MADRID, domingo 27 noviembre 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a los lectores la colaboración del profesor Pablo Blanco Sarto, profesor de teología de la Universidad de Navarra, en la que reflexiona sobre el discurso de Benedicto XVI en el Bundestag, el pasado 22 de septiembre, y lo que debería ser en nuestra sociedad una sana “laicidad positiva”.
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Pablo Blanco Sarto
Un papa en el parlamento. Esta ya podría ser una primera pregunta que nos podríamos plantear: ¿qué hace un papa en una institución política? ¿No sería este un gesto poco moderno, más acorde con otras épocas pasadas ya felizmente superadas? Benedicto XVI afirmó que iba allí como sucesor de Pedro y como ciudadano alemán. También el papa puede decir algo interesante en el parlamento más poderoso de Europa.
El Reichtstag es el edificio más emblemático del poder popular en Alemania, reconstruido según el estilo posmoderno tras la unificación alemana. Está situado junto al hermoso e histórico Paseo de los Tilos (Unten den Linden) y no lejos de la Puerta de Brandenburgo, en el corazón del Berlín más deslumbrante. En el Reichstag hallan su sede actualmente las dos cámaras del parlamento federal alemán (Bundesrat, la cámara baja, y el Bundestag, la cámara alta).
Allí iba a tener lugar lo que John L. Allen ha llamado «el mejor discurso de su pontificado». Toda una síntesis del pensamiento del papa sobre la democracia en el Estado liberal. Der Spiegel calificó el discurso de «valiente y brillante», el Bild lo tildó de «pieza maestra». También el Frankfurter Allgemeine Zeitung publicó íntegra la intervención papal y el London Guardian publicó un amplio comentario del discurso.
Tal vez esto podría ser ya una pequeña muestra de que la religión tiene un espacio social y mediático, una cierta visibilidad social. Sin embargo, como se sabe, no todo el mundo estaba de acuerdo con esta intervención. Días antes una campaña había movilizado a decenas de diputados en contra de la presencia del papa en el Bundestag, aunque –como observaba con ironía la misma prensa– antes se había visto a los mismos representantes aplaudir en pie el discurso de Vladimir Putin, mientras su aviación y artillería arrasaban Chechenia…
Sabiduría y corrupción
¿Era oportuno por tanto un discurso del papa hablando sobre la libertad y la democracia? El papa se dirigió a la tribuna de oradores. Después de equivocarse de lugar donde había de pronunciar el discurso, hubo de ser conducido por el presidente del parlamento al lugar previsto. Ejerció pues de profesor despistado… Empezó. «Desde mi responsabilidad internacional –afirmó de un modo bastante aséptico, a mi modo de ver–, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del Estado liberal de derecho».
Iba a los fundamentos, por tanto, y no a las soluciones concretas. Iba al fondo de la cuestión. Ejercía allí casi más de profesor alemán que de papa. Acudiendo al relato del rey Salomón, Benedicto XVI extraía lecciones para los políticos en el antiguo testamento, libro inspirado compartido también por los judíos. Era una llamada a la sabiduría y a la anticorrupción, que nunca viene mal, incluso en su querida Alemania.
La sabiduría de Salomón nos podía hablar sobre el sentido de la política actual. «La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz, decía allí el papa. Naturalmente, un político buscará el éxito [=la mayoría o ganar las elecciones], que de por sí le abre la posibilidad a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia». El éxito electoral o político no puede estar por encima de la justicia y del sentido del derecho. Cuando estos desaparecen, entonces sobrevienen males para todos.
La «dictadura del relativismo»
La democracia ha de tener en el corazón este concepto de la justicia y del derecho. En contra de toda posible dicotomía o separación, el papa pedía una justicia política y una política que se avenga a los dictámenes de la justicia y por tanto de la ética. Si no, sobrevendría el desastre, preconizaba, casi diagnosticaba. Y continuaba citando a san Agustín: «“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una panda de ladrones?”. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera».
Una de las primeras medidas que tomó el nacionalsocialismo fue controlar los órganos judiciales (puso a sus jueces-títeres del régimen), a la vez que suprimía toda referencia moral universal. El nazismo se sirvió así del relativismo para hacerse con el poder y eliminar cualquier posible resistencia.
También en aquella ocasión el olvido de Dios llevaba al final al olvido del hombre. «El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo», sentenció el papa. El ser humano puede construir o destruir: puede construir un jardín o plantar un bosque, pero también puede provocar un desastre, diseñar un desierto, un lugar inhóspito y poco humano. Y lo que es todavía peor: puede autodestruirse. «Se puede manipular a sí mismo, continuaba diciendo el papa. Puede, por decirlo así, producir seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres». Puede en definitiva matar y atentar contra la dignidad de las personas, como demuestran la historia y los periódicos uno y otro día.
Por eso hacen falta la ética, la justicia y la sabiduría. «La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma», recordaba Benedicto XVI.
Esto no era una tesis fundamentalista o neoconservadora –seguía argumentando el papa–, sino un diagnóstico empírico, una verdad comprobada en más de una ocasión. El cristianismo deja hacer al político, mientras no entre en el ámbito de la ética, porque –sin ella– todos perdemos. «Contrariamente a otras grandes religiones –seguía Benedicto XVI–, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación». Tan solo remite a la ética, a la justicia, al derecho.
No existe una concreta orientación o partido cristianos o católicos, recuerda el papa, sino que los cristianos han sido animados a dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Es lo que el papa ha llamado «laicidad positiva», que se opone al «laicismo negativo», que querría sacar a la religión fuera de la esfera pública e meterlo en las sacristías. No se requiere una política confesional para defender los derechos humanos, entre los que se encuentra también la libertad religiosa. Basta con estas instancias comunes. La «laicidad positiva» es una consecuencia directa de los conceptos de libertad y de justicia.
La «laicidad positiva»
Laicidad positiva: no haría falta –en sentido estricto– apelar al nombre de Dios para que la paz, la justicia y la libertad tengan un espacio verdadero y real en la vida social. Esto se puede también lograr, insiste el papa una y otra vez, si tenemos en cuenta las instancias de la verdad y la razón. Pongamos un ejemplo. «Un día después –comentaba un jurista–, con la experiencia de Ratisbona sin duda en la memoria, el papa planteó con suma delicadeza a los representantes musulmanes el reverso su mensaje: la importancia de la laicidad».
El papa alemán había reconocido antes que los musulmanes se han convertido en un «componente» de Alemania, durante un encuentro con representantes del islam. »
La presencia de numerosas familias musulmanas –dijo allí, en un Berlín con amplia representación musulmana– desde los años setenta del siglo pasado se ha convertido en una característica creciente de este país». Habría que recordar que en Alemania residen entre 3,8 y 4,3 millones de personas de confesión musulmana. La realidad actual alemana es multicultural, multikulti, como dicen allí. Verdad y laicidad son dos instancias complementarias. La verdad no necesita del fundamentalismo o del pensamiento único para hacerse valer en la sociedad. Ella misma se impone.
El escritor argentino Jorge Luis Borges definió la democracia como la dictadura del número. Esto es cierto cuando no existe un concepto universal de verdad, de justicia, de libertad. El papa criticaba esta apreciación puramente numérica y cuantitativa de la democracia y del bien social. «Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, continuaba el papa su discurso en el Bundestag, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente». No basta con la superioridad numérica, sino que se requieren criterios que vayan más allá de la mayoría parlamentaria. Hay que oponerse a toda tiranía, también a la numérica.
Volvió entonces a apelar a la historia del país germano. «Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia han actuado contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad». Los que se opusieron a la opresión de la dictadura nazi –cristianos o no– lo hacían apelando a la razón, a la conciencia, a la justicia, a la condición humana, a la dignidad de la persona.
El cristianismo –continuó diciendo– «se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios». Dios es razón, el Logos que ha creado por amor, como recuerda el prólogo del evangelio de san Juan. Por eso cabe apelar a la razón y a la conciencia, a la naturaleza y a la ley natural, que es apelar en última instancia a Dios creador.
Todo esto procede de esa Razón que es amor al mismo tiempo, y que ha creado todas las cosas. Pero también es legítimo apelar a estas instancias intermedias y comunes: la razón, la conciencia, la naturaleza. En ámbito social y político, el papa no remitía de modo directo a la fe, sino que lo hacía sobre todo a la razón. Es una consecuencia de las relaciones abiertas entre la fe y la razón, entre Iglesia y Estado, y del concepto de laicidad positiva, en última instancia. Siendo realidades distintas, no tendrían por qué presentarse distantes. Pueden mirar –desde la diferencia– en la misma dirección.