CIUDAD DEL VATICANO, 3 octubre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a petición de nuestros lectores el discurso que pronuncio Juan Pablo II ante el cuarto grupo de obispos de Brasil que realizó la visita «ad limina apostolorum Petri et Pauli».
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Queridos hermanos en el episcopado:
1. Es para mí motivo de alegría recibiros hoy, arzobispos y obispos de las provincias eclesiásticas de las regiones Oeste 1 y 2, correspondientes respectivamente al Mato Grosso del sur y al Mato Grosso, que habéis venido a Roma para renovar vuestra fe ante las tumbas de los Apóstoles. Esta es la primera vez que la diócesis de Juína y la prelatura de Paranatinga, erigidas en el último quinquenio, realizan la visita ad limina, con la que todos los obispos reafirman su vínculo de comunión con el Sucesor de Pedro.
Agradezco de corazón a monseñor Bonifácio Piccinini, arzobispo de Cuiabá, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos; y a cada uno de vosotros, la oportunidad que me habéis proporcionado, en las audiencias particulares, de conocer los sentimientos de las comunidades a las que servís como pastores, participando así en el anhelo de que vuestra grey crezca «en todo en aquel que es la Cabeza, Cristo» (Ef 4, 15).
Con el fin de impulsar vuestra solicitud pastoral, deseo compartir ahora con vosotros algunas reflexiones, sugeridas por la situación concreta en la que ejercéis el ministerio de dar a conocer y «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4, 3).
Una fuerte experiencia de comunión
2. La visita ad limina de los sucesivos y numerosos grupos de pastores que forman el Episcopado de Brasil marca el camino y constituye una fuerte experiencia de comunión, afectiva y efectiva, a través de muchos y enriquecedores diálogos, como he querido subrayar en el precedente encuentro con el grupo de la Amazonia. Constato con satisfacción el esfuerzo que estáis realizando, tanto de manera conjunta como en las diversas diócesis, para forjar una comunidad eclesial llena de vitalidad y evangelizadora, que viva una profunda experiencia cristiana alimentada por la palabra de Dios, por la oración y por los sacramentos, coherente con los valores evangélicos en su existencia personal, familiar y social.
En el marco de la vasta y exigente responsabilidad que tenéis, quiero reflexionar hoy particularmente sobre la colaboración de los fieles laicos en la vida diocesana, y sobre todo en el ministerio sagrado de los sacerdotes.
No es una novedad el hecho de que vuestro país cuenta con el mayor número de bautizados en la Iglesia católica de todo el mundo. En la línea del concilio Vaticano II, del Sínodo de los obispos de 1987 y de la exhortación apostólica Christifideles laici, que es su fruto, se ha puesto de relieve la identidad de los laicos, fundada en la «radical novedad cristiana que deriva del bautismo» (n. 10). La llamada hecha a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo a participar activamente en la edificación del pueblo de Dios, resuena continuamente en los documentos del Magisterio (cf. Lumen gentium, 3; Apostolicam actuositatem, 24).
Diversidad de funciones entre sacerdotes y seglares
3. En 1997 se volvió a poner énfasis en este principio, en el que se reafirmó la identidad propia, en la dignidad común y en la diversidad de funciones, de los fieles laicos, de los ministros sagrados y de los consagrados (cf. Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes. Premisa). Es importante reflexionar en esta participación, para realizarla de la manera más oportuna, especialmente en las comunidades que constituyen normalmente la vida de las diócesis y en torno a las cuales sus miembros colaboran activamente.
La Iglesia nace «por una decisión totalmente libre y misteriosa de la sabiduría y bondad del Padre» (Lumen gentium, 2) de salvar a todos los hombres a través de su Hijo y en el Espíritu Santo. «De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata»: así describe a la Iglesia el obispo mártir san Cipriano (De Orat. dom. 23: PL 4, 553). Cristo, al fundar su Iglesia, lo hace no como una simple institución que se autosustentaría jurídicamente y en la que se insertarían los hombres para alcanzar la salvación. La Iglesia es mucho más que eso. El Padre ha llamado a hombres y mujeres para que constituyan un pueblo de hijos en el Hijo, en Cristo, mediante la carne inmolada de su Hijo hecho hombre; en otras palabras, para que sean el cuerpo de Cristo.
El Concilio se abrió a una visión positiva de la índole peculiar de los fieles laicos, que tienen como fin específico «buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (Lumen gentium, 31). Los que viven en el mundo, y en él encuentran los medios de santificación, procuran transformar las realidades humanas para fomentar el bien común familiar, social y político, pero sobre todo para elevarlas a Dios, glorificando al Creador y viviendo cristianamente entre sus semejantes.
Algunos de los señores obispos aquí presentes recordarán que, con ocasión de mi encuentro con el laicado católico en Campo Grande, en 1991, quise recordar las «diferentes formas de participación orgánica de los laicos en la única misión de la Iglesia-comunión» (Discurso del 17 de octubre de 1991, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de noviembre de 1991, p. 8), precisamente en la situación, en el lugar que Dios dispuso que ocuparan en el mundo.
La Iglesia tiene como finalidad continuar en el mundo la misión salvífica de Cristo. A lo largo de la historia, se esfuerza por realizar este mandato con la luz del Espíritu Santo, mediante la acción de sus miembros, en los límites de la función propia que cada uno ejerce dentro del Cuerpo místico de Cristo.
Evitar abusos
4. Entre los objetivos de la reforma litúrgica, establecida por el concilio Vaticano II, estaba la necesidad de llevar «a todos los fieles a la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma y a la que tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (
1 P 2, 9)» (Sacrosanctum Concilium, 14).
Pero en la práctica, en los años posteriores al Concilio, para cumplir este deseo se extendió arbitrariamente «la confusión de las funciones, especialmente por lo que se refiere al ministerio sacerdotal y a la función de los seglares: recitación indiscriminada y común de la plegaria eucarística, homilías pronunciadas por seglares, seglares que distribuyen la comunión mientras los sacerdotes se eximen» (Instrucción Inestimabile donum, 3 de abril de 1980, Introducción: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de junio de 1980, p. 17).
Esos graves abusos prácticos han tenido con frecuencia su origen en errores doctrinales, sobre todo por lo que respecta a la naturaleza de la liturgia, del sacerdocio común de los cristianos, de la vocación y de la misión de los laicos, en lo referente al ministerio ordenado de los sacerdotes.
Venerados hermanos en el episcopado, como sabéis, el Concilio consideró la liturgia «como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum Concilium, 7).
La redención es realizada totalmente por Cristo. Mientras tanto, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, nuestro Salvador asocia siempre a sí a su Esposa amadísima, la Iglesia (cf. ib.). A través de la liturgia, el Señor «conti
núa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1069).
La liturgia es acción de todo el Cuerpo místico de Cristo, Cabeza y miembros (cf. ib., n. 1071). Es acción de todos los fieles, porque todos participan en el sacerdocio de Cristo (cf. ib., nn. 1141 y 1273). Pero no todos tienen la misma función, porque no todos participan del mismo modo en el sacerdocio de Cristo. «Por el bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama «sacerdocio común de los fieles». A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio conferido por el sacramento del orden» (ib., n. 1591), o sea, el «sacerdocio ministerial». «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no sólo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» (Lumen gentium, 10).
Colaboración de los laicos
5. Prescindir de esta diferencia esencial, y de la ordenación mutua entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles, ha tenido repercusiones inmediatas en las celebraciones litúrgicas, acciones de la Iglesia estructurada orgánicamente.
He querido recordar esas declaraciones del magisterio de la Iglesia con la certeza de que, aun conociéndolas, volváis a exponerlas con sencillez, para que los laicos eviten realizar en la liturgia las funciones que son de competencia exclusiva del sacerdocio ministerial, puesto que sólo este actúa específicamente in persona Christi capitis.
Ya me he referido a la confusión y, a veces, a la equiparación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, a la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, a la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», a la tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos, etc., señalando la necesidad de que «los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional» (Christifideles laici, 23).
Deseo recordar aquí que los fieles no ordenados pueden ejercer ciertas tareas o funciones de colaboración en el servicio pastoral, cuando sean expresamente habilitados para ello por sus respectivos pastores sagrados y de acuerdo con las prescripciones del derecho (cf. Código de derecho canónico, c. 228, 1). Igualmente, en el consejo presbiteral, no gozan del derecho a voz activa ni pasiva los diáconos y los demás fieles no ordenados, así como los presbíteros que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio (cf. Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes, art. 5, 1).
Por último, recuerdo también que los miembros del consejo pastoral diocesano o parroquial gozan exclusivamente de voto consultivo, el cual, por tanto, no puede convertirse en deliberativo (ib., 2). El obispo oirá a los fieles, clérigos y laicos, para formarse una opinión, aunque estos no pueden formular el juicio definitivo de la Iglesia, que corresponde al obispo discernir y pronunciar, no por mera cuestión de conciencia, sino como maestro de la fe (cf. Código de derecho canónico, cc. 212 y 512, 2). De este modo, se evitará que el consejo pastoral pueda entenderse de modo impositivo como órgano representativo o portavoz de los fieles de la diócesis.
El diaconado permanente
6. En un contexto más amplio, pero sin querer apartarme de estas consideraciones que os acabo de hacer, deseo referirme también al tema de la restauración del diaconado permanente para los hombres casados, que ha constituido un importante enriquecimiento para la misión de la Iglesia después del Concilio.
De hecho, el Catecismo de la Iglesia católica considera su conveniencia «ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas» (n. 1571). La colaboración que el diácono permanente brinda a la Iglesia, de modo especial donde hay escasez de presbíteros es, sin duda, de gran beneficio en la vida eclesial. Existe en Brasil la Comisión nacional de diáconos, que tiene la función de velar para que la índole de su servicio actúe, bajo la autoridad de los obispos, donde se requiera para el bien del pueblo fiel. Ciertamente, el servicio del diácono permanente se limita, y lo estará siempre, a las prescripciones del derecho, puesto que corresponde a los presbíteros ejercer la plena potestad ministerial; de esta forma se evita el peligro de ambigüedad, que puede confundir a los fieles, sobre todo en las celebraciones litúrgicas.
Por tanto, los pastores deben sentir la necesidad de promover la pastoral vocacional de los jóvenes que, por amor a Dios y a su Iglesia, quieren entregarse a la causa de Dios en el celibato apostólico real y definitivo, con rectitud moral y auténtica libertad espiritual. La propuesta del celibato sacerdotal por parte de la Iglesia es clara en sus exigencias: abraza la continencia perfecta por el reino de los cielos.
Vivir con alegría la fe en Cristo
7. Al terminar este encuentro, os ruego encarecidamente que seáis portadores de mi recuerdo cordial a vuestros diocesanos de Mato Grosso. Tengo presentes especialmente a los jóvenes al inicio de su camino eclesial. Participad en la experiencia de las comunidades diocesanas más antiguas y estimulaos a vivir con alegría la fe en Cristo, nuestro Salvador.
Confío vuestros propósitos y proyectos pastorales a la protección materna de la Virgen María, a la que con tanto fervor se invoca siempre en Brasil como Nuestra Señora Aparecida. Aprovecho también la ocasión para saludar, por medio de vosotros, a los presbíteros y a todos los ministros de la Iglesia, a los diáconos permanentes, a las comunidades de consagrados, a las parroquias, a las asociaciones cristianas, a las familias, a los ancianos y a los que sufren todo tipo de dolores físicos o morales; recuerdo también con alegría a los jóvenes y a los niños, objeto de mis mayores esperanzas. Por último, llevad a todos los queridos diocesanos de Mato Grosso y de Mato Grosso del sur la seguridad de mi afecto y mi aliento a vivir su vocación cristiana en unión con Dios nuestro Señor y con el Sucesor de Pedro, juntamente con la bendición apostólica, que les imparto de todo corazón.
[Traducción realizada por «L’Osservatore Romano»]