En Cristo, la ley se cumple perfectamente y, aún más, se supera

III Domingo del Tiempo Ordinario C

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“Todo el pueblo lloraba mientras escuchaba las palabras de la ley” (Ne 8,9). Todo el pueblo de Israel, escuchando las palabras de la ley, ¡llora! Llora de conmoción y llora de dolor. En uno y otro caso, el llanto es saludable, es don de Dios, que riega la dureza de los corazones y los abre a la obra de su amor.

«Todo el pueblo, escuchando las palabras de la ley, lloraba»! ¿Por qué?¿Por qué, escuchando esas palabras, el pueblo se conmovía tanto que, como hemos escuchado, Esdrás y Nehemías, guías del pueblo, deben recomendarle que no lloren y que no hagan luto?

Porque escuchando esas palabras, los corazones se sentían arrebatados por la alegría y, al mismo tiempo, por el dolor.

Sobre todo, Israel llora de alegría. Sí, el pueblo llora de alagría escuchando esas palabras, porque la ley, es decir, la voluntad que Dios había querido revelar a la nación que había elegido, representa el signo más grande de la proximidad y de la predilección de Dios. Una proximidad y una predilección que hunde sus raíces no en una preeminencia geográfica, militar o económica de Israel frente a las otras naciones –el pueblo, en efecto, había retornado hacía poco del exilio de Babilonia, durante el cual había experimentado toda la fragilidad y el peso de su pecado- sino solo en la soberana voluntad de Dios, cuya Providencia había reunido a Israel en la tierra prometida para prestarle atención a su palabra. El pueblo, por esto, llora conmovido, porque Dios es fiel a sus promesas y no se ha alejado, ni siquiera por el pecado.

En segundo lugar, el pueblo llora de dolor. ¿Por qué? Porque la lectura del libro de la ley le recuerda de qué dignidad ha caído y qué grande es su infidelidad, una infidelidad hecha de numerosas traiciones, una infidelidad que parece ineluctable, invencible. Una infidelidad que sólo la fuerza de aquel amor fuerte, incansable, obstinado de Dios podrá borrar.

El libro de la ley es un libro de bendición, porque revela la cercanía de Dios, pero también es un libro de maldición, porque a la luz de la ley, todo el mundo se reconoce culpable ante Dios (cfr. Rm 3,19).

Esta doble dimensión de la ley, que bendice y maldice al mismo tiempo, que habla del amor y el cuidado de Dios por el hombre y de la culpabilidad del hombre, que no corresponde al amor de Dios, perdura en la historia hasta que sucede un hecho nuevo, hasta que ocurre un acontecmiento del que habla San Lucas en la página del Evangelio que hemos escuchado: «Ya que muchos han intentado poner en orden la narración de las cosas que se han cumplido entre nosotros, conforme nos las transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra, me pareció también a mí, después de haberme informado con exactitud de todo desde los comienzos, escribírtelo de forma ordenada » (Lc 1,1-4).

¿De qué acontecimiento se trata? ¿Qué se nos ha transmitido por medio de los que fueron testigos oculares? ¿Qué ha sucedido?

Queridos hermanos y hermanas, lo que ha sucedido es la Misericordia de Dios hecha carne. Ha sucedido que el Hijo de Dios ha “nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a aquellos que estaban bajo la ley (Gal 4,4) Nos ha sucedido que Jesucristo fue crucificado, muerto y resucitó. Él, aquí como en la sinagoga de Nazaret, nos dice: “Hoy –es decir, ahora, mientras me están mirando; “hoy”, es decir, en mí, en mi persona, en mi carne- se ha cumplido la Escritura que habéis escuchado”.

Es en Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, que la ley encuentra su perfecto cumplimiento; es en su carne, que la voluntad del hombre se adhiere perfecta y definitivamente a la voluntad de Dios; es en su carne que, por el Misterio de la Encarnación, se nos da la comunión del hombre con Dios y es siempre en Él que esta comunión se cumple en la obediencia perfecta “hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8).

En Cristo, la ley se cumple perfectamente y, aún más, se supera. Al hombre ya no se le pide solamente un amor “creatural”, humano; al hombre Dios le pide ahora un amor divino, el amor eterno del Hijo por el Padre, en el cual Cristo nos ha introducido, abriéndonos su corazón, dándonos su Espíritu en el Bautismo y haciéndonos miembros de su Cuerpo.

Nuestra ley, ahora, es Él, el mismo Cristo, ley de gracia, ley escrita en nuestros corazones con el fuego del Espíritu, ley viva que, mientras nos comunica el amor de Dios, por pura misericordia nos hace también capaces de amarlo porque “cada uno es un miembro de él” (1Cor 12,27).

Pidamos a María Santísima, icono perfecto de este Cuerpo, que ilumine los ojos de nuestra mente, que nos muestre a cada uno la inaudita proximidad del Misterio hecho hombre en su vientre y que acoja siempre más la comunión viva con Cristo, para abrazar, con completa gratitud, el puesto que Él nos ha asignado en la Iglesia y, desde él, servirlo con todo el corazón. Amén.

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ZENIT Staff

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