ROMA, miércoles, 18 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la conferencia impartida por el cardenal Joseph Ratzinger el 1 de abril de 2005 en Subiaco, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el premio «San Benito por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
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Vivimos en un momento de grandes peligros y de grandes oportunidades para el hombre y para el mundo; un momento que es también de gran responsabilidad para todos nosotros. Durante el siglo pasado las posibilidades del hombre y su dominio sobre la materia aumentaron de manera verdaderamente impensable. Sin embargo, su poder de disponer del mundo ha permitido que su capacidad de destrucción alcanzase dimensiones que, a veces, nos horrorizan. Por ello resulta espontáneo pensar en la amenaza del terrorismo, esta nueva guerra sin confines y sin fronteras. El temor que éste pueda apoderarse pronto de armas nucleares o biológicas no es infundado y ha permitido que, dentro de los estados de derecho, se haya debido acudir a sistemas de seguridad semejantes a los que antes existían solamente en las dictaduras; pero permanece de todos modos la sensación de que todas estas precauciones en realidad no pueden bastar, pues no es posible ni deseable un control global. Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes, son las posibilidades que el hombre ha adquirido de manipularse a sí mismo. Él ha medido las profundidades del ser, ha descifrado los componentes del ser humano, y ahora es capaz, por así decir, de construir por sí mismo al hombre, quien ya no viene al mundo como don del Creador, sino como un producto de nuestro actuar, producto que, por tanto, puede incluso ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos. Así, ya no brilla sobre el hombre el esplendor del ser imagen de Dios, que es lo que le confiere su dignidad e inviolabilidad sino solamente el poder de las capacidades humanas. No es más que imagen del hombre, ¿de qué hombre?
A todo esto se añaden los grandes problemas planetarios: la desigualdad en la repartición de los bienes de la tierra, la pobreza creciente, más aún el empobrecimiento, el agotamiento de la tierra y de sus recursos, el hambre, las enfermedades que amenazan a todo el mundo, el choque de culturas. Todo esto muestra que al aumento de nuestras posibilidades no ha correspondido un desarrollo equivalente de nuestra energía moral. La fuerza moral no ha crecido junto al desarrollo de la ciencia; más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica encierra a la moral en el ámbito subjetivo, y por el contrario necesitamos justamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas de se ciernen sobre la existencia de todos nosotros.
El verdadero y más grande peligro de este momento está justamente en este desequilibrio entre las posibilidades técnicas y la energía moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción.
Es cierto que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras claves son justicia, paz, conservación de la creación, palabras que reclaman valores esenciales y necesarios para nosotros. Sin embargo, este moralismo resulta vago y se desliza así, casi inevitablemente, en la esfera político-partidista. Es sobre todo una pretensión dirigida a los demás, y no un deber personal de nuestra vida cotidiana. De hecho, ¿qué significa justicia? ¿Quién la define? ¿Qué puede producir la paz? En los últimos decenios hemos visto ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia el terrorismo. El moralismo político de los años setenta, cuyas raíces no están muertas ni mucho menos, fue un moralismo con una dirección errada, pues estaba privado de racionalidad serena y, en último término, ponía la utopía política más allá de la dignidad del individuo, mostrando que podía llegar a despreciar al hombre en nombre de grandes objetivos.
El moralismo político, como lo hemos vivido y como todavía lo estamos viviendo, no sólo no abre el camino a una regeneración, sino que la bloquea. Y esto mismo se puede decir de un cristianismo y de una teología que reducen el corazón del mensaje de Jesús, el «Reino de Dios», a los «valores del Reino», identificando estos valores con las grandes palabras clave del moralismo político, y proclamándolas, al mismo tiempo, como síntesis de las religiones. Sin embargo, se olvida así de Dios, a pesar de que Él es el sujeto y la causa del Reino de Dios. En su lugar quedan grandes palabras (y valores) que se prestan a cualquier tipo de abuso.
Esta breve mirada sobre la situación del mundo nos lleva a reflexionar sobre la realidad actual del cristianismo, y por tanto, sobre las bases de Europa; esa Europa que antes, podríamos decir, fue un continente cristiano, pero que ha sido también el punto de partida de esa nueva racionalidad científica que nos ha regalado grandes posibilidades y también grandes amenazas. Ciertamente el cristianismo no surgió en Europa, y por tanto no puede ser clasificado ni siquiera como una religión europea, la religión del ámbito cultural europeo. Pero en Europa recibió históricamente su impronta cultural e intelectual más eficaz y queda por ello unido de manera especial a Europa. Por otro lado, es también cierto que esta Europa, desde los tiempos del renacimiento, y de manera más plena desde los tiempos de la ilustración, ha desarrollado esa racionalidad científica que no sólo llevó a una unidad geográfica del mundo en la época de los descubrimientos, al encuentro de los continentes y de las culturas, sino que ahora, mucho más profundamente, gracias a la cultura técnica posibilitada por la ciencia, imprime un sello a todo el mundo, es más, en cierto sentido lo uniformiza.
Y tras las huellas de esta forma de racionalidad, Europa ha desarrollado una cultura que, de una manera desconocida antes por la humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, ya sea negándole totalmente, ya sea juzgando que su existencia no es demostrable, incierta, y por tanto, perteneciente al ámbito de las decisiones subjetivas, algo de todos modos irrelevante para la vida pública. Esta racionalidad puramente funcional, por así decir, ha implicado un desorden de la conciencia moral también nuevo para las culturas que hasta entonces habían existido, pues considera que racional es solamente aquello que se puede probar con experimentos. Dado que la moral pertenece a una esfera totalmente diferente, como categoría, desaparece y tiene que ser identificada de otro modo, pues hay que admitir que de todos modos la moral es necesaria. En un mundo basado en el cálculo, el cálculo de las consecuencias determina lo que se debe considerar como moral o no moral. Y así la categoría del bien, como había sido expuesta claramente por Kant, desaparece. Nada en sí es bueno o malo, todo depende de las consecuencias que una acción permite prever.
Si el cristianismo, por un lado, ha encontrado su forma más eficaz en Europa, es necesario, por otro lado, decir que en Europa se ha desarrollado una cultura que constituye la contradicción absoluta más radical no sólo del cristianismo, sino también de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. Por eso se comprende que Europa esta experimentando una auténtica «prueba de tensión»; por eso se entiende también la radicalidad de las tensiones que nuestro continente debe afrontar. Pero de aquí emerge también, y sobre todo, la responsabilidad que nosotros los europeos debemos asumir en este momento histórico: en el debate acerca de la definición de Europa, acerca de su forma política, no se está jugando una batalla nostálgica de retaguardia de
la historia, sino más bien una gran responsabilidad para la humanidad de hoy.
Demos una mirada más precisa a esta contraposición entre dos culturas que han marcado a Europa. En el debate sobre el preámbulo de la constitución europea, esta contraposición se ha mostrado en dos puntos controvertidos: la cuestión de la referencia de Dios en la constitución y la mención de las raíces cristianas de Europa. Puesto que en el artículo 52 de la constitución se han garantizado los derechos institucionales de las Iglesias, podemos estar tranquilos, se dice. Pero esto significa que las iglesias, en la vida de Europa, encuentran lugar en el ámbito del compromiso político, mientras, en el ámbito de los fundamentos de Europa, no hay espacio para la huella de su contenido.
Las razones que se ofrecen en el debate público para este neto no son superficiales, y es evidente que más que indicar la verdadera motivación, la esconden. La afirmación de que la mención de las raíces cristianas de Europa hiere los sentimientos de muchos no cristianos que viven en ella, es poco convincente, ya que se trata antes que nada de un hecho histórico que nadie puede negar seriamente.
Naturalmente esta mención histórica contiene una referencia al presente, pues, al mencionar las raíces, se indican las fuentes remanentes de orientación moral, es decir, un factor de identidad lo que es Europa. ¿A quién se ofendería? ¿La identidad de quién quedaría amenazada? Los musulmanes, que con frecuencia son llamados en causa, no se sienten amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios fundamentos. Y tampoco se ofenden nuestros conciudadanos judíos por la referencia a las raíces cristianas de Europa, en cuanto estas raíces se remontan al monte Sinaí: llevan la marca de la voz que se hizo sentir sobre el monte de Dios y nos unen en las grandes orientaciones fundamentales que el decálogo ha donado a la humanidad. Lo mismo se puede decir de la referencia a Dios: la mención de Dios no ofende a los pertenecientes a otras religiones, lo que les ofende es más bien el intento de construir la comunidad humana sin Dios.
<br> Las motivaciones de este doble no son más profundas de lo que dejan pensar los argumentos que se ofrecen. Presuponen la idea de que sólo la cultura ilustrada radical, que ha alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, podría constituir la identidad europea. Junto a ella pueden, por tanto, coexistir diferentes culturas religiosas con sus respectivos derechos, a condición de que y en la medida en que respeten los criterios de la cultura ilustrada y se subordinen a ella.
Esta cultura ilustrada queda sustancialmente definida por los derechos de libertad. Se basa en la libertad como un valor fundamental que lo mide todo: la libertad de elección religiosa, que incluye la neutralidad religiosa del estado; la libertad para expresar la propia opinión, a condición de que no meta en duda justamente este canon; el ordenamiento democrático del estado, es decir, el control parlamentario sobre los organismos estatales; la formación libre de partidos; la independencia de la Justicia; y, finalmente, la tutela de los derechos del hombre y la prohibición de las discriminaciones. En este caso, el canon está todavía en vías de formación, ya que hay también derechos humanos que resultan contrastantes, como por ejemplo, en el caso del conflicto entre el deseo de libertad de la mujer y el derecho a vivir del que está por nacer.
El concepto de discriminación se amplía cada vez más, y así la prohibición de la discriminación puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad, como enseña la Iglesia católica, constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y el hecho de que la Iglesia está convencida de no tener derecho de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres es considerado, por algunos, como algo inconciliable con el espíritu de la Constitución europea.
Es evidente que este canon de la cultura ilustrada, que no es definitivo ni mucho menos, contiene valores importantes de los cuales nosotros, precisamente como cristianos, no queremos ni podemos renunciar; sin embargo, es también evidente que la concepción mal definida o no definida para nada de libertad, que está en el fundamento de esta cultura, inevitablemente implica contradicciones; y es evidente que precisamente a causa de su uso (un uso que parece radical) implica limitaciones de la libertad que hace una generación ni siquiera podíamos imaginar. Una confusa ideología de la libertad conduce a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad.
Sin duda, debemos volver a hablar del problema de las contradicciones internas de la forma actual de la cultura ilustrada. Pero antes tenemos que terminar de describirla. Pertenece a su naturaleza, en cuanto cultura de una razón que tiene finalmente conciencia completa de sí misma, el hecho de enorgullecerse de una ambición universal y concebirse como completa en sí misma, sin necesidad de se complementada por otros factores culturales.
Ambas características se ven claramente cuando se propone el tema de quiénes pueden llegar a ser miembros de la comunidad europea, y sobre todo, en el debate sobre el ingreso de Turquía en ella. Se trata de un estado, o quizás mejor, de un ámbito cultural, que no tiene raíces cristianas, sino que más bien ha recibido la influencia de la cultura islámica. Ataturk trató después de transformar Turquía en un estado laicista, intentando implantar el laicismo madurado en el mundo cristiano de Europa en un terreno musulmán.
Nos podemos preguntar si esto es posible: según la tesis de la cultura ilustrada y laicista de Europa, solamente las normas y los contenidos de la cultura ilustrada pueden determinar la identidad de Europa y, consiguientemente, todo estado que hace suyos estos criterios puede pertenecer a Europa. No importa, al final, cuál es el entramado de raíces en el que se implanta esta cultura de la libertad y de la democracia. Y precisamente por eso se afirma que las raíces no pueden entrar en la definición de los fundamentos de Europa, tratándose de raíces muertas que no forman parte de la identidad actual. Como consecuencia, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura ilustrada, comporta también que Dios no tiene nada que ver con la vida pública y con los fundamentos del estado.
De este modo, en cierto sentido, todo se vuelve lógico y plausible. De hecho, ¿podríamos desear algo mejor que el respeto de la democracia y los derechos humanos? Pero de todos modos se nos impone la pregunta de si esta cultura ilustrada laicista es realmente la cultura, descubierta como finalmente universal, capaz de dar una razón común a todos los hombres; una cultura a la que se debería tener acceso por doquier, aunque sobre un humus históricamente y culturalmente diferenciado. Y nos preguntamos también si es verdaderamente completa en sí misma, de modo que no tiene necesidad alguna de raíces fuera de sí.
Significado y límites de la cultura racionalista actual
Afrontemos estas dos últimas preguntas. A la primera, es decir, a la pregunta de si se ha alcanzado la filosofía universalmente válida y totalmente científica, en la que se expresaría la razón común a todos los hombres, es necesario responder que indudablemente se han alcanzado logros importantes que pueden pretender tener una validez general: el logro de que la religión no puede ser impuesta por el estado, sino que puede ser acogida solamente en la libertad; el respeto de los derechos fundamentales del hombre iguales para todos; la separación de los poderes y el control del poder.
De todos modos, no se puede pensar que estos valores fundamentales, reconocidos por nosotros como generalmente válido
s, puedan realizarse del mismo modo en cualquier contexto histórico. En todas las sociedades no se dan los presupuestos sociológicos para una democracia basada en los partidos, como sucede en occidente; de modo que la total neutralidad religiosa del estado, en la mayor parte de los contextos históricos, puede considerarse como una ilusión.
Y así llegamos a los problemas mencionados en la segunda pregunta. Pero aclaremos antes la cuestión de si las filosofías modernas ilustradas, consideradas en su conjunto, pueden considerarse como la última palabra de la razón común de todos los hombres. Estas filosofías se caracterizan por el hecho de que son positivistas, y por tanto, antimetafísicas, de manera que, al final, Dios no puede tener en ellas ningún lugar. Están basadas en una autolimitación de la razón positiva, que resulta adecuada en el ámbito técnico, pero que allí donde se generaliza, provoca una mutilación del hombre. Como consecuencia, el hombre deja de admitir toda instancia moral fuera de sus cálculos, y –como veíamos– el concepto de libertad, que a primera vista podría parecer que se extiende de manera ilimitada, al final lleva a la autodestrucción de la libertad.
Es cierto que las filosofías positivistas contienen elementos importantes de verdad. Sin embargo, éstos se basan en una autolimitación de la razón, típica de una determinada situación cultural –la del occidente moderno–, por lo que no pueden ser la última palabra de la razón. Aunque parezcan totalmente racionales, no son la voz de la razón misma, pues también están vinculadas culturalmente, es decir, están vinculadas a la situación del occidente actual.
Por este motivo no son ni mucho menos esa filosofía que un día debería ser válida en todo el mundo. Pero, sobre todo, hay que decir que esta filosofía ilustrada y su cultura respectiva son incompletas. Corta conscientemente las propias raíces históricas privándose de las fuerzas regeneradoras de las cuales ella misma ha surgido, esa memoria fundamental de la humanidad sin la cual la razón pierde su orientación.
De hecho, ahora es válido el principio, según el cual, la capacidad del hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se sabe hacer, se puede hacer. Ya no existe un saber hacer separado del poder hacer, porque estaría contra la libertad, que es el valor supremo. Pero el hombre sabe hacer muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, se convierte, como ya lo podemos ver, en poder de destrucción.
El hombre sabe clonar hombres, y por eso lo hace. El hombre sabe usar hombres como almacén de órganos para otros hombres, y por ello lo hace; lo hace porque parece que es una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas y por ello las hace, estando, en línea de principio, también dispuesto a usarlas. Al final, hasta el terrorismo se basa en esta modalidad de auto-autorización del hombre, y no en las enseñanzas del Corán.
La radical separación de la filosofía ilustrada de sus raíces acaba despreciando al hombre. El hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad, nos dicen los portavoces de las ciencias naturales, en total contradicción con el punto de partida de toda la cuestión. No debe creer que es algo diferente con respecto a todos los demás seres vivientes, y por tanto, también debería ser tratado como ellos, nos dicen hasta los portavoces más avanzados de una filosofía netamente separada de las raíces de la memoria histórica de la humanidad.
Nos habíamos planteado dos preguntas: si la filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional, y por consiguiente, universalmente válida, y si es completa. ¿Es autosuficiente? ¿Puede, o incluso debe, relegar sus raíces históricas en el ámbito del puro pasado, y, por tanto, en el ámbito de lo que sólo puede ser válido subjetivamente? Debemos responder a ambas preguntas con un claro no. Esta filosofía no expresa la razón completa del hombre, sino solamente una parte de ella, y a causa de esta mutilación de la razón no puede ser considerada para nada como racional. Por esto es también incompleta, y sólo se puede curar si restablece de nuevo el contacto con sus raíces. Un árbol sin raíces se seca…
Al afirmar esto no se niega todo lo positivo e importante de esta filosofía, sino que se afirma más bien su necesidad de completarse, su profunda deficiencia. Y de este modo acabamos hablando de nuevo de los dos puntos controvertidos del preámbulo de la Constitución europea. El confinamiento de las raíces cristianas no se revela como la expresión de una tolerancia superior que respeta a todas las culturas por igual, por no querer privilegiar ninguna, sino más bien como la absolutización de un pensamiento y de una vida que se contraponen radicalmente a las demás culturas históricas de la humanidad.
La auténtica contraposición que caracteriza al mundo de hoy no es la que se produce entre las diferentes culturas religiosas, sino entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, por una parte, y las grandes culturas religiosas por otra. Si se llegase a un choque de culturas, no será por el choque de las grandes religiones –que siempre han luchado una contra la otra, pero que también han sabido convivir siempre juntas–, será más bien a causa del choque entre esta radical emancipación del hombre y las grandes culturas históricas.
De este modo, el rechazo de la referencia a Dios, no es expresión de una tolerancia que quiere proteger las religiones que no son teístas y la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una conciencia que quiere ver a Dios cancelado definitivamente de la vida pública de la humanidad, encerrado en el ámbito subjetivo de culturas residuales del pasado. El relativismo, que constituye el punto de partida de todo esto, se convierte en un dogmatismo que se cree con la posesión del conocimiento definitivo de la razón, y con el derecho de considerar a todo el resto únicamente como una etapa de la humanidad, en el fondo superada, y que puede relativizarse adecuadamente. En realidad, todo esto significa que necesitamos raíces para sobrevivir y que no debemos perder de vista a Dios, si queremos que la dignidad humana no desaparezca.
El significado permanente de la fe cristiana
¿Estoy proponiendo un rechazo del iluminismo y de la modernidad? Absolutamente no. El cristianismo, desde el principio, se ha comprendido a sí mismo como la religión del «lógos», como la religión según la razón. No ha encontrado sus precursores entre las otras religiones, sino en esa ilustración filosófica que ha limpiado el camino de las tradiciones para salir en búsqueda de la verdad y del bien, del único Dios que está más allá de todos los dioses.
En cuanto religión de los perseguidos, en cuanto religión universal, más allá de los diversos estados y pueblos, ha negado al estado el derecho de considerar la religión como una parte del ordenamiento estatal, postulando así la libertad de la fe. Siempre ha definido a los hombres, a todos los hombres sin distinción, como criaturas de Dios e imagen de Dios, proclamando en términos de principio, aunque en los límites imprescindibles de los ordenamientos sociales, la misma dignidad.
En este sentido, la ilustración es de origen cristiano y no es casualidad el que haya nacido única y exclusivamente en el ámbito de la fe cristiana, allí donde el cristianismo, contra su naturaleza y por desgracia, se había vuelto tradición y religión del estado. A pesar de que la filosofía, en cuanto búsqueda de racionalidad –también de nuestra fe–, haya sido siempre una prerrogativa del cristianismo, se había domesticado demasiado la voz de la razón.
Ha sido y es mérito de la Ilustración el haber replanteado estos valores originales del cristianismo y el haber devuelto a la razón su propia
voz. El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, ha subrayado nuevamente esta profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración, buscando llegar a una verdadera conciliación entre la Iglesia y la modernidad, que es el gran patrimonio que ambas partes deben tutelar.
Ahora bien, es necesario que ambas partes reflexionen sobre sí mismas y estén dispuestas a corregirse. El cristianismo debe acordarse siempre de que es la religión del «lógos». Es fe en el «Creator Spiritus», en el Espíritu creador, del que procede todo lo que existe. Ésta debería ser precisamente hoy su fuerza filosófica, pues el problema estriba en si el mundo proviene de lo irracional –y su la razón no es más que un subproducto, quizás incluso dañino, de su desarrollo– o si el mundo proviene de la razón –y es consiguientemente su criterio y su meta–.
La fe cristiana se inclina por esta segunda tesis, teniendo así, desde el punto de vista puramente filosófico, realmente buenas cartas por jugar, a pesar de que muchos hoy sólo consideran la primera tesis como la moderna y racional por antonomasia. Sin embargo, una razón surgida de lo irracional, y que es, en último término, ella misma irracional, no constituye una solución para nuestros problemas. Solamente la razón creadora, y que se ha manifestado en el Dios crucificado como amor, puede verdaderamente mostrarnos el camino.
En el diálogo tan necesario entre laicos y católicos, los cristianos debemos estar muy atentos para mantenernos fieles a esta línea de fondo: a vivir una fe que proviene del «lógos», de la razón creadora, y que, por tanto, está también abierta a todo lo que es verdaderamente racional.
Al llegar a este momento quisiera, en mi calidad de creyente, hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se ha intentado entender y definir las normas morales esenciales diciendo que serían válidas etsi Deus non daretur, incluso en el caso de que Dios no existiera. En la contraposición de las confesiones y en la crisis remota de la imagen de Dios, se intentaron mantener los valores esenciales de la moral por encima de las contradicciones y buscar una evidencia que los hiciese independientes de las múltiples divisiones e incertezas de las diferentes filosofías y confesiones. De este modo, se quisieron asegurar los fundamentos de la convivencia y, más en general, los fundamentos de la humanidad. En aquel entonces, pareció que era posible, pues las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables. Pero ahora ya no es así.
La búsqueda de una certeza tranquilizadora, que nadie pueda contestar independientemente de de todas las diferencias, ha fallado. Ni siquiera el esfuerzo, realmente grandioso, de Kant ha sido capaz de crear la necesaria certeza compartida. Kant había negado que se pudiera conocer a Dios en el ámbito de la razón pura, pero al mismo tiempo había representado a Dios, a la libertad y a la inmortalidad como postulados de la razón práctica, sin la cual, coherentemente, para él no era posible la acción moral.
La situación actual del mundo, ¿no nos hace pensar quizás que podría tener razón de nuevo? Lo digo con otras palabras: el intento, llevado hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas menospreciando completamente a Dios nos lleva cada vez más a los límites del abismo, al encerramiento total del hombre. Deberíamos, entonces, dar la vuelta al axioma de los ilustrados y decir: incluso quien no logra encontrar el camino de la aceptación de Dios debería de todas formas buscar vivir y dirigir su vida veluti si Deus daretur, como si Dios existiese. Este es el consejo que daba Pascal a sus amigos no creyentes; es el consejo que quisiéramos dar también hoy a nuestros amigos que no creen. De este modo nadie queda limitado en su libertad, y nuestra vida encuentra un sostén y un criterio del que tiene necesidad urgente.
Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha obscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad.
Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás.
Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres. Necesitamos hombres como Benito de Nursia, quien en un tiempo de disipación y decadencia, penetró en la soledad más profunda logrando, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, alzarse hasta la luz, regresar y fundar Montecasino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, reunió las fuerzas de las que se formó un mundo nuevo.
De este modo Benito, como Abraham, llegó a ser padre de muchos pueblos. Las recomendaciones a sus monjes presentadas al final de su «Regla» son indicaciones que nos muestran también a nosotros el camino que conduce a lo alto, a salir de la crisis y de los escombros. «Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, «adelántense para honrarse unos a otros»; tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales […] practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor; […] y nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna» (capítolo 72).
[Traducción del italiano realizada por Zenit]