Discurso de Benedicto XVI en la Basílica de la Anunciación

Con representantes de la Iglesia en Galilea

Share this Entry

NAZARET, jueves, 14 mayo 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció Benedicto XVI en la tarde de este jueves al presidir las vísperas junto a obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos, los movimientos eclesiales y los agentes pastorales de Galilea.

 

* * *

Hermanos obispos,

padre custodio,

¡Queridos hermanos y Hermanas en Cristo!

Para mí es fuente de profunda conmoción estar presente con vosotros en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos aquí reunidos para cantar la oración de las vísperas de la Iglesia, alabando y dando gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros! Agradezco al arzobispo Sayah por las palabras de bienvenida, y a través de él, saludo a todos los miembros de la comunidad maronita aquí en Tierra Santa. Saludo a los sacerdotes, los religiosos, los miembros de los movimientos eclesiales y los operadores pastorales que han venido de toda Galilea. Una vez más alabo el cuidado demostrado por los hermanos de la Custodia, que en el curso de los siglos han cuidado de los lugares santos como éstos. Saludo al patriarca latino emérito, Su Beatitud Michel Sabbah, que por más de veinte años guió el rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles del patriarcado latino y al actual patriarca, Su Beatitud Fouad Twal, así como a los miembros de la comunidad greco-melquita, representada aquí por el arzobispo Elías Chacour. Y en este lugar, donde Jesús mismo creció hasta la madurez y aprendió hebreo, saludo a los cristianos de esa lengua, que son para nosotros un recuerdo de las raíces judías de nuestra fe.

Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una potente intervención en la historia a través de la cual, un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor por nosotros, de su deseo de estar en comunión con nosotros. Aquí el eterno Hijo de Dios se convirtió en hombre, e hizo posible para nosotros, sus hermanos y hermanas, el compartir su filiación divina. Aquel movimiento de rebajamiento de un amor que se vació a sí mismo hizo posible el movimiento inverso de exaltación en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la vida misma de Dios (cf. Filipenses 2,6-11).

El Espíritu que «descendió sobre María» (cf. Lucas 1, 35) es el mismo Espíritu que se aleteó sobre las aguas en los albores de la Creación (cf. Génesis 1,2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creativo. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una permanente nueva relación con nosotros e inaugurando la nueva Creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria gentileza de Dios (Cf. Madre Juliana de Norwich, Revelaciones 77-79). Él no se impone a sí mismo, no predetermina sencillamente la parte que María tendrá en su plan de salvación: él busca ante todo su ascenso. En la creación original obviamente no era cuestión que Dios pidiera el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva Creación él lo pide. María está en el puesto de toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel. San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias a la cual se cumplió la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se había reservado para ese momento, en el que tuvo lugar un diálogo que habría dado inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: «hágase en mí según tu palabra». Y la Palabra de Dios se hizo carne.

Reflexionar sobre este alegre misterio nos da esperanza, la segura esperanza de que Dios continuará conduciendo nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar los objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos desafía a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos hace nuevos, que nos hace una sola cosa con Él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita gentileza, a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestros corazones, haciéndonos capaces de responderle con amor, e salir con amor el uno hacia el otro.

En el Estado de Israel y en los Territorios Palestinos los cristianos son una minoría de la población. Tal vez os parezca que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros hermanos cristianos han emigrado, con la esperanza de contar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra situación nos recuerda la situación de la joven virgen María, que llevó una vida escondida en Nazaret, con pocas cosas del ambiente cotidiano en cuanto a la riqueza y a la influencia mundana. Para citar las palabras de María en su gran himno de alabanza, el Magníficat, Dios ha mirado la humillación de su sierva, ha colmado de bienes a los hambrientos. ¡Saquemos fuerza del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con la entera Iglesia de Todo el mundo! ¡Tened el valor de ser fieles a Cristo y permaneced aquí en la tierra que Él santificó con su presencia! Como María, tenéis un papel que desempeñar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo en el mundo, dando testimonio de Él y difundiendo su mensaje de paz y unidad. Por esto, es esencial que estéis unidos entre vosotros, de modo que la Iglesia en la Tierra Santa pueda ser claramente reconocida como «un signo y un instrumento de comunión con Dios y de unidad con todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Vuestra unidad en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita en vosotros y os hace capaces de ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándoos a construir una genuina reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a Abraham como su padre en la fe. Pues, como María proclamó gozosamente en su Magníficat, Dios «siempre se acuerda de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, a favor de Abraham y de su linaje por los siglos» (Lucas 1, 54-55).

Queridos amigos en Cristo, podéis estar seguros de que continuamente os recuerdo en mi oración, y os pido que hagáis lo mismo por mí. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su sierva, y cantemos sus alabanzas en unión con la Bienaventurada Virgen María, con los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en todo el mundo.

[Traducción del original inglés realizada por Zenit

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }