Los lemas de las Olimpiadas fueron acuñados por religiosos cristianos

El barón de Coubertin quería hacer de los Juegos una verdadera religión

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ROMA, 18 sep (ZENIT.org).- «Lo importante no es ganar sino participar».
Aunque esta frase se atribuye comúnmente al barón Pierre de Coubertin,
fundador de las Olimpiadas modernas, en realidad quien las dijo por primera
vez fue el arzobispo anglicano de Pensilvania, monseñor Ethelbert Talbot, en
la catedral de San Pablo en Londres, el 17 de junio de 1908, ante los
atletas de la IV edición de los Juegos modernos.

¿Y quién ha inventado el lema olímpico oficial «Citius, altius, fortius»
(Más rápido, más alto, con más fuerza)? Todos dirían también que Coubertin.
Pero no es cierto. El eslogan fue acuñado por el padre Henri Didon,
dominico, prefecto del colegio parisino de Arcueil, en un discurso
pronunciado el 7 de marzo de 1891 a los miembros de una asociación
deportiva.

Pierre de Coubertin (1863-1937) fue el creador de los Juegos Olímpicos de
la era moderna y fundador del Comité Olímpico Internacional. Ante el gran
auge de los deportes a finales del siglo XIX, propuso públicamente en 1892
la reiniciación de los Juegos Olímpicos en su doble vertiente clásica de
competición deportiva y encuentro pacífico de todas las naciones. En
realidad Coubertin hizo popular la inspiración que le vino de dos discursos
pronunciados por otros. El padre Didon era su amigo y compañero de deportes
y podría haber pensado alguna ven en restaurar las Olimpiadas en la edad
moderna. De hecho, cuando era seminarista en Grenoble, sus superiores
organizaron unos «Juegos olímpicos» entre los estudiantes.

En todo caso, es curiosa esta estrecha coincidencia de ideas entre algunos
eclesiásticos y Coubertin, uno de los clásicos personajes muy citados y poco
conocidos. El barón francés nació el año nuevo de 1863 en Le Havre de una
madre muy piadosa que soñaba con que fuera sacerdote y de un padre
jansenista, conocido como pintor de imágenes sagradas (un cuadro suyo está
en los Museos Vaticanos).

El joven Pierre, tras realizar una peregrinación a Roma con sólo 6 años, fue
educado por los jesuitas de quienes apreció el «liberalismo» («Ninguno de
ellos ha tratado nunca de atraerme a la Compañía»). Coubertin declaró que en
la escuela de uno de ellos se había «embebido de helenismo».

Posteriormente n Inglaterra conoció al canónigo Charles Kingsley, fundador
de los llamados «Muscular Christians», un movimiento que invierte el
tradicional «desprecio por el cuerpo» de la pedagogía cristiana y propugna
el renacimiento atlético para reforzar la moralidad y la vida de fe.

Ahora bien, el diario católico italiano, «Avvenire» (17 de septiembre),
afirma que Coubertin no sólo se inspiró en valores de personas religiosas,
sino que fue más allá, hasta promover una especie de «religión» pagana del
cuerpo.

«La religión coubertiniana toma pronto una forma laica e inmanentista. La
misma restauración del mito de Olimpia no es sólo un programa de educación a
través del deporte, ni sólo el manifiesto pacifista para una coexistencia
internacional sino también un retorno a la «religión» pagana del cuerpo. El
atleta se convierte en un héroe, en un dios. Coubertin concibe la estructura
del olimpismo como una nueva religión civil, con sus símbolos, sus
tradiciones, sus ritos y sus ceremonias»», escribe el periodista Roberto
Beretta, experto en formas de religión popular. «El mismo Coubertin no negó
nunca este aspecto religioso de su invención y ya cuando anunció su
intención de reorganizar los antiguos juegos dijo: «La primera
característica esencial del olimpismo, tanto antiguo como moderno, es la de
ser una religión»… «representa, por encima y fuera de las Iglesias, la
religión superior de la humanidad».

Es evidente, constata «Avvenire», por otra parte, que todavía hoy las
Olimpiadas conservan una ritualidad pararreligiosa: el juramento olímpico,
el desfile-procesión de los países, el encendido de la llama olímpica por
vestales en el antiguo altar de Hera en Olimpia, y la carrera de relevos con
la llama olímpica que recuerda una carrera griega con antorchas que tenía un
profundo valor litúrgico.

El corazón de Coubertin fue enterrado en el templo de Apolo en Olimpia. «Hoy
sin embargo –concluye el artículo publicado por «Avvenire»–, a la luz de
Sydney 2000, alguno dirá que se equivocó: la antigua » religio athletae» ha
sido derrotada por el nogocio del deporte».

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ZENIT Staff

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