CIUDAD DEL VATICANO, 11 octubre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de María Christina Sá, responsable de la arquidiócesis de Río de Janeiro para la atención a los niños de la calle pronunciada en el Congreso catequístico internacional celebrado del 8 al 11 de octubre en el Vaticano por iniciativa de la Congregación Vaticana para el Clero.
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Soy laica, casada hace 46 años, madre de tres hijas, abuela de seis nietos y, hace más de 30 años, comprometida con la Pastoral Social de la Arquidiócesis de Rio de Janeiro. Coordino la Pastoral de los niños y de los jóvenes que viven en abandono y en situación de riesgo en nuestra ciudad.
Emocionada y agradecida, recibí la invitación en esta grande, justa y merecida celebración de los 10 años del Catecismo de la Iglesia Católica, para abordar el tema: «El papel de la Familia en la Catequesis». Intentaré hacerlo a partir de la convivencia con nuestros niños, sus familias y a partir de la vida y de la realidad de mi tierra que creo, no difiere mucho de la vida y de la realidad de nuestros hermanos de América Latina así como también de la vida y de la realidad de África, parte constitutiva de las raíces del pueblo brasileño.
El papel de la familia en la catequesis
Es la familia en sí, en su más propia esencia, el lugar de la natural experiencia del amor gratuito, que tiene una singular co-naturalidad con lo que es más profundo de la catequesis: gratuidad del amor y mistagogía que guardan entre si una intrínseca correlación.
Lo más profundo de la catequesis encuentra una natural analogía en la familia, y no se puede abstrae de la catequesis, la experiencia existencial del niño, del joven o del adulto. Sería como enseñar teología exclusivamente a través de la transmisión de edificios conceptuales y de construcciones mentales, en si fundamentales y correctos, pero sin que el teólogo demostrase entusiasmo, sin exigir de los alumnos una radical entrega existencial a Cristo.
La catequesis debe y quiere ser en esencia mistagógica: conocer el misterio para vivirlo. Esto no solo sucede en la familia, sino en el amor de los padres; el niño vive, participa del misterio de la bondad de Dios. En la familia se vive el amor, ofrecido, correspondido en su incomparable
gratuidad. Antes que exista una reflexión explícita sobre el amor. Nadie pone en duda que la madre y el padre aman, porque esa experiencia antecede a la reflexión.
En la familia de Belén, donde casi todo faltaba materialmente, hay un amor que vive del misterio. María sabe que está protegida por un hombre marcado por Dios. José admira con inefable temor el misterio de Dios en su esposa. El niño, portador de todo misterio, es la razón de ser del misterio de esta maternidad efectiva y de esta paternidad espiritual.
La madre sabe que la misericordia de Dios traspasa todo su sentir y amor maternos (cf. Is 49, 15), pero ella también sabe ser símbolo, imagen y anuncio del propio Dios. En su oración se abre la puerta de la eterna misericordia de Dios, entregándose a si y a todos los suyos siempre de nuevo al misterio de la eterna protección.
Sin embargo, el ideal cristiano de la vida, del amor de la familia, está amenazado por la realidad que nos acompaña y nos interroga. No se trata solamente de las dolorosas limitaciones que cada uno de los miembros de la familia puede llevar consigo, sino del reto a la familia de hoy que coloca interrogaciones más amplias y graves que amenazan constantemente el fundamento de la vida cristiana.
Uno de los efectos de mayor impacto de la actual cultura tecnológica fue retirar de la familia las funciones que ejercía por milenios. Era la familia y en la familia, principalmente la mujer, que transmitía los conocimientos, los frutos de la cultura, a sus hijos, los frutos de su vientre. Hasta hoy, en muchas lenguas, como símbolo de esta función primordial de la mujer, se habla en «lengua materna». Es por la madre – por la mujer – que el niño, fruto de su crianza, aprende a comunicarse. Aprendiendo la lengua en su familia, en el hogar, el niño va asimilando el legado cultural transmitido de generación en generación. Enseñando la lengua en el seno de la familia, era la familia y principalmente la madre, quien enseñaba a rezar. Era la catequesis en el propio hogar.
La cultura tecnológica transformó este proceso milenario, arrancando a la mujer muy rápido del hogar en busca de la sobre vivencia, llevándola al trabajo en las industrias, en el comercio y la oficinas. Su función de maestra, su misión materna fue transferida para innumerables instituciones, que funcionan en gran parte, gracias al trabajo asalariado de la mujer. No hay duda que la vida moderna, bajo el signo de la globalización de una economía de mercado incentivó poderosos factores de ruptura del vínculo conyugal y familiar, con graves consecuencias espirituales y morales.
Es en este mundo que la familia está llamada a salvar siempre de nuevo y a transmitir a la próxima generación el sentido total de la vida: el amor, el perdón, la gratuidad, la fe en Jesús «que nos amó y se entregó por nosotros» (Gl 2, 19 ss). Con su vivencia testimonial, la familia coloca el más sólido fundamento de toda futura catequesis: experiencia de amor y responsabilidad.
El reto de las circunstancias actuales y la catequesis
Hago parte de un país que supuestamente es el mayor país católico del mundo, con 160 (ciento sesenta) millones de fieles católicos, si no por autenticidad de vivencia cristiana, por lo menos por bautismo y declaración al censo. Brasil que ya fue apuntado como dueño del mayor rebaño católico del planeta, se transformó en un país más diversificado, en lo que se refiere a la fe religiosa. Creció el número de ciudadanos que se declaran evangélicos o sin religión, mientras se constata la poca vivencia de muchos católicos y la agresividad de sectas pentecostales o neo-pentecostales, que tienen éxito en sectores pobres que migraron para las ciudades, perdiendo su raíces.
En una investigación realizada en todo Brasil se entrevistó jóvenes entre 12 y 18 años. Brasil tiene actualmente cerca de 21.249.557 adolescentes, es decir 12,5 % del total de la población brasileña. 95% consideran la familia como la institución más importante para la sociedad.
Datos que llaman la atención, en relación a la sexualidad: el porcentaje de adolescentes que tienen o ya tuvieron una relación sexual es de 32,8%; de las adolescentes que ya tuvieron relaciones sexuales, 16.6% resultaron grávidas; de las que estaban grávidas, 28.8 no tuvieron los bebés. La unión informal creció diez puntos porcentuales desde el año 1991 hasta el 2000.
Por otro ángulo, Brasil vive el flagelo de una sociedad profundamente desigual, con altos índices de concentración de riqueza y exclusión social. Solamente en este año, más de tres millones de jóvenes, entre 15 y 24 años, estarán prontos para ingresar en el mercado de trabajo con exiguas oportunidades de conseguirlo.
En Rio de Janeiro, el porcentaje de desempleo llega a 24 % de los jóvenes de las «favelas», formando un verdadero ejercito para alimentar las tropas de la contravención y de la marginalidad, que, muchas veces, surge como una alternativa seductora para suplir las necesidades básicas de sobre vivencia. La falta de diálogo, cariño, autoridad y el cuidado que marcan los hogares de familias desestructuradas, inducen el joven a la criminalidad. Muchos padres, víctimas del stress de la lucha por sobrevivir, reemplazan el diálogo por la agresión física, haciendo de la violencia su método de enseñanza: peleas en casa, falta de diálogo, ausencia de autoridad, de límite y la violencia en las relaciones interpersonales en la escuela, en el trabajo y en el medio social.
«Salí de la cárcel en enero de 2001; Hoy estoy en la condicional. Vendía ajo en la calle.
Conseguía unos R$ 30,00 (equivalente a menos de 10 diez dólares) por semana. El mes pasado, el dueño de la casucha donde vivo con 4 hijos estuvo amenazándome de expulsión por causa del alquiler de R$ 200,00 (poco más de 50 dólares). Me indignó. Le dije a mi familia que iba a volver a la calle, a la vida del crimen, que así ganaría más dinero, ellos acabaron convenciéndome a non hacerlo. Tengo mucho miedo de reincidir. Si no tengo donde vivir y si mi hijo pasa hambre. Un hombre sale de dentro de la prisión, pero la prisión nunca sale de dentro del hombre». – Esa es la historia que se repite a cada día en mi trabajo.
Esta problemática situación toca con particular intensidad a las familias, y crea la inestabilidad de sus estructuras. Esa realidad da a luz una multitud de jóvenes sin condiciones mínimas de sobre vivencia, que van a reproducir el ciclo de la degradación y de la violencia. Son niñas prostituidas en edad tierna que no tienen la menor idea de lo que es una familia, un hogar. Otras, huyen de sus bohíos para encontrar en la calle algún medio de subsistencia, recurriendo a múltiples estrategias, desde un malabarismo en un semáforo hasta actitudes más violentos, como asaltos. Estos niños de la calle, si están abandonados a su propia suerte, se tornan víctimas de las siguientes alternativas: o son exterminadas por la violencia, o por el consumo de drogas baratas y mortales; o son reclutadas a la fuerza y llevadas a instituciones ineptas que se transforman en una escuela de crimen; o son captadas para el tráfico de drogas.
Signos de esperanza e alternativas de evangelización
Junto a esos jóvenes adormece lo que puede haber de más rico en nuestra condición humana: la capacidad de amor, de compasión y de solidaridad. Es Cristo que está allí. Es nuestra más divina humanidad que está guardada en aquel niño, en aquel joven, bien a nuestro alcance. Es la imagen de Dios, el Plano de Amor de Dios, que está siendo ultrajado, despreciado, insultado en tantas existencias humanas, humilladas y esclavizadas. Es allí che la Iglesia cumple su papel bi-milenario junto a tantos que nacen en los pesebres de la nueva Belén de los asfaltos.
En ese escenario, el Cardenal Eugenio de Araujo Sales, en 1984, entonces Arzobispo de Rio de Janeiro, creó la Pastoral del Menor de la Arquidiócesis, con el objetivo de colocar el niño concreto, irrepetible, empobrecido pero portador de la revelación de Dios, como el centro de la vida de la Iglesia y de la sociedad humana. En nuestro trabajo, la Pastoral del Menor busca la reinserción social de estos niños y adolescentes, la reestructuración de sus vínculos familiares, actuando en el plano social y espiritual, de modo que se prepare el terreno donde la semilla de la palabra de Dios pueda germinar con todo su vigor. Hay que considerar el niño a ser evangelizado, en su personalidad propia, con sus heridas y a partir de su realidad. Pero es necesario también reconstruir, en la medida de la posibilidad, el tejido familiar, a partir del cual se puede iniciar un camino de catequesis, para que esa familia, rescatando la dignidad de cada una de las personas, pueda cumplir su papel en la sociedad y en la Iglesia.
No basta saber quienes son esos niños. Ellos quieren ser vistos y oídos, para ver y oír como el ciego Bartimeo, que, sentado al margen del camino, viendo a Jesús, grita: «Jesús, ten compasión de mí!…». Es verdad que una multitud intenta encubrir la fuerza de ese grito, a veces de forma violenta, pero la mayoría de las veces, a través de la indiferencia, del prejuicio, de la negación. Si embargo, los gritos se hacen cada vez más fuertes y insistentes. Que hacer entonces? Jesús nos enseña la sabiduría y la humildad: «Que quieres que haga?». Reconocerlos en su humanidad, en su realidad, en su ciudadanía, significa reconocer a la persona de esos pobres y desvalidos el derecho de construyeren su propia vida como personas criadas a la imagen y semejanza de Dios. El reconocimiento de la persona ultrapasa los límites de lo materialmente necesario, de un simples plato de comida. La lectura del Evangelio non señala el camino para escuchar, para el apoyo solidario. La solidariedad es humilde, nace de saber escuchar y emana de la profunda percepción de ser todos iguales en nuestra humanidad. «Que quieres que haga?» En el mandamiento del amor, Jesús expresa en gestos concretos su identificación con los excluidos. Seguir a Jesús, a su persona, a su mensaje, es nuestra misión. Buscar la fidelidad y la coherencia en seguir a Jesús, en la práctica de la caridad transformadora que salva y promueve.
¿Como dar la Catequesis?
¿Como se dará la catequesis? ¿Con qué lenguaje anunciar la Buena Nueva? ¿Cómo hacer que resuene y llegue a aquellos que han de oír (EN, 22)? Ahí está entonces el catecismo buscando caminos y métodos para educar en la fe del Señor Jesús. Catecismo que no es fin sino un medio que está ligado al tiempo, a la historia y a la cultura.
La realidad religiosa de nuestros adolescentes y sus familias es pluralista y multiforme. Un buen numero se dice católico, el bautismo en la Iglesia Católica es un marco, pero se observa que la religión es, muchas veces, reducida a una bendición u protección de Dios, a una garantía contra los males en general. La religión, así entendida superficialmente, pasa a ser un instrumento de bálsamo, de respuesta inmediata a sus angustias y inseguridades, ante el cuadro sin respuesta en que se mueven. Es fundamental hacerlos descubrir la relación personal con Dios, consigo mismos y con el prójimo. Llevarlos a experimentar el amor concreto, el amor mayor, colocando en evidencia los valores fundamentales del Evangelio, para eliminar un pasado negativo e impulsarlos hacia la búsqueda de una vida nueva. Es importante también mostrar la figura maternal de Nuestra Señora, como valor de mujer y de madre, que muchas veces ellos no tuvieron.
Me parece fundamental para la catequesis una experiencia que tanto antecede a la palabra del anuncio, como la confirma. La familia es, de modo privilegiado, esta escuela de la vida y de la palabra. Es importante que los jóvenes sepan leer críticamente las señales y contraseñales de la historia, que tengan una visión crítica de la sociedad y de la política. Pero non me parece justo, como as veces puede acontecer, que ciertos círculos bíblicos, material de catequesis u homilías, privilegien esa dimensión socio- política, como se fuera la única, y ya no formen la conciencia y el corazón, a luz de la fe, en las relaciones primarias, en los gestos y en la convivencia familiar y de los grupos.
En el capítulo primero – el Encuentro con Jesús Vivo – de la Exhortación apostólica Ecclesia in America, Juan Pablo II resalta que el encuentro del Señor en el Nuevo Testamento «desencadena un autentico proceso de conversión, de comunión y de solidaridad». Cuando se sigue a Cristo, de él proviene el punto de referencia de nuestra acción, sacramento de salvación para los necesitados de misericordia, cuando en la cruz abrió las puertas del Reino a Dimas: «En verdad te digo: hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 2).
Los cristianos y la catequesis
El anuncio de la Buena Nueva, pregonado por el Señor, debe resonar hoy en el seno de las familias, como en las primeras comunidades cristianas, como un eco para suscitar en lo más intimo de los oyentes el deseo de cambio radical de propia vida, en una autentica conversión.
Todos tenemos necesidad del Evangelio. Tenemos el compromiso de buscar caminos para llevar el anuncio a todos, así como hizo el Apóstol Pablo, respetando las particularidades de cada comunidad donde predicaba.
Es importante vivir nuestra fe integral, no en un sentido quimérico, sino en el sentido de apertura a un futuro ya presente en la historia, garantía de una civilización solidaria. El mundo asiste a una renovación gigantesca del Pentecostés primordial. Ningún líder contemporáneo ha sido
visto y escuchado directamente por más de 100.000 millones de personas, como en el caso del papa Juan Pablo II. Más de 100 millones de seres humanos oyeron en su propia lengua las grandezas de Dios – magnalia Dei – de un Dios rico en misericordia, de un Dios redentor del hombre, que revela al hombre su propio misterio y su .destino ultimo. A pesar de todos los peligros y de todas las amenazas, el Evangelio está presente en nosotros. Juan Pablo II, con su magisterio e con sus viajes apostólicas, es un catequista. Él es el catequista por excelencia para el mundo de hoy, con sus necesidades y con sus angustias. «Abrid la puerta a Jesucristo, el Redentor! No tengáis miedo! Duc in altum!»
Es importante desarrollar una acción intensa de catequesis del laicado; los laicos son numerosos y dispersos, deben asumir la conciencia de su responsabilidad como laicos en la sociedad y en la cultura contemporánea. Promover los laicos no significa clericalizarlos y la falta actual de sacerdotes no puede ser substituida con una «promoción» (entre comillas) de los laicos a actividades y funciones que son propias del sacramento de la Orden. La colaboración efectiva al ministerio ordenado, valor innegable de nuestra iglesia contemporánea, no puede alejar el laico de su campo específico en la orden temporal: santificar el mundo, redimir las estructuras injustas y de pecado, criar las condiciones para que las familias afectadas por la injusticia puedan asumir su papel esencial de constructoras de la sociedad y de catequistas de sus hijos.
Se debe motivar y acompañar al laico para un discipulado real y siempre de nuevo comenzando, para conseguir poco a poco imitar la entrega de Jesús, para percibir y comprender Su palabra como revelación amorosa del Padre, y para reconocer, como Jesús, la santa vocación que existe en cada hermano. De aquí nace la verdadera dedicación misionera y evangelizadora. Es importante aquí recordar y subrayar lo que el grande Pablo VI decía, en su documento magistral sobre la catequesis, acerca de la amplitud de la acción catequética en la formación de los cristianos, desde la más pequeña infancia hasta la edad adulta y la vejez. Somos todos catequizandos y tenemos que ser todos catequizadores.
Todos debemos cultivar la conciencia de ser, en el aquí e ahora, un discípulo de Jesucristo, bajo la mirada misericordiosa del «Padre que nos ama» (Job 16,27). Aquí aprendemos a vivenciar esta inefable síntesis: conocer a Dios Padre, revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo, nos lleva a amar, a afirmar, a promover generosamente todos nuestros hermanos.
Solo así se puede garantizar el desarrollo integral del hombre, que es criatura de Dios. Su plenitud es gloria del Soberano Artífice: «Gloria Dei vivens homo. Salus hominis Deus vivens» (La gloria de Dios es el hombre ; la redención del hombre es el Dios vivo).