¿Se puede educar todavía?

Entrevista con el teólogo Giuseppe Angelini

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MILAN, 26 abril 2002 (ZENIT.orgAvvenire).-¿Se puede educar todavía? No es una pregunta retórica sino que surge de la dificultad que hoy encuentran muchos padres en transmitir lo que han recibido de sus padres.

«Educar se debe, pero ¿se puede?» es el título del último libro en italiano del teólogo Giuseppe Angelini en el que reflexiona sobre cómo hoy en Occidente cuesta más que nunca educar. El autor explica su postura sobre el tema.

–Usted alude a una carencia de referencia al mundo externo en la educación de los hijos. Da la impresión de que hoy día se tiene hijos para satisfacer las propias necesidades afectivas y no tanto para lanzar a los hijos a una historia colectiva. ¿Se podría decir que Occidente vive una emergencia en la transmisión generacional?

–Giuseppe Angelini: Hay una emergencia tanto en lo que se refiere a la relación entre generaciones como a la decisión misma de tener hijos. El declive impresionante de la natalidad, en algunos países como Italia o España, es un signo evidente. Convertirse en padres comporta la necesidad de dar razón ante los hijos del sentido de la vida. Comporta, por tanto, que se afirme esa esperanza en virtud de la cual la vida es una ventaja. De esta esperanza, sin embargo, no se puede dar razón sin referirse al gran mundo, a toda la sociedad, a la tradición común. Hoy se hace cada vez menos referencia al mundo. Las motivaciones ligadas a la espontaneidad afectiva amenazan con convertirse en las únicas y hacer de la familia afectiva una especie de prisión para el hijo de la que le es difícil salir.

–Algunos sociólogos hablan de «familia maternal» en la que la figura materna es preponderante. ¿Está de acuerdo?

–Giuseppe Angelini: Se habla de familia maternal porque la presencia paterna, aunque intensificada, recalca las formas maternas. El padre hoy cuida al pequeño, o juega con él. Huye, en cambio, de la tarea de intérprete de la «ley». Por reflejo, toda la sociedad asume un perfil «maternal». Al mismo tiempo, se habla de familia «afectiva», en el sentido de que es una familia especializada en la función de dar seguridad al hijo y también al adulto; mientras que declina la obligación de representar simbólicamente el orden universal. La casa de hoy aparece sobre todo como lugar de «aislamiento», en el que refugiarse de un mundo frío y extraño.

–¿Cómo nace la gran crisis del padre a la que asistimos?

–Giuseppe Angelini: La ha alimentado antes que nada el pensamiento moderno, con el ideal de la Ilustración de la autonomía, que propone la emancipación del padre y de la tradición toda como objetivo de una sociedad libre y tolerante. En segundo lugar, y en modo incluso más decisivo, la crisis ha sido alimentada por las transformaciones de las costumbres inducidas por la secularización, por el primado del mercado y, por tanto, por el distanciamiento de la cultura pública de la conciencia personal. La tarea paterna, de ser intérprete del orden moral universal de las relaciones humanas, se hace así extraordinariamente ardua.

–El adolescente hoy no desea hacerse adulto, afirma usted. ¿Por qué?

–Giuseppe Angelini: Porque le falta una imagen de la vida adulta, con la que se pueda identificar. A la falta de testimonio de los padres, se añade un imaginario público, transmitido por los medios, que propone la idealización de la figura del adolescente. Hay un fuerte rasgo adolescente en la actual cultura de la «autorrealización». Las formas de vida recomendadas están obsesivamente concentradas en el objetivo de la gratificación subjetiva. Prisionero de un insuperable narcisismo, el hombre moderno vive en una constante provisionalidad, siempre en espera de confirmaciones, e incapaz en cambio de entrega incondicional. Con esta filosofía de vida como fondo no sorprende que hacerse mayor asuste al adolescente.

–¿Se puede educar? Se pregunta el título de su libro. ¿Qué responde?

–Giuseppe Angelini: Se puede educar, empezando por una conversión de los lugares comunes del pensamiento educativo actuales. Contra la idea de educación como simple «animación» de un proceso espontáneo, hay que comprender que la educación es posible sólo partiendo de una afirmación de esperanza, acompañada de la propuesta de una ley. En este sentido, es indispensable eliminar la censura que hoy se ha puesto al concepto de «autoridad». Los padres ejercen una autoridad sobre los hijos: es necesario que lo sepan y lo quieran. Hace falta reconocer que educar pone en juego la vida personal del progenitor: el hijo pide cuentas a los adultos de su misma vida. Contra la exaltación del bienestar, hay que afirmar que el valor supremo de la vida es el bien moral.

Creo que muchos padres tienen necesidad de que alguien venga en su ayuda para que estos sentimientos, que en el fondo comparten, puedan traducirse en palabra valiente. Las responsabilidades de la Iglesia en este sentido me parecen muy grandes.

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ZENIT Staff

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