 1926 la convulsa situación política que tenía en el punto de mira la religión, tocó de lleno a Margarito que fue trasladado a Tecalpulco. Acudió a visitar al sacerdote Pedro Bustos que tenía a su cargo la parroquia de Cacalotenango y cercados por los militares ambos iniciaron una angustiosa huida. Sobrevivieron penosamente durante unos días amparados por la montaña hasta que pudieron tomar cada uno su propio camino. Después de un corto periodo con su familia, pasó por encima de las amenazas que se cernían sobre él y viajó a México. Le guiaba el ánimo de contribuir a pacificar la situación. Ya los federales conocían su paradero; fue apresado y liberado tras la intervención de una influyente familia, pero él sabía que el martirio le aguardaba a la vuelta de la esquina y se preparó para acogerlo.
Enviado a Atenango del Río, los militares lo prendieron de nuevo. Descalzo, despojado de casi todas sus vestiduras, con gran brutalidad le obligaron a caminar durante cinco horas hacia el lugar de su postrer suplicio espoleado por el trote de los caballos, hecho de por sí inhumano, siéndole negado incluso un vaso de agua para calmar la sed provocada por un sol implacable. El 12 de noviembre de 1927, a sus 28 años, fue ejecutado pasando a engrosar las páginas selladas con la sangre de incontables mártires de la fe. Uno de los militares que algo habría visto en los ojos del santo había rogado su perdón, y él se lo concedió antes de exhalar su postrer aliento, añadiendo, además, su bendición. Juan Pablo II lo canonizó el 21 de mayo de 2000.