CIUDAD DEL VATICANO, 8 marzo 2002 (ZENIT.org).- ¿Qué es lo que tienen en común las agujas de un reloj, un pequeño rosario de plástico, y la fe?, preguntó este viernes un fraile capuchino al Papa y a sus colaboradores.
La capacidad para «brillar en la oscuridad», respondió el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
El dolor provocado en la rodilla derecha por la artrosis no impidió a Juan Pablo II dirigirse a la capilla Redemptoris Mater del Vaticano, a las nueve de la mañana, para poder escuchar la segunda de las cuatro meditaciones con las que este religioso está ayudando a prepararse espiritualmente a la Curia romana para la Semana Santa.
El predicador explicó que al igual que la fosforescencia física de estos objetos se hace poco a poco más tenue, pero se intensifica al exponerse al sol, así también el creyente puede recuperar su propia fosforescencia «espiritual», exponiéndose a una luz adecuada, la del rostro de Cristo.
Este rostro, insistió el predicador como ya había hecho el viernes anterior, es ciertamente humano, pero al mismo tiempo, como ha anunciado la Iglesia durante dos mil años, es sobre todo divino.
Cantalamessa recordó que en numerosos pasajes del Antiguo Testamento se atestigua la conciencia de Cristo de actuar «con la misma autoridad de Dios», «juez final de los hombres y de la historia» y no como un simple «oscuro rabí de Galilea».
Ahora bien, el predicador pontificio aclaró que la Sagrada Escritura no es el único motivo que lleva a la Iglesia a proclamar la plena divinidad de Cristo. La hace también gracias a «la experiencia de salvación que ha hecho de Él».
Es la experiencia que revoluciona tantas vidas con discreción, sin ruido, a veces revelada sólo en el secreto del confesionario, añadió.
«También hoy tiene lugar algo totalmente nuevo e imposible de medir cada vez que una persona, sin dilación, sale de la esfera de la neutralidad del mundo, de la esfera de la simple palabrería, y exponiéndose como el ciego de nacimiento a ser expulsado de la «sinagoga» de los doctos, afirma: «¡Yo creo, Señor!»», explicó el predicador.
«Esos momentos –añadió — hacían exultar a Jesús durante su vida terrena y le llevaban a exclamar: «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ha escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños»».
El deseo del padre Cantalamessa para el Papa y sus colaboradores al final de la meditación fue claro: «Que el Espíritu Santo nos permita estar entre estos «pequeños», hoy y siempre».