CIUDAD DEL VATICANO, lunes 17 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los nuevos evangelizadores al recibirlos en audiencia el pasado sábado.
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Señores Cardenales,venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
¡Queridos amigos!
He acogido con alegría la invitación del presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización para estar hoy con vosotros, esta tarde al menos un breve momento y sobre todo mañana en la celebración eucarística. Agradezco a monseñor Fisichella las palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre, y me alegro de ver que sois muy numerosos. Sé que estáis en representación de muchos otros que, como vosotros, se comprometen en la difícil tarea de la nueva evangelización. Saludo a todos los que están siguiendo el evento a través de los medios de comunicación que permiten a muchos nuevos evangelizadores estar conectados al mismo tiempo, aunque estén dispersos por las distintas partes del mundo.
Habéis elegido como lema para vuestra reflexión de hoy la expresión: “La Palabra de Dios crece y se multiplica”. Muchas veces el evangelista Lucas usa esta fórmula en el libro de los Hechos de los Apóstoles; en distintas situaciones, él afirma, de hecho, que “la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba” (cfr Hch 6,7; 12,24). Pero en el tema de esta jornada vosotros habéis modificado el tiempo de los dos verbos para evidenciar un aspecto importante de la fe: la certeza consciente de que la Palabra de Dios está siempre viva, en todos los momentos de la historia, hasta nuestros días, porque la Iglesia la actualiza a través de su fiel transmisión, la celebración de los Sacramentos y el testimonio de los creyentes. Por esto nuestra historia está en continuidad con la de la primera Comunidad Cristiana, vive con el mismo espíritu.
¿Pero qué terreno encuentra la Palabra de Dios? Como entonces, también hoy encuentra cierre y rechazo, modos de pensar y de vivir que están lejos de la búsqueda de Dios y de la verdad. El hombre contemporáneo está, a menudo, confuso y no consigue encontrar respuestas a tantas preguntas que agitan su mente con respecto al sentido de la vida y a las cuestiones que alberga en lo profundo de su corazón. El hombre no puede eludir estas preguntas que afectan al significado de sí mismo y de la realidad, ¡no puede vivir en una sola dimensión! Sin embargo, no por casualidad, es alejado de la búsqueda de los esencial de la vida, mientras que se le propone una felicidad efímera, que lo contenta sólo un instante, pero que deja, enseguida, tristeza e insatisfacción.
Sin embargo, a pesar de esta condición del hombre contemporáneo, podemos todavía afirmar con certeza, como en los comienzos del cristianismo, que la Palabra de Dios continúa creciendo y difundiéndose. ¿Por qué? Querría destacar, al menos, tres motivos. El primero es que la fuerza de la Palabra no depende, en primer lugar, de nuestra acción, de nuestros medios, de nuestro “hacer”, sino de Dios, que esconde su poder bajo los signos de la debilidad, que se hace presente en la brisa ligera de la mañana (cfr 1Re 19,12), que se revela en el leño de la Cruz. ¡Debemos creer siempre en el humilde poder de la Palabra de Dios y dejar que Dios actúe! El segundo motivo es que la semilla de la Palabra, como narra la parábola evangélica del Sembrador, cae también hoy en un terreno bueno que la acoge y produce fruto (cfr Mt 13,3-9). Y los nuevos evangelizadores son parte de este campo que permite al Evangelio crecer en abundancia y transformar la propia vida y la de los demás. En el mundo, aunque el mal hace más ruido, continúa existiendo un terreno bueno. El tercer motivo es que el anuncio del Evangelio ha llegado efectivamente a los confines del mundo e, incluso en medio de la indiferencia, incomprensión y persecución, muchos continúan, aún hoy, con valentía, abriendo el corazón y la mente para acoger la invitación de Cristo a encontrarlo y convertirse en sus discípulos. No hacen ruido, pero son como el grano de mostaza que se convierte en árbol, la levadura que fermenta la masa, el grano de trigo que se destruye para crear la espiga. Todo esto, si por un lado da consuelo y esperanza porque muestra un incesante fermento misionero que anima a la Iglesia, por el otro debe colmar a todos de un renovado sentido de responsabilidad con la Palabra de Dios y la difusión del Evangelio.
El Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, que instituí el pasado año, es un instrumento precioso para identificar las grandes cuestiones que se mueven en los diversos sectores de la sociedad y de la cultura contemporánea. Está llamado a ofrecer una ayuda particular a la Iglesia en su misión y sobre todo en aquellos países de antigua tradición cristiana que parecen ser indiferentes, si no hostiles a la Palabra de Dios. El mundo de hoy necesita personas que anuncien y testimonien que Cristo nos enseña el arte de vivir, el camino de la verdadera felicidad, porque es Él mismo el camino de la vida; personas que miran, antes que nada, fijamente a Jesús, el Hijo de Dios: la palabra del anuncio debe estar inmersa en una relación intensa con Él, en un intensa vida de oración. El mundo de hoy necesita personas que hablen aDios para poder hablar de Dios. Y debemos también recordar que Jesús no ha redimido al mundo con palabras bellas o medios vistosos, sino con el sufrimiento y la muerte. La ley del grano de trigo que muere en la tierra sirve hoy también; no podemos dar vida a los demás, sin dar nuestra vida: “Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”, nos dice el Señor (Mc 8,35). Viéndoos a todos vosotros y conociendo el gran compromiso que cada uno ponéis al servicio de la misión, estoy convencido de que los nuevos evangelizadores se multiplicarán cada vez más para dar vida a una verdadera transformación que el mundo actual necesita. Sólo a través de los hombres y de las mujeres impregnados de la presencia de Dios, la Palabra de Dios continuará su camino en el mundo llevando sus frutos.
Queridos amigos, ser evangelizadores no es un privilegio, sino un compromiso que viene de la fe. A la pregunta que el Señor dirige a los cristianos: “¿A quién mandaré y quién irá por mí?” respondéis con el mismo coraje y la misma confianza que el Profeta: “Heme aquí: envíame” (Is 6,8). Os pido que os dejéis impregnar de la gracia de Dios y que correspondáis dócilmente a la acción del Espíritu del Resucitado. Sed signos de esperanza, capaces de mirar al futuro con la seguridad que proviene del Señor Jesús, que ha vencido a la muerte y nos ha dado vida eterna. Comunicad a todos la alegría de la fe con el entusiasmo que proviene del estar movidos por el Espíritu Santo, porque Él hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21.5), confiando en la promesa hecha por Jesús a la Iglesia: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Al final de esta jornada pidamos también la protección de la Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, mientras que de corazón os acompaño a cada uno de vosotros y vuestro compromiso con la Bendición Apostólica. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]