ROMA, viernes 13 enero 2012 (ZENIT.org).- Este domingo 15 de enero, con motivo de la 98 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, la Iglesia universal se une a todas aquellas personas que por distintos motivos salieron de su país en busca de una mejor calidad de vida. Y lo hace también con quienes tuvieron que huir del peligro de muerte que traía la guerra o la hambruna en sus territorios.
Hay un doble motivo de conmemoración, dado que la Santa Sede fue incorporada en diciembre como miembro de la Organización Internacional para las Migraciones, que a no dudarlo es un reconocimiento a una voz autorizada y comprometida con este creciente problema, el cual debió estar incluido entre los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Volviendo a la Jornada anual –que ya se acerca a su centésima celebración–, esta tiene como finalidad “proyectar la solicitud de la Iglesia sobre las peculiares necesidades de los que se vean obligados a dejar su patria o carezcan totalmente de ella”, según se lee en las competencias que el beato Juan Pablo II le asignó al respectivo dicasterio, a través de la constitución apostólica Pastor Bonus.
¿En qué contexto se celebra, por así decirlo, en Italia? Hay dos hechos que preocupan actualmente a la Iglesia y a un sector del nuevo gobierno Monti, que tiene como ministro de cooperación internacional e integración al fundador de la Comunidad de San Egidio, el laico Andrea Riccardi.
Uno es el relativo a las nuevas tasas que perjudican al migrante, las cuales podrían ser elevadas por encima de sus posibilidades reales, dado que en la mayoría de los casos realizan trabajos manuales y domésticos o estudian. El otro desafío es revertir el actual derecho negado a los niños “no comunitarios” nacidos en suelo italiano (en 2010 fueron 78.000), y que por el sistema de ius sanguinis (derecho por sangre) y no de ius soli (derecho por territorio), se les priva de la nacionalidad hasta que cumplan los 18 años.
Como se ve, siempre aparecen nuevos frentes a los que la Iglesia tendrá que responder oportunamente. Gran mérito tienen en esto Caritas, las congregaciones religiosas y algunas ONG, que dan todo de sí para atenuar las consecuencias de este fenómeno crítico.
Tampoco se debe olvidar a quienes han consumido su vida en estos afanes, como el beato Giovanni B. Scalabrini, quien no solo creó una familia religiosa para atender a los migrantes en el mundo, sino que él mismo visitó a aquellos italianos –que desde fines del siglo XIX–, emigraron por millones a América del Norte y del Sur, huyendo también de la guerra, las epidemias y el hambre.
Para ir más allá, el tema elegido este año por el papa Benedicto XVI fue “Migraciones y Nueva Evangelización”, por lo que ha dirigido un mensaje esclarecedor: “Nuestro tiempo está marcado por intentos de borrar a Dios y la enseñanza de la Iglesia del horizonte de la vida, mientras crece la duda, el escepticismo y la indiferencia, que querrían eliminar incluso toda visibilidad social y simbólica de la fe cristiana”.
Consciente de algunas cifras –que en el caso de Italia acaban de ser reportadas por la oficina Migrantes y Caritas, ambas de la Conferencia Episcopal Italiana–, el santo padre señala que “La Iglesia afronta el desafío de ayudar a los inmigrantes a mantener firme su fe (..), buscando también nuevas estrategias pastorales, así como métodos y lenguajes para una acogida siempre viva de la Palabra de Dios”.
Del número de migrantes que tiene este país (7,5% de la población, o sea 4,5 millones), hay un gran números de católicos que llevan una fe marcada en el alma, como son los polacos, filipinos, ecuatorianos, peruanos y parte de los albaneses y rumanos, solo por nombrar a las comunidades más numerosas de Italia. Todos ellos tienen asistencia ofrecida por algunas diócesis a través de capellanías bilingües, que están a su disposición con diversos servicios pastorales y sociales.
En el caso de los peruanos –que hoy se cuentan cerca de cien mil (los regularizados)–, algunos están en este país por cerca de 30 años y generalmente han obtenido un consejo, un sacramento o una ayuda material en su propio idioma. También están los recién llegados, que podrán seguir el mismo recorrido.
Una idea que se desprende por sí sola del mensaje es: ¿acaso cree el papa que el fruto ya está maduro? ¿Es tiempo de recoger lo que se ha sembrado? ¿El migrante, ya podría dar tanto o más de lo que ha recibido?
El itinerario lo da el mismo Benedicto XVI cuando auspicia que “los propios inmigrantes tienen un valioso papel, puesto que pueden convertirse a su vez en «anunciadores de la Palabra de Dios y testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo» (Verbum Domini, 105)”.
Por lo tanto, y recordando algunas parábolas de Jesús sobre la higuera, quizás sea hora de que los migrantes den los frutos que exige su bautismo, asumiendo un rol de evangelizadores no solo entre sus connacionales (hay un riesgo de gueto en esto), sino dentro de la comunidad parroquial donde viven, ubicada en el distrito que los acoge.
La estrategia de la nueva evangelización ha comenzado por Europa, donde la fe es un supuesto o adolece de una suerte de “cansancio”, como lo repite el papa tantas veces al referirse a la Iglesia del viejo continente.
Entonces por qué no darles un espacio a los migrantes, “gente de esperanza”, a fin de que evangelicen a tantas personas –hoy desilusionadas–, que no obtuvieron el paraíso que la sociedad de consumo les ofrecía cuarenta años atrás.
Por José Antonio Varela Vidal