El discurso que el Papa no pudo leer en la Universidad la «Sapienza»

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 24 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la Universidad la «Sapienza» de Roma, prevista para el 17 de enero y previamente cancelada ante las protestas de profesores y alumnos.

Rector magnífico;

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autoridades políticas y civiles;
ilustres profesores y personal técnico administrativo;
queridos jóvenes estudiantes:

Para mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la comunidad de la «Sapienza, Universidad de Roma» con ocasión de la inauguración del año académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el camino y la vida de la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, después de su fundación impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como sucesivamente, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la sitúa entre las universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración este centro universitario, reconociendo su compromiso, a veces arduo y fatigoso, por la investigación y la formación de las nuevas generaciones. En estos últimos años no han faltado momentos significativos de colaboración y de diálogo. Quiero recordar, en particular, el Encuentro mundial de rectores con ocasión del Jubileo de las Universidades, en el que vuestra comunidad no sólo se encargó de la acogida y la organización, sino sobre todo de la profética y compleja propuesta de elaborar un «nuevo humanismo para el tercer milenio».

En esta circunstancia deseo expresar mi gratitud por la invitación que se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como esta? En mi conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En la universidad «Sapienza», la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es cierto que en otros tiempos la «Sapienza» era la universidad del Papa; pero hoy es una universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas la universidad encuentra su función particular, precisamente también para la sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo.

Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la sucesión del apóstol san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia católica. La palabra «obispo» –episkopos-, que en su significado inmediato se puede traducir por «vigilante», se fundió ya en el Nuevo Testamento con el concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación más elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino correcto y mantener la cohesión de todos sus componentes. En este sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el interior de la comunidad creyente. El Obispo -el Pastor- es el hombre que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su posible degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la Iglesia -sus crisis y sus renovaciones- repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de la razón ética de la humanidad.

Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación -sobre todo una norma moral- demostrarse «razonable»? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón «pública», ve sin embargo en su razón «no pública» al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal -la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas- se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas.

Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética.

Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas observaciones. Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo -por mencionar sólo un texto-, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone la pregunta: «¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra mutua y terribles enemistades y combates…? Eutifrón, ¿debemos decir que todo eso es efectivamente verdadero?» (6 b c). En esta pregunta, aparentemente poco devota -pero que en Sócrates se debía a una religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios verdadera
mente divino-, los cristianos de los primeros siglos se reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad.

Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer, quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es sólo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre «scientia» y «tristitia«: el simple saber -dice- produce tristeza. Y, en efecto, quien sólo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma.

En la teología medieval hubo una discusión a fondo sobre la relación entre teoría y praxis, sobre la correcta relación entre conocer y obrar, una disputa que aquí no podemos desarrollar. De hecho, la universidad medieval, con sus cuatro Facultades, presenta esta correlación. Comencemos por la Facultad que, según la concepción de entonces, era la cuarta: la de medicina. Aunque era considerada más como «arte» que como ciencia, sin embargo, su inserción en el cosmos de la universitas significaba claramente que se la situaba en el ámbito de la racionalidad, que el arte de curar estaba bajo la guía de la razón, liberándola del ámbito de la magia. Curar es una tarea que requiere cada vez más simplemente la razón, pero precisamente por eso necesita la conexión entre saber y poder, necesita pertenecer a la esfera de la ratio. En la Facultad de derecho se plantea inevitablemente la cuestión de la relación entre praxis y teoría, entre conocimiento y obrar. Se trata de dar su justa forma a la libertad humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca: el derecho es el presupuesto de la libertad, no su antagonista. Pero aquí surge inmediatamente la pregunta: ¿Cómo se establecen los criterios de justicia que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y sirven al hombre para ser bueno? En este punto, se impone un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a esta «forma razonable», afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un «proceso de argumentación sensible a la verdad» (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren). Está bien dicho, pero es muy difícil transformarlo en una praxis política. Como sabemos, los representantes de ese «proceso de argumentación» público son principalmente los partidos en cuanto responsables de la formación de la voluntad política. De hecho, sin duda buscarán sobre todo la consecución de mayorías y así se ocuparán casi inevitablemente de los intereses que prometen satisfacer. Ahora bien, esos intereses a menudo son particulares y no están verdaderamente al servicio del conjunto. La sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses. Yo considero significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento necesario en el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el concepto de verdad en el debate filosófico y en el político.

Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la «razón pública», como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia. Así volvemos a la estructura de la universidad medieval. Juntamente con la Facultad de derecho estaban las Facultades de filosofía y de teología, a las que se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el sentido permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta particular.

De este modo, la teología y la filosofía forman una peculiar pareja de gemelos, en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de la otra y, sin embargo, cada una debe conservar su propia tarea y su propia identidad. Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino -ante la diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico- el haber puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus propias fuerzas. Los Padres, diferenciándose de las filosofías neoplatónicas, en las que la religión y la filosofía estaban unidas de manera inseparable, habían presentado la fe cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que esta fe corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe es el «sí» a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se habían convertido en mera costumbre. Pero luego, en el momento del nacimiento de la universidad, en Occidente ya no existían esas religiones, sino sólo el cristianismo; por eso, era necesario subrayar de modo nuevo la responsabilidad propia de la razón, que no queda absorbida por la fe. A santo Tom
ás le tocó vivir en un momento privilegiado: por primera vez, los escritos filosóficos de Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes las filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones específicas de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo diálogo con la razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo que luchar por su propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como «Facultad de los artistas» -así se llamaba-, hasta aquel momento había sido sólo propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en una verdadera Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la fe reflejada en ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante confrontación que se derivó de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre sí «sin confusión y sin separación». «Sin confusión» quiere decir que cada una de las dos debe conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el «sin confusión» está también el «sin separación»: la filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales, eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una «comprehensive religious doctrine» en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses.

Bien; hasta ahora he hablado sólo de la universidad medieval, pero tratando de aclarar la naturaleza permanente de la universidad y de su tarea. En los tiempos modernos se han abierto nuevas dimensiones del saber, que en la universidad se valoran sobre todo en dos grandes ámbitos: ante todo, en el de las ciencias naturales, que se han desarrollado sobre la base de la conexión entre experimentación y presupuesta racionalidad de la materia; en segundo lugar, en el de las ciencias históricas y humanísticas, en las que el hombre, escrutando el espejo de su historia y aclarando las dimensiones de su naturaleza, trata de comprenderse mejor a sí mismo. En este desarrollo no sólo se ha abierto a la humanidad una cantidad inmensa de saber y de poder; también han crecido el conocimiento y el reconocimiento de los derechos y de la dignidad del hombre, y de esto no podemos por menos de estar agradecidos. Pero nunca puede decirse que el camino del hombre se haya completado del todo y que el peligro de caer en la inhumanidad haya quedado totalmente descartado, como vemos en el panorama de la historia actual. Hoy, el peligro del mundo occidental -por hablar sólo de éste- es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad: existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida. Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se fragmenta.

Con esto vuelvo al punto de partida. ¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad. Más allá de su ministerio de Pastor en la Iglesia, y de acuerdo con la naturaleza intrínseca de este ministerio pastoral, tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro.

Vaticano, 17 de enero de 2008

BENEDICTO XVI

[Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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