Desde el principio, ha habido oposición al tribunal en Estados Unidos.
Según informaba Associated Press (30 noviembre), el senador Jesse Helms ha
intensificado recientemente la campaña contra el Tribunal Penal
Internacional (TPI) promoviendo legislación que exige que el personal
estadounidense sea «inmunizado» de la jurisdicción del tribunal antes de
que Estados Unidos participe en cualquier operación de pacificación de
Naciones Unidas.
Helms piensa hacer de la aprobación de un proyecto de ley que impida la
participación de Estados Unidos en el tribunal una máxima prioridad el
próximo año. Está apoyado por el líder de la mayoría republicana en el
Congreso Tom DeLay. La iniciativa ha obtenido también respaldo de un grupo
bipartidista de una docena de ex funcionarios de la Administración, desde
Henry Kissinger al ex director de la CIA R. James Woolsey.
«Este tribunal limitará la capacidad de Estados Unidos para enviar
fuerzas… para defender no solamente sus intereses (globales) sino también
intereses humanitarios», dijo el portavoz de Helms, Mark Thiessen.
El Tribunal Penal Internacional, cuyos partidarios predicen que empezará a
actuar dentro de dos años, fue creado para que se ocupara de los más
atroces crímenes mundiales: genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra
la humanidad. Actuaría solamente cuando los países no quieren o son
incapaces de administrar justicia por sí mismos. Pero, desde que el tratado
estableciendo el tribunal fue firmado en Roma, en julio de 1998, los
Estados Unidos han estado haciendo campaña para exonerar a los soldados de
Estados Unidos y a los funcionarios gubernamentales de procesamientos,
hasta ahora sin éxito.
Estados Unidos se opone a la idea de que ciudadanos norteamericanos
pudieran ser sujetos de la jurisdicción del tribunal si se comete un crimen
en un país que ha ratificado el tratado, incluso si Estados Unidos no ha
sido cómplice. Washington afirma que ésto haría a las tropas y a los
ciudadanos estadounidenses vulnerables a procesamientos por motivos políticos.
Según informaba el «New York Times (7 diciembre), algunos países han
sugerido que una exención limitada dada a Francia en 1998, cuando el
tratado que establece el tribunal fue aprobado en Roma, podría extenderse a
Estados Unidos y otros países firmantes. Esta exención brindó a Francia
siete años de inmunidad por crímenes de guerra, a cambio de la promesa de
firmar y ratificar el tratado, cosa que Francia hizo a continuación. Los
franceses dijeron que necesitaban tiempo para adaptar su entrenamiento
militar y las leyes.
Sin embargo Estados Unidos presenta un problema diferente. Pide una
exención permanente para sí y para los países que no firmen. El Pentágono
ha pedido garantías de que ningún soldado o funcionario estadounidense en
una misión en el exterior pueda ser nunca juzgado por el tribunal, una
estipulación que el presidente Clinton, mientras afirmaba apoyar al
tribunal, no se atrevió a denegar.
En un comentario en el «New York Times», tanto Robert MacNamara, secretario
de Defensa bajo las presidencias de Jonh Kennedy y Lyndon Johnson, como
Benjamin Ferencz, fiscal de los juicios por crímenes de guerra de
Nuremberg, presionaban a favor de la ratificación por parte de Estados
Unidos. Así mismo el «Times» publicó un editorial a favor de la ratificación.
El asunto ha saltado a la actualidad recientemente porque, hasta el 31 de
diciembre, los estados pueden firmar al tratado y participar en el TPI sin
haber ratificado el estatuto. Sin embargo, después de esta fecha se
requieren tanto la firma como la ratificación para participar en el tribunal.
Críticas al Tribunal Penal Internacional
Las críticas al TPI se dividen en dos categorías. Un ejemplo de la primera
es un artículo en el «Sydney Morning Herald» (4 noviembre) en el que
Padraic P. McGuinness indicaba que este tratado a primera vista parece una
buena cosa. ¿Quién puede objetar –se pregunta– a la idea de castigar a
quienes han perpetrado crímenes contra la humanidad?
Sin embargo, el asunto no es tan simple. MacGuinnes pregunta: «¿Quién
define qué es un crimen de guerra?» Y también objeta que hay un peligro
real de que el TPI «sea influido en sus operaciones por la Comisión de
Derechos Humanos de Naciones Unidas o la Asamblea General de la ONU».
Esto podría conducir, dice MacGuinnes, a una situación en la que el TPI
esté compuesto por un número de dudosas personas nombradas por varios
estados de «izquierdas» y «post-coloniales», a los que se unirán los
procedentes «de las democracias reales que ven la ley internacional como un
gran modo de ejercitar el poder sin tener que preocuparse por la
democracia». La consecuencia será que quienes serán sometidos a juicio no
serán los asesinos serbios o los señores de la guerra africanos, sino los
militares estadounidenses y su comandante en jefe, el Presidente de los
Estados Unidos.
La segunda categoría de objeciones está representada por Mary Jo Anderson,
en un artículo publicado en el número de octubre de la revista «Crisis».
Anderson indicaba que el TPI tendrá el poder de reforzar las controvertidas
políticas sociales de las Naciones Unidas. El secretario de la ONU, Kofi
Annan, saludó al TPI como «un gigantesco paso en la marcha hacia los
derechos humanos y el establecimiento de la ley universales». Pero Anderson
preguntaba: «¿Qué derechos son derechos humanos universales?».
Señalaba Anderson que la reunión de revisión de la Conferencia de la ONU
sobre la Mujer de Pekín, «Pekín+5», siguió la fórmula: «Los derechos de las
mujeres son derechos humanos». Además, el término «salud y derechos
reproductivos» es parte de la comprensión de Naciones Unidas de los
derechos de la mujer y de los «derechos de las jóvenes».
Así, podríamos vernos conducidos a una situación en la que el TPI reforzara
un sistema de derechos internacionales que incluyera los derechos al
aborto, orientación sexual y matrimonios homosexuales y los derechos de la
tierra a ser protegida de «parásitos humanos», conduciendo así a programas
de control de población de Naciones Unidas.
Habría que indicar que los países han acordado ratificar el TPI antes de
que sean definidos términos cruciales o haya sido claramente diseñada la
implementación de medidas. Anderson ve en esto una típica táctica
burocrática de Naciones Unidas en la que se propone la idea humanitaria y
los gobiernos acuerdan los principios, pero los grupos radicales controlan
las definiciones y la implementación.
Para que estos temores no sean considerados exagerados, Anderson explica la
naturaleza de una acusación contra el Vaticano presentada por la Red
Europea de la Federación Internacional de «Planned Parenthood», el 24 de
junio. Al cierre de la sesión especial de «Pekín+5» en Naciones Unidas, las
ONGs radicales y la coalición de naciones occidentales fueron de nuevo
detenidas en su promoción de un derecho universal al aborto.
Dos semanas más tarde, en una carta abierta al Papa Juan Pablo II, «Planned
Parenthood» perfilaba su conflicto con la Santa Sede: aborto y violación;
condones y SIDA; educación sexual y homosexualidad. La carta reclamaba:
«…estamos profundamente preocupados de que usted no parezca reconocer que
las opiniones y las acciones de la Santa Sede… han sido vistas por muchos
como… guerra… que aporta… sufrimiento y muertes…» Anderson
preguntaba: «¿Podría el Santo Padre ser considerado responsable por parte
del TPI (una vez plenamente ratificado) de los millones de muertes por SIDA
a causa de la prohibición de l
a Iglesia de usar condones?».
Sin duda, un tribunal internacional capaz de perseguir las violaciones de
los derechos humanos fundamentales podría hacer mucho bien. Sin embargo,
dada la trayectoria de la ONU en la redefinición del concepto de derechos
para incluir conceptos profundamente anticristianos, hay muy buenas razones
para recelar de cómo podría ser usado el poder del TPI.
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