El compromiso de los católicos en la política

Por el obispo Rino Fisichella

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 27 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del obispo Rino Fisichella, rector de la Universidad Pontificia Lateranense de Roma, durante la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación para el Clero el 29 de octubre de 2004.

* * *

La fe no es una abstracción. Es un camino que dura toda la vida y va al encuentro de cada persona en la experiencia cotidiana de su existencia. Puesto que es un compromiso para cooperar, en el seguimiento de Cristo, para que llegue el Reino de Dios, la fe debe ser capaz de iluminar a los fieles que hacen de sus vidas una respuesta a la vocación de asumir la responsabilidad por el bien de todos. En el escenario político el católico se identifica por su compromiso. Esta dimensión, a menudo no valorada o incomprendida, exige en cambio una seria consideración, especialmente en momentos en que asistimos a un profundo cambio cultural. La constatación de que nos encontramos ante un cambio radical, al que podemos llamar «epocal», ya forma parte de nuestra vida cotidiana. Nuestra manera de pensar, de actuar, incluso de vestirnos, muestra claramente que nos estamos encaminando hacia una nueva época de la historia, que encierra al mismo tiempo muchas incógnitas. Estamos dejando a nuestras espaldas la modernidad, que nos ha permitido, en lo bueno y lo malo, ser lo que somos y nos encaminamos hacia lo que, con escasa fantasía, se llama la postmodernidad. A la primacía de la subjetividad, que ha caracterizado nuestro pasado, le sucede la primacía de la técnica, que tiende a arriconar al hombre, despojándolo de su verdadera relación con la naturaleza, lo que no deja de tener sus consecuencias, no sólo en el plano de las modalidades de la vivencia cotidiana, sino especialmente en el orden ético. En estas circunstancias, sería interesante preguntarse, con qué concepto del hombre, de la naturaleza y, por qué no, de Dios, razonarán las generaciones venideras. ¿Qué hombre será el quiera dominar el escenario del futuro: un sujeto que permanece en el centro de todo, casi como un microcosmos en el que se concentra una síntesis definitiva de su todo ser personal, o, en cambio, un sujeto que ya ha sido aplastado por el peso de la técnica que lo obliga a una vida cada vez más contradictoria? ¿Y qué naturaleza será la base de las próximas legislaciones? ¿El concepto de una naturaleza inmutable con sus leyes o una naturaleza que es sometida a la manipulación genética y, en consecuencia, en la que todo es posible porque está justificado previamente por el juicio ético subjetivo o de una mayoría numérica que no está siquiera informada correctamente sobre las consecuencias que implica la manipulación?

Ante este panorama, es inevitable que el cristiano examine cuál es el compromiso que vocaciónalmente debe asumir al participar en la labor política. No puede olvidarse que, de hecho, la aprobación de una ley crea cultura y, por eso, merece toda nuestra atención. «La necesidad de presentar en términos culturales modernos el fruto de la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo se muestra hoy cargada de una urgencia que no tolera aplazamientos, incluso para evitar el riesgo de una diáspora cultural de los católicos» (n° 7). La expresión de la Nota de la Congregación de la Doctrina de la Fe (24-XI-2002) podría constituir la premisa que guía el compromiso político, que exige, en tiempos como los nuestros, una pasión especial que sepa suscitar, sobre todo en los jóvenes, el interés y el compromiso en el bien de todos. La intervención del Magisterio en este espacio no constituye absoluto una injerencia en la vida política y cultural de un País, sino que destaca la obligación, por parte de los Pastores de la Iglesia, de iluminar las mentes de los fieles y de cada representante parlamentario. Pues, en el momento en que se expresa por medio del voto la legitimidad de una ley, nadie puede olvidar que, en virtud de la pertenencia a fe, el fiel será llamado a un principio superior a la misma ley de los hombres. La autonomía del voto y la confesión de fe pueden entrar en conflicto, porque obligan a la conciencia a una elección. Así, en su respectivo ámbito de acción, se exige al político que asuma una responsabilidad que contenga una respuesta coherente a las exigencias de todos los ciudadanos. Pero la conciencia nunca es neutral. Por eso, la intervención del Magisterio acaba por proponer nuevamente un código de conducta que el fiel debe poseer para tener la certidumbre de ser coherente como católico en su acción política.

La llamada para que el compromiso en la política se base en la centralidad y la dignidad de la persona y, al mismo tiempo, en el bien común, no se refiere a un contenido novedoso; es más, se trata de los principios que, desde siempre, sostienen la enseñanza social de la Iglesia. Se nos pide que comprendamos en el compromiso político la capacidad de saber dar un rostro concreto al bien común, para dar una respuesta coherente y duradera a las expectativas de los ciudadanos. Si el bien común fuera abandonado a la generalidad del concepto, se volvería real el peligro de una política oscilante y no dejaría de tener sentido la crítica, tan recurrente, de que los políticos actúen impulsados sólo por intereses privados. Por otro lado, la dignidad de la persona y el bien común no sólo pueden ser contenidos genéricos; es necesario que se expliciten e identifiquen históricamente, así como está sucediendo con algunas problemáticas actualmente discutidas en distintos parlamentos. Es sabido que sobre estos temas se juega el concepto mismo de la vida, la naturaleza y el hombre que han de ser patrimonio de las generaciones futuras. Pensar que la calidad de la vida pueda mejorar sólo por el hecho de que progresen algunos servicios de bienestar es ilusorio y decepcionante, si luego el concepto mismo de la vida es abandonado al arbitrio individual.

Evitar la diáspora de los católicos en la política no coincide necesariamente con la formación de identidades nuevas. Es peligroso, y acaso cómodo, caer en una lectura reductiva cuando se enfrentan semejantes argumentos. Las estrategias que se adoptan frente a mayorías hipotéticas no son atinentes al interés ni a la competencia directa del Magisterio de la Iglesia, pues la pluralidad de las pertenencias no puede significar pluralismo en las soluciones políticas. La pluralidad y las estrategias son hechos contingentes, el pluralismo es una cuestión que atañe a los principios. Respecto de los valores esenciales de la fe, ningún cristiano puede en pensar actuar según el esquema rígido de una pertenencia política, como si ésta fuera superior a su pertenencia eclesial. Sobre temas esenciales para la realización del bien común, la meta de los fieles en la política tendría que ser la de reunir el más amplio consenso posible, aun sabiendo que dichas cuestiones arraigan en principios que, antes de ser contenidos de fe, están inscritos en la naturaleza, que, como tal, no lleva una etiqueta confesional particular. Una ley concebida en base a un relativismo ético tendría fundamentos tan frágiles que no podría siquiera pretender transformarse en norma de la acción universal de los ciudadanos. En este sentido, se le requiere al político católico la capacidad de recuperar de la mejor manera posible esa forma de racionalidad política, para que afloren los fundamentos de su acción y la credibilidad de sus elecciones, que deben ser compartidas independientemente de su fe y más allá de los esquemas ideológicos. Claro que si se ingresa en la política, habrá que prestar peculiar atención a la mediación, que es una premisa en la acción del político. Sabemos pues que la verdad se esconde bajo muchas expresiones y allí donde se la encuentre es siempre signo de la presencia del Espíritu Santo.

De todos modos, no se debe subestimar el hecho de que, sin la visión cristiana de
la vida, la persona y el mundo, no hubiera sido posible que la democracia alcanzara los niveles actuales; puede no complacer a todos, pero es verdad que lo logrado en esta dirección lleva el signo indeleble del cristianismo. La autonomía (laicidad) del Estado es una presuposición fundamental para que el político creyente pueda expresarse conforme con su conciencia. Si no hubiera una autoridad moral capaz de ir más allá de la esfera del Estado, la libertad quedaría realmente avasallada, porque el poder político se convertiría de hecho en el fundamento de la instancia ética. En tal caso, la caída en una instrumentalización por parte del poder en su propio beneficio dejaría de ser mero riesgo, sino que se abrirían las puertas de par en par al totalitarismo. La autonomía que debe garantizar el político católico está basada en un concepto de libertad hacia cual que debe estar orientada toda ley, y que arraiga de tal manera en lo más íntimo del hombre, que no puede ser sustraído sin ofender la dignidad de la persona y de la misma ley. De cualquier manera, a salvo de toda tergiversación, no es concebible que, en cuestiones éticas que atañen a los grandes desafíos del futuro, pueda faltar una forma de unanimidad que dé a los ciudadanos la certidumbre de la atención hacia el bien de todos, más allá de las opciones políticas individuales. Bajo este concepto, tenemos el deber de ejercer un servicio de claridad para quienes, en la actividad política, han colocado en el centro de su acción la responsabilidad de construir el futuro sobre bases sólidas. Las problemáticas éticas, en particular en las presentes circunstancias históricas, están hoy bajo todos los reflectores y más que nunca plantean interrogantes a la conciencia de los ciudadanos. A menudo, llegan las provocaciones totalmente nuevas, que crean gran desorientación y confusión. La sacralidad de la vida no podrá ser nunca reafirmada con suficiente fuerza y convicción en los distintos ámbitos de la vida civil, social y religiosa. Los católicos que actúan en política tienen, de todos modos, la responsabilidad de ser los primeros en garantizar de su dignidad. Es éste un compromiso que les exige ser intérpretes convencidos, promulgar leyes que sostengan el carácter misterioso y la intangibilidad de la vida humana en todas sus manifestaciones. Por otra parte, cuando un Estado democrático se encuentra ante desafíos que, por su naturaleza, tienen un alcance ético, humanitario y cultural, entonces, además de la previsión a largo plazo, se requiere una voluntad de obrar al unísono, independientemente de la opción política de cada uno, porque sólo a través de este tipo de colaboración es posible pensar que la Nación crezca y el País se consolide en la convivencia pacífica y responsable.

Permítaseme concluir afirmando que el compromiso en la vida política es una vocación. Exige pasión, entrega, paciencia y capacidad de previsión y, además, inteligencia y desinterés. Sin la dimensión vocacional, la política se transformaría fácilmente en una profesión y empañaría la riqueza que posee. Quedaría obnubilada por el frenesí del poder y vinculada por la sed del provecho. En cambio, es necesario que quien se dedica a la política entrevea en ella una forma peculiar de actividad, a través de la cual puede hacer surgir, con responsabilidad, el proyecto de preparar concretamente el futuro de generaciones enteras. En definitiva, la atención hacia la persona y el deseo del bien común es la fuerza que emplaza a emprender esa vía, a menudo difícil e ingrata, pero necesaria para el desarrollo y el crecimiento de todos. Es, en síntesis, un bien que va más allá de la perspectiva individual, pues exige que la mirada se extienda hacia un horizonte que pueda abrazar a todos. Lo ha recordado a menudo Juan Pablo II en su enseñanza social: «El cristianismo no considera el orden social sólo según la dimensión de la justicia, sino también según la del amor y no puede renunciar a ella, a pesar de la dialéctica materialista de la historia. Y «Amor» significa siempre la irrupción del Espíritu en el mundo del hombre». Se trata, como podemos ver, de un compromiso político y social que se coloca, con la carga de su fuerza profética, en el contexto del mundo contemporáneo, a veces confuso y desconcertado, para orientar la mirada hacia finalidades que, sólo a través de una responsabilidad asumida partícipe y en la búsqueda común, pueden abrir un horizonte lleno de significado.

Print Friendly, PDF & Email
Share this Entry

ZENIT Staff

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación