Testimonio: Hijo de dos beatos

El recuerdo de Paolino Beltrame Quattrocchi

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ROMA, 21 octubre 2001 (ZENIT.org).- Por primera vez en la historia tres hermanos han podido participar este domingo en la beatificación de sus padres.

Cesare Beltrame Quattrocchi, de 92 años, quien al abrazar la vida religiosa asumió el nombre de Paolino, es uno de ellos. En este testimonio recuerda con sencillez la figura de sus padres, Luigi (1880-1951) y María (1884-1965).

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Si bien nunca había imaginado que un día serían proclamados santos por la Iglesia, puedo afirmar sinceramente que siempre percibí la extraordinaria espiritualidad de mis padres.

En casa, siempre se respiró un clima sobrenatural, sereno, alegre, no beato. Independientemente de la cuestión que debíamos afrontar, siempre la resolvían diciendo que había que hacerlo «de tejas para arriba».

Entre papá y mamá se dio una especie de carrera en el crecimiento espiritual. Ella comenzó en la parrilla de salida, pues vivía ya una intensa experiencia de fe, mientras que él era ciertamente un buen hombre, recto y honesto, pero no muy practicante.

A través de la vida matrimonial, con la decisiva ayuda de su director espiritual, también él se echó a correr y ambos alcanzaron elevadas metas de espiritualidad.

Por poner un ejemplo: mamá contaba cómo, cuando comenzaron a participar diariamente en la misa matutina, papá le decía «buenos días» al salir de la iglesia, como si sólo entonces comenzara la jornada. De las numerosas cartas que se dirigieron, que hemos podido encontrar y ordenar, emerge toda la intensidad de su amor.

Por ejemplo, cuando mi padre se iba de viaje a Sicilia, era suficiente que llegara a Nápoles para que enviara un mensaje, en el que contaba a su mujer lo mucho que la echaba de menos. Este amor se transmitía tanto hacia dentro –durante los primeros años de matrimonio vivían también en nuestro piso los padres de ambos y los abuelos de ella– como hacia fuera, con la acogida de amigos de todo tipo de ideas y ayudando a quien se encontraba en la necesidad.

La educación, que nos llevó a tres de nosotros a la consagración, era el pan cotidiano. Todavía tengo una «Imitación de Cristo» que me regaló mi madre cuando tenía diez años. La dedicatoria me sigue produciendo escalofríos: «Acuérdate de que a Cristo se le sigue, si es necesario, hasta la muerte».

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ZENIT Staff

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