El rito más solemne del año litúrgico comenzó a las 20 horas, en el atrio de la basílica, con la bendición del fuego pascual, mientras los peregrinos esperaban bajo la cúpula de Miguel Ángel, en silencio y a oscuras, a que la llama procedente del Cirio Pascual alumbrara las velas que llevaban en la mano.
Tras la larga liturgia de la Palabra y la homilía, cada uno de los catecúmenos se acercó hasta el Altar de la Confesión acompañado por su padrino o madrina, cuando el Papa les llamaba por su nombre de bautismo: Rebecca (de Túnez), Damiano (de Italia), Mariam (de Burkina Faso), Elisabeth (de Nigeria), Baron (de Estados Unidos), Jean-Pierre (de Burundi), e Hiromi (joven japonesa con kimono).
Tras ser bautizados «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», recibieron una prenda blanca, símbolo de la nueva vida liberada del pecado original.
Una nueva procesión llevó a los siete nuevos cristianos a arrodillarse ante el trono del Papa para recibir en la frente la unción de la Confirmación.
«Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseverad en vuestra fidelidad a Cristo y proclamad con valentía su Evangelio», les había exhortado poco antes el Papa durante la homilía.
Su predicación había comenzado rememorando el «extraordinario acontecimiento de la Resurrección».
«Si Cristo hubiera quedado prisionero del sepulcro, la humanidad y toda la creación, en cierto modo, habrían perdido su sentido», reconoció.
La rememoración de la resurrección de Cristo así como el bautismo de los nuevos cristianos, aseguró el Papa, debe llevar a todos los cristianos a «un compromiso más fuerte de vida evangélica».