Benedicto XVI: El empeño activo por la unidad es un deber y una responsabilidad

Celebración ecuménica de Vísperas en San Pablo Extramuros

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ROMA, jueves 26 enero 2012 (ZENIT.org).- Este miércoles, en la basílica de San Pablo Extramuros, Benedicto XVI presidió la celebración de las segundas vísperas de la solemnidad de la Conversión de San Pablo Apóstol, como conclusión de la XLV Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que tuvo como tema «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor». Participaron en la celebración representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales cristianas presentes en Roma. Publicamos el texto de la homilía pronunciada por el papa durante las vísperas.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

Con gran gozo dirijo mi cordial saludo a todos ustedes que se han reunido en esta basílica en la fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo, para dar por concluida la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en este año en que celebraremos el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, que por cierto el beato Juan XXIII anunció en esta basílica el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido para nuestra meditación en la semana de oración que hoy concluimos es: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Cor 15,51-58).

El significado de esta misteriosa transformación, de la que habla la segunda lectura breve de esta tarde, se nos muestra de forma admirable en la historia personal de san Pablo. Tras el evento extraordinario que sucedió en el camino de Damasco, Saulo, quien se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del evangelio de Jesucristo. En la historia de este extraordinario evangelizador, es claro que tal transformación no es el resultado de una larga reflexión interior y menos el resultado de un esfuerzo personal. Es, ante todo, obra de la gracia de Dios que ha actuado conforme a sus inescrutables caminos. Por esto Pablo, escribiendo a la comunidad de Corinto unos años después de su conversión, dice, como hemos escuchado en la primera lectura de estas Vísperas: «Mas, por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí.» (I Corintios 15:10). Por otra parte, examinando cuidadosamente la historia de san Pablo, se comprende cómo la transformación que ha experimentado en su vida no se limita al plano ético –como una conversión de la inmoralidad a la moralidad–, ni al nivel intelectual –como cambio del propio modo de entender la realidad–, sino más bien se trata de una renovación radical de su ser, similar en muchos aspectos a un renacimiento. Tal transformación tiene su base en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se presenta como un proceso gradual de configuración con Él. A la luz de esta conciencia, san Pablo, cuando luego sea llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del evangelio por él anunciado, dirá: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).

La experiencia personal vivida por san Pablo le permite esperar con una fundada esperanza, el cumplimiento de este misterio de transformación, que abarcará a todos los que creyeron en Jesucristo y también a toda la humanidad y a toda la creación. En la segunda lectura breve que se proclamó esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación para fortalecer en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica de su tiempo, describe en unas pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: «En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final… los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados» (1 Cor 15,52). Ese día, todos los creyentes serán conformados con Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: «Es necesario que este ser corruptible se vista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (v. 15, 53). Entonces el triunfo de Cristo será finalmente completo, porque –nos dice todavía san Pablo mostrando cómo las antiguas profecías de las escrituras se cumplen–, la muerte será vencida definitivamente, y con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la Ley que fija el pecado sin dar la fuerza de vencerlo: «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley» (vv. 54-56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que cada hombre, a través del bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa de la victoria de Aquel que venció primero a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta a partir de ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos.

Es muy significativo que el pasaje termine con un acción de gracias: «¡Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (V. 57). El canto de victoria sobre la muerte se transforma en un canto de agradecimiento elevado al vencedor. También nosotros esta tarde, celebrando las alabanzas vespertinas a Dios, queremos unir nuestras voces, nuestras mentes y corazones a este himno de acción de gracias por lo que la gracia de Dios ha hecho en el Apóstol de los gentiles y por el admirable plan de salvación que Dios Padre cumple en nosotros por medio de nuestro Señor Jesucristo. Al levantar nuestra oración, confiamos en ser transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es particularmente cierto en la oración por la unidad de los cristianos. De hecho, cuando imploramos el don de la unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la oración al Padre, la víspera de su pasión y muerte: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Por esta razón, la oración por la unidad de los cristianos no es otra cosa que la participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso activo para el restablecimiento de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para todos.

Aún experimentando en estos días la dolorosa situación de la división, los cristianos podemos y debemos mirar el futuro con esperanza, ya que la victoria de Cristo significa la superación de todo lo que nos impide compartir la plenitud de la vida con Él y con los demás. La resurrección de Jesucristo confirma que la bondad de Dios vence al mal, el amor a la muerte. Él nos acompaña en la lucha contra el poder destructivo del pecado que daña a la humanidad y a toda la creación. La presencia de Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos en la causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su misión, que es traer esperanza donde domina la injusticia, el odio y la desesperación. Nuestras divisiones hacen menos luminoso nuestro testimonio de Cristo. La meta de la plena unidad, que esperamos con activa esperanza y por la cual oramos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante para el bien de la familia humana.

En la cultura hoy dominante, la idea de la victoria se asocia a menudo con un éxito inmediato. En la óptica cristiana, sin embargo, la victoria es un largo y, a los ojos de nosotros los hombres, no siempre lineal proceso de transformación y de crecimiento en el bien. Esta llega según los tiempos de Dios, no los nuestros, y nos exige fe profunda y paciente perseverancia. Aunque el Reino de Dios irrumpa definitivamente en la historia con la resurrección de Jesús, este no se ha realizado por completo. La victoria final vendrá sólo con la segunda venida del Señor, que esperamos con paciente esperanza. También nuestra espera por la unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada. Sólo en esta disposición encuentran su pleno significado nuestras o
raciones y nuestro compromiso diario con la unidad de los cristianos. La actitud de espera paciente no significa pasividad o resignación, sino una respuesta pronta y atenta ante cada posibilidad de comunión y fraternidad que el Señor nos da.

En este clima espiritual, quisiera dirigir algunos saludos en particular; en primer lugar al cardenal Monterisi, arcipreste de esta Basílica, al abad de la comunidad de monjes benedictinos que nos reciben. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, y a todos los colaboradores de este dicasterio. Extiendo mis cordiales y fraternos saludos a su eminencia el metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico y al reverendo canónigo Richardson, representante personal del arzobispo de Canterbury en Roma, y a todos los representantes de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales, reunidos aquí esta tarde. Además, me complace especialmente dar la bienvenida a los miembros del Grupo de Trabajo compuesto por representantes de diversas Iglesias y Comunidades eclesiales presentes en Polonia, que han preparado los materiales para la Semana de Oración de este año, a quienes quisiera expresar mi gratitud y mi deseo de continuar en el camino de la reconciliación y la fructífera colaboración; así como a los miembros del Foro Cristiano Mundial, que en estos días están en Roma para reflexionar sobre la ampliación de la participación de nuevos actores en el movimiento ecuménico. Saludo también al grupo de estudiantes del Instituto Ecuménico del Consejo Ecuménico de las Iglesias de Bossey.

Deseo confiar a la intercesión de san Pablo a todos aquellos que, con su oración y su compromiso, se esfuerzan por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se puede tener la impresión de que el camino hacia el pleno restablecimiento de la comunión es aún muy largo y lleno de obstáculos, invito a todos a renovar la propia determinación de perseguir con valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, quien ante dificultades de todo tipo, conservó siempre firme la confianza en que Dios lleva a cumplimiento su obra. Por lo demás, en este camino no faltan los signos positivos de una reencontrada fraternidad y de un compartido sentido de responsabilidad hacia los grandes problemas que afligen a nuestro mundo. Todo esto es motivo de alegría y de gran esperanza, y debe animarnos a continuar nuestro compromiso de llegar a la meta juntos, sabiendo que nuestra fatiga no es vana en el Señor (cf. 1 Cor 15,58). Amén.

Traducción del original italiano por José Antonio Varela

©Librería Editorial Vaticana

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ZENIT Staff

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