LONDRES, 11 mayo 2002 (ZENIT.org).- Las últimas decisiones legales sobre enfermos terminales dejan clara la necesidad de identificar bien los factores relacionados con cada situación.
En el caso de Diane Pretty, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictaminó el 29 de abril, de forma unánime, que la decisión del tribunal británico de no permitir al marido ayudar a morir a su mujer no violaba la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
El mismo día se supo que una mujer en Escocia, conocida solamente como Miss B, había muerto, con la aprobación de un tribunal, tras interrumpirse su soporte médico. En ambos casos, los obispos católicos apoyaron las decisiones legales. Porque no hay contradicción en estos casos, como demuestra el examen detallado de cada uno.
La BBC explicó que los siete miembros del Tribunal Europeo de Derechos Humanos expresaron su simpatía a la señora Pretty, pero añadieron que “no se puede derivar [de su situación] un derecho a morir, ya sea a manos de una tercera persona o con la asistencia de la autoridad pública”.
Los médicos y los grupos anti-eutanasia, así como la Iglesia católica, apoyaron la decisión. El Dr. Michael Wilks, de la Asociación Médica Británica, afirmó: “El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tomado la decisión correcta”.
Pero la señora Pretty, que se encuentra en fase avanzada de una enfermedad motora de las neuronas y está paralizada de cuello para abajo, comentó: “La ley me ha quitado todos mis derechos”.
Algunos grupos de activistas también criticaron la decisión. Como reacción ante la sentencia, la Sociedad para la Eutanasia Voluntaria y la organización de derechos civiles Liberty afirmaron que el director británico para el Procesamiento Público debe proponer un documento, que evite a los individuos que puedan ayudar a otros a morir el miedo al procesamiento.
Como explicaba el Times del 20 de marzo, el parlamento británico ha suprimido la ley contra el suicidio pero, debido a sus incapacidades, la señora Pretty necesitaría ayuda para poner fin a su vida. Las leyes británicas consideran el suicidio asistido como un crimen, con un pena de más de 14 años de prisión.
El derecho a rechazar un tratamiento
La situación de Miss B es bastante diferente. Mientras Diane Pretty buscaba una intervención activa que causase directamente su muerte, Miss B pidió que se pusiera fin a su tratamiento (el respirador que la mantenía en vida).
Cinco semanas antes de la muerte de Miss B, Dame Elizabeth Butler-Sloss, presidente de la División para la Familia de la Corte Suprema, dictaminó que Miss B tenía la “capacidad mental necesaria para dar su consentimiento o rehusar el tratamiento médico que la mantenía con vida”, hacía notar el Times del 30 de abril.
En consecuencia, su equipo de apoyo vital fue apagado. Miss B, una antigua asistente social, se encontraba paralizada, desde hacía un año, por la ruptura de un vaso sanguíneo de su cuello.
Cuando tuvo lugar la decisión del tribunal sobre Miss B, el arzobispo católico de Cardiff, Peter Smith, observó: “El derecho de un paciente a rechazar tal tratamiento ha sido reconocido desde hace mucho tiempo como legal y moralmente aceptable. Es importante dejar claro, sin embargo, que este caso no tiene relación con cuestiones sobre eutanasia o suicidio asistido ni sienta precedentes al respecto”.
El Arzobispo Mario Conti de Glasgow dio su consentimiento. “La petición en este caso no es para un suicidio asistido”, observaba. “Se trata más bien de poner fin a un tratamiento médico que se ha hecho difícil de soportar para el paciente”.
Añadía: “La Iglesia católica ha mantenido siempre el derecho a poner fin a un tratamiento médico que es duro, peligroso, extraordinario o desproporcionado para el resultado previsto… En tales casos, el paciente no está queriendo su propia muerte, sino que simplemente acepta la realidad de su condición”.
No existe “el derecho a morir”
Al comentar más tarde el caso de la señora Pretty, el arzobispo Smith declaraba: “El derecho a vivir no puede interpretarse, sin una distorsión del lenguaje, como un derecho que confiere el derecho diametralmente opuesto, es decir, el derecho a morir. Ni puede crear un derecho a la autodeterminación en el sentido de conferir a un individuo el derecho a elegir la muerte a la vida”.
El arzobispo Smith hizo un comunicado por escrito en referencia al caso, y subrayaba algunos principios morales que debía tener en cuenta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
La vida es un don de Dios “que debe ser reverenciado y cuidado con cariño”, escribía. “Llevar a cabo actos dirigidos a la extinción de la persona que sufre, sea uno mismo u otro, es una falsa misericordia”. El suicidio y la eutanasia son contrarios “tanto al amor a Dios como al amor a uno mismo”, continuaba el arzobispo.
El comunicado matizaba que el sufrimiento puede disminuir mucho la responsabilidad de los individuos, y subrayaba la necesidad de compasión y de un adecuado cuidado paliativo. Sin embargo, el arzobispo ponía en guardia contra el falso argumento de que la vida no es digna de vivirse o que “carece de toda dignidad”.
“Tales ideas, y las elecciones y actos que se basan en ellas –aunque se comprenda que se encuentran inmersos en la realidad del sufrimiento, la discapacidad, y la muerte y aunque dignos de compasión- son todos incompatibles con la igualdad en dignidad de cada persona humana”, indicaba el arzobispo Smith.
El comunicado recoge algunos estudios que señalan los peligros de permitir el suicidio asistido. Entre ellos está un estudio de 1994 del Destacamento para la Vida y la Ley del Estado de Nueva York: “Cuando se busca la Muerte: Suicidio Asistido y Eutanasia en el Contexto Médico”.
El informe observa que quienes procuran el suicidio sufren a menudo depresión u otros desórdenes. Por otra parte, ante la enfermedad terminal, el dolor incontrolado puede contribuir a la depresión. El arzobispo Smith llamaba la atención sobre la conclusión del informe. Legalizar cualquier forma de suicidio asistido o eutanasia “sería un error y un desastre de proporciones históricas, con consecuencias catastróficas para el que es vulnerable y un corrupción intolerable de la profesión médica”.
El comunicado también señalaba que, “según las evidencias existentes, una vez que la ley permita alguna forma ‘limitada’ de eutanasia o suicidio asistido… resultará virtualmente imposible confinar su práctica dentro de los necesarios límites de la protección del vulnerable”.
La experiencia holandesa ha hecho real este miedo, indicaba el arzobispo Smith. Un estudio sobre las muertes realizado por la propia Holanda en 1990 muestra que, con más de 2.300 casos de eutanasia y 400 de suicidio asistido, se dieron más de 1000 casos de eutanasia sin una petición explícita. Además se verificaron 4.941 casos de administración de sobredosis letales de morfina sin el consentimiento explícito del paciente.
En su discurso del 23 de marzo a la Organización Mundial de Gastroenterología, el Papa Juan Pablo II invitaba a los médicos a que mostraran respeto por los débiles, especialmente por aquellos que sufren a causa de enfermedades terminales. También advertía contra el considerar la salud como un equilibrio meramente psico-físico. “Tal visión de la salud desatiende las dimensiones espirituales de la persona humana y terminaría dañando su verdadero bien”, observaba el Papa.
Los médicos deben intentar proporcionar a las personas un tratamiento adecuado, sin olvidar los valores espirituales y los límites de la medicina, afirmaba. En cuanto a las medidas tomadas para prolongar la vida de un paciente, Juan Pablo II indicaba que “un
tratamiento exasperante y excesivamente celoso, incluso llevado a cabo con las mejores intenciones, podría llegar a mostrar, no tanto su utilidad, sino una falta de respeto a la persona enferma que está ya en una situación terminal”.
En otras palabras, el respeto a la vida como don de Dios no significa imponer sufrimientos inútiles al enfermo y al moribundo.