ROMA, 10 junio 2002 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje de Juan Pablo II a la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, convocada bajo la égida de la FAO, la agencia de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, leído en su inauguración en Roma por el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado vaticano.
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Señor presidente de la República Italiana,
e ilustres jefes de Estado y de Gobierno,
señor secretario general de la ONU,
y señor director general de la FAO,
señoras y señores:
Me siento feliz de poder presentar mi deferente y cordial saludo a cada uno de vosotros, representantes de casi todos los países del mundo, reunidos en Roma después de algo más de cinco años de la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996.
Al no poder estar entre vosotros en esta solemne circunstancia, he pedido al cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, que os exprese toda mi estima y mi consideración por el arduo trabajo que tenéis que realizar para asegurar a todos el pan cotidiano.
Quisiera dirigir un saludo particular al presidente de la República Italiana y a todos los jefes de Estado y de Gobierno reunidos en Roma con motivo de esta Cumbre. Durante mis viajes pastorales en los diferentes países del mundo, así como en los encuentros en el Vaticano, he tenido la posibilidad de conoceros personalmente a muchos de vosotros: a todos os dirijo mis mejores deseos para vosotros y para los países que representáis.
Extiendo, además, este saludo al secretario general de las Naciones Unidas, así como al director general de la FAO, y a los responsables de los demás organismos internacionales presentes en esta reunión. La Santa Sede espera mucho de vuestra acción a favor del progreso material y espiritual de la humanidad.
A la actual Cumbre Mundial sobre la Alimentación le deseo que pueda alcanzar el éxito auspiciado: lo esperan millones de hombres y mujeres de todo el mundo.
La precedente Cumbre de 1996 había atestiguado que el hambre y la malnutrición no son sólo fenómenos naturales o estructurales de determinadas áreas geográficas, sino que son más bien resultado de una condición más compleja de subdesarrollo, causada por la inercia o el egoísmo de los hombres. Si no se han alcanzado los objetivos de la Cumbre de 1996 hay que atribuirlo también a la falta de una cultura de la solidaridad y a relaciones internacionales caracterizadas en ocasiones por un pragmatismo carente de fundamento ético-moral. Además, son preocupantes algunas estadísticas, según las cuales, en estos últimos años, las ayudas a los países pobres parecen haber disminuido, en vez de aumentar.
Hoy más que nunca se impone la urgencia de que, en las relaciones internacionales, la solidaridad se convierta en el criterio inspirador de toda forma de cooperación, conscientes del destino universal de los bienes que nos ha confiado Dios creador.
Ciertamente, mucho se espera de los técnicos, que tendrán que decir cuándo y cómo es posible aumentar los recursos de la agricultura, cómo distribuir mejor los productos, cómo predisponer los diferentes programas de seguridad alimentaria, cómo pensar en nuevas tecnologías para aumentar las cosechas y extender los criaderos de ganado.
En el Preámbulo de la «Constitución de la FAO» se proclamaba ya el compromiso de cada país para aumentar el propio nivel de alimentación, para mejorar las condiciones de la actividad agrícola y de las poblaciones rurales, de modo que crezca la producción y se promueva una mejor distribución de los alimentos en todo el planeta.
Estos objetivos comportan, sin embargo, un continuo replanteamiento de la relación entre el derecho a ser liberado de la pobreza y el deber de toda la familia humana a salir concretamente en ayuda a cuantos se encuentran en situaciones de necesidad.
Por mi parte, me llena de satisfacción el que esta Cumbre Mundial de la Alimentación solicite nuevamente a los diferentes miembros de la comunidad internacional, Gobiernos e Instituciones intergubernamentales, el compromiso para garantizar el derecho a la alimentación, cuando el Estado en cuestión no es capaz de facilitarla a causa del propio subdesarrollo y de las propias condiciones de pobreza. Este compromiso resulta más necesario y legítimo todavía por el hecho de que la pobreza y el hambre corren el riesgo de comprometer en sus raíces la armoniosa convivencia de pueblos y naciones y constituyen una amenaza concreta a la paz y a la seguridad internacional.
En esta perspectiva se enmarca la actual Cumbre Mundial sobre la Alimentación, que confirma el concepto de seguridad alimentaria y propone un esfuerzo de solidaridad capaz de reducir a la mitad, antes del año 2015, el número de las personas mal alimentadas y privadas de lo necesario para vivir. Es un desafío enorme en el que la Iglesia se encuentra comprometida en primera línea.
Por este motivo, la Iglesia católica, dispuesta desde siempre a promover los derechos humanos y el desarrollo integral de los pueblos, continuará sosteniendo a quienes trabajan para que se asegure a todos la comida cotidiana. Está cercana por íntima vocación a los pobres de la tierra y pide el compromiso concreto de todos para que se resuelva cuanto antes este problema, uno de los más
graves de la humanidad.
Que Dios omnipotente, rico en misericordia, descienda su bendición sobre vuestra personas, sobre vuestras sesiones de trabajo bajo la égida de la FAO, y sobre cuantos se comprometen a favor del auténtico progreso de la familia humana.
En el Vaticano, 10 de junio de 2002
IOANNES PAULUS II
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]