El Papa a Argentina: La familia, «bien insustituible de la sociedad»

Discurso al segundo grupo de obispos en visita «ad limina»

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CIUDAD DEL VATICANO, 5 marzo 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación el discurso que pronunció Juan Pablo II este lunes a obispos del segundo grupo de la Conferencia Episcopal de Argentina, que ha cumplido con su quinquenal visita «ad limina» al Papa y a la Sede de Pedro.

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Me complace dar mi cordial saludo de bienvenida a vosotros que formáis el segundo grupo de Obispos argentinos en visita «Ad limina». En vuestra peregrinación a las tumbas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y en los encuentros con el Obispo de Roma y sus colaboradores encontraréis un nuevo dinamismo para proseguir en vuestra misión episcopal, siendo conscientes de que Cristo no abandona nunca a su Iglesia (cf. Mt 28,20) y la guía con la fuerza de su Espíritu, para que sea en medio del mundo signo de la salvación. Que Él, maestro de pastores, os colme de esperanza y os haga testigos de ella en vuestra vida (cf. 1Pe 3,15), edificando así a todos los fieles confiados a vuestra atención pastoral.

Agradezco a monseñor Estanislao Karlic, arzobispo de Paraná y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, sus amables palabras renovándome la adhesión de cada uno de vosotros y de las comunidades eclesiales que presidís en nombre del Señor, presentándome al mismo tiempo las orientaciones pastorales que guían vuestro ministerio para que los hombres y mujeres de la querida Nación Argentina caminen hacia la comunión íntima con Dios, Uno y Trino. En estos momentos la Iglesia ha de avanzar con el extraordinario dinamismo de la efusión de gracia que como «un río de agua viva» se deriva de la celebración, aún reciente, del Gran Jubileo (cf. «Novo millennio ineunte», 1), y que ha de traducirse en fervientes propósitos y en líneas de acción concreta (cf. Ibíd., 3).

2. A este respecto, es de apreciar el esmero puesto por llevar a la práctica las orientaciones dadas en la Carta apostólica «Tertio millennio adveniente» para la preparación y celebración del Gran Jubileo. En Argentina, en este sentido se puede recordar el Encuentro Eucarístico Nacional del año 2000, que incluyó un serio examen de conciencia favoreciendo el espíritu de reconciliación. Así mismo, con ese espíritu habéis llevado a cabo una amplia y capilar consulta a las distintas Iglesias particulares y a diversas comunidades cristianas con vistas a actualizar las «Líneas pastorales para la Nueva Evangelización» aprobadas en 1990. Todo ello, completado con la acogida y reflexión basada en la Carta apostólica «Novo millennio ineunte», adoptando los criterios pastorales de la misma para publicarlos próximamente con el sugestivo título de «Navega mar adentro».

Quiero alentaros en vuestras opciones por afrontar de manera eficaz la nueva evangelización, como son la perseverancia creativa de las cotidianas acciones de la pastoral ordinaria, la acogida cordial y la renovación en santidad por parte de las comunidades parroquiales, todo ello unido a la sólida formación cristiana que favorezca el compromiso misionero de los laicos.
Como he señalado en la carta apostólica «Novo millennio ineunte» nos encontramos ahora ante «el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria» (n. 29), que es siempre una tarea apasionante. Esta no significa que cada cual lleve a cabo su labor conforme a criterios individuales, sino, por el contrario, que se ha de conformar con los criterios propios del proyecto pastoral de la respectiva diócesis, convergiendo después con las prioridades conjuntas y respondiendo a las necesidades de evangelización actuales de los argentinos.

No dudéis nunca en poner todo vuestro celo y empeño pastorales en los trabajos de la nueva evangelización, con la íntima convicción de que iluminará la acción de los laicos cristianos y podrá ser remedio eficaz y duradero para los duros y graves males que actualmente padecen muchos habitantes de vuestra Nación.

3. En vuestra acción pastoral contáis con la ayuda de los sacerdotes, unidos a su Obispo según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía «como las cuerdas a la lira» («Ad Efesios» 4,1). Ellos, en virtud de su ordenación han recibido una consagración peculiar que los destina para «predicar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino» («Lumen Gentium» 28), siendo signo y expresión de la caridad pastoral de Cristo en su función de enseñar, santificar y regir al pueblo que se les encomienda. Participan de la misión confiada por Cristo mismo y reconocida por la Iglesia, que no ha de ser vivida como simple ejercicio de una función humana y que ha de ser custodiada todos los días como un don precioso de Dios.

El sacerdote debe recordar que, antes de nada, es hombre de Dios y, por eso, nunca puede descuidar su vida espiritual. Toda su actividad «debe comenzar efectivamente con la oración» (San Alberto Magno, «Comentario de la teología mística», 15). Entre las múltiples actividades que llenan la jornada de cada sacerdote, la primacía corresponde a la celebración de la Eucaristía, que lo conforma al Sumo y Eterno Sacerdote.

En la presencia de Dios encuentra la fuerza para vivir las exigencias del ministerio y la docilidad para cumplir la voluntad de Quien lo llamó y consagró, enviándolo para encomendarle una misión particular y necesaria. Por ello, la celebración devota de la Liturgia de las Horas, la oración personal, la meditación asidua de la Palabra de Dios, la devoción a la Madre del Señor y de la Iglesia y la veneración de los Santos, son instrumentos preciosos de los que no se puede prescindir para afirmar el esplendor de la propia identidad y asegurar el fructuoso ejercicio del ministerio sacerdotal.

Siendo una misión exigente y que las circunstancias actuales hacen difícil en muchas ocasiones, corresponde a vosotros, queridos Obispos, ayudarles, acompañarles y seguirles, preocupándoos de las necesidades de su vida y proporcionándoles los medios materiales, espirituales y formativos para vivir con gozo y dignidad su ministerio. ¡Qué sintiéndose acogidos por quienes sois como padres suyos, vayan al encuentro de los hombres para anunciarles con dinamismo el Evangelio y los hagan discípulos del Señor!

4. La vida parroquial es el medio ordinario con el que los fieles de toda clase y condición participan de la vida de la Iglesia y reciben la gracia de Dios. En la Carta apostólica «Dies Domini» escribí: «Entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y su Eucaristía» (n. 35), ya que en ella Cristo está presente en su Iglesia de manera más eminente como fuente y culmen de la vida eclesial. Por esa razón el Concilio Vaticano II recomienda que «los párrocos han de procurar que la celebración de la Eucaristía sea el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana» («Christus Dominus», 30).

Como Pastores sabéis bien la importancia de la Santa Misa para la edificación, crecimiento y la revitalización de las comunidades cristianas. Nada podrá suplirla jamás, pues aunque la Celebración de la Palabra, cuando falta el presbítero, es conveniente para mantener viva la fe, la meta a la que se debe tender es la regular celebración eucarística.

La Santa Misa, con la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía, hace que los fieles tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10), recibiéndola del mismo Cristo, que así modela y nutre a su Iglesia. A este respecto, el «Catecismo de la Iglesia católica» recuerda que «la celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia» (n. 2177), ya que ella hace revivir a los cristianos «la intensa experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Señor Resucitado se les manifestó estando reuni
dos (cf. Jn 20,19)» («Dies Domini», 33).

Se debe incrementar, pues, una acción pastoral que favorezca una participación más asidua de los fieles en la Eucaristía dominical, la cual ha de ser vivida no sólo como un precepto sino como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana. Por ello escribí: «Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical» (Ibíd., 81). Más recientemente he señalado también que se ha de dar «un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana» (Novo millennio ineunte, 35).

5. Otro campo de la acción pastoral que requiere especial atención es el de la promoción y defensa de la institución familiar, hoy tan atacada desde diversos frentes con múltiples y sutiles argumentos. Asistimos a una corriente, muy difundida en algunas partes, que tiende a debilitar su verdadera naturaleza. Los mismos fieles católicos, en ocasiones, por variados motivos, no recurren al Sacramento del matrimonio para dar comienzo a su unión en el amor. Es importante recordar que Cristo «mediante el Sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece, además con ellos para que, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su entrega mutua, se amen con perpetua fidelidad» (Gaudium et spes, 48).

Conozco el empeño que ponéis en defender y promover esta institución, que tiene su origen en Dios y en su plan de salvación (cf. «Familiaris consortio», 49). La extensión de la crisis del matrimonio y de la familia no ha de llevar al abatimiento o a la dejadez, al contrario, nos ha de impulsar a proclamar, con firmeza pastoral, como un auténtico servicio a la familia y a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y la familia establecida por Dios. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la grave responsabilidad de tomar las decisiones sobre el bien común de la nación. Esta verdad es válida no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante su degradación o la pérdida de su identidad.

A este respecto, los esposos comprometidos en la Iglesia deben, con la ayuda de los pastores, esmerarse en profundizar en la teología del matrimonio, ayudar a las parejas jóvenes y a las familias en dificultad a reconocer mejor el valor de su compromiso sacramental y a acoger la gracia de la alianza que han sellado como bautizados. Las familias cristianas han de ser las primeras en testimoniar la grandeza de la vida conyugal y familiar, fundada en el amor mutuo y en la fidelidad. Gracias al sacramento, su amor humano adquiere un valor superior, porque los cónyuges manifiestan el amor de Cristo a su Iglesia, asumiendo al mismo tiempo una responsabilidad importante en el mundo: engendrar hijos llamados a convertirse en hijos de Dios, y ayudarlos en su crecimiento humano y sobrenatural.

Queridos hermanos: acompañad a las familias, alentad la pastoral familiar en vuestras diócesis y promoved los movimientos y asociaciones de espiritualidad matrimonial; despertad su celo apostólico para que hagan propia la tarea de la nueva evangelización, abran sus puertas a quienes viven en situaciones difíciles, y den testimonio de la gran dignidad de un amor desinteresado e incondicional.

No hay que olvidar, además, que para la defensa y promoción de la institución familiar es importante la adecuada preparación de quienes se disponen a contraer el sacramento del matrimonio (cf. cc. 1063-1064 C.I.C.). De este modo se promueve la formación de auténticas familias que vivan según el plan de Dios. En esta tarea no sólo se han de presentar a los futuros esposos los aspectos antropológicos del amor humano, sino también las bases para una auténtica espiritualidad conyugal, entendiendo el matrimonio como una vocación que permite al bautizado encarnar la fe, la esperanza y la caridad dentro de su nueva situación personal, social y religiosa.
Completando esta preparación específica, se puede aprovechar también como una ocasión de reevangelización para los bautizados que se acercan a la Iglesia a pedir el sacramento del matrimonio. Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes poseen con frecuencia una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos esto no se corresponde con una mayor formación en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una grave ignorancia religiosa en las jóvenes generaciones, sino, lo que es más triste, un cierto vacío moral y una acusada carencia del sentido trascendente de la vida.

6. Queridos hermanos: con estas reflexiones sobre algunos temas quiero alentaros en vuestro servicio a la Iglesia de Dios que peregrina en la Nación Argentina. Dentro de unos días regresaréis a vuestro País para animar a los sacerdotes y fieles a vivir el camino cuaresmal y celebrar con renovado vigor las anuales fiestas pascuales, culmen del año litúrgico. Llevad mi saludo en primer lugar a los jóvenes, llamados a ser «centinelas de la aurora» de este nuevo milenio, esperanza de la Iglesia y de la Nación, en particular tengo presentes a los jóvenes argentinos que en los Seminarios y diversas y numerosas casas de formación se preparan al sacerdocio; a las familias, escuelas de rica humanidad y de virtudes cristianas; a los pobres y necesitados, que han de seguir siendo objeto de vuestros desvelos y atenciones; a los profesionales de los diversos campos de la actividad humana, que han de ser los constructores de la Patria y de la sociedad renovada en estos momentos tan particulares de vuestra historia; a los enfermos y a los ancianos; a los sacerdotes y demás consagrados, testigos de lo trascendente en un mundo en el que todo cambia y parece arduo. Que sobre vosotros y vuestras comunidades cristianas desciendan las bendiciones del Señor, por intercesión de la Virgen de Luján, Madre de todos los argentinos y en cuyo manto se reflejan los colores de la enseña patria. Como confirmación de estos deseos, os acompañe la Bendición Apostólica que complacido os imparto y extiendo a todos los fieles argentinos.

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ZENIT Staff

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