ROMA, 14 noviembre 2002 (ZENIT.org).- Por primera vez en la historia de Italia un obispo de Roma visitó el Parlamento de Italia, oportunidad que le sirvió a Juan Pablo II para proponer que las relaciones Iglesia-Estado estén marcadas por la «colaboración», la «independencia» y la «autonomía».
En su discurso de cuarenta minutos, interrumpido veinte veces por los aplausos de parlamentarios y senadores reunidos en sesión conjunta, el pontífice tocó los grandes argumentos de la actualidad italiana y mundial: la crisis demográfica, los desafíos del sistema educativo, el papel de los medios de comunicación, la clemencia para los encarcelados, la solidaridad con los marginados, la emergencia terrorista…
El interés con que la opinión pública ha seguido el acontecimiento (varios canales de televisión lo transmitieron en directo) es difícil de explicar, si no se tiene en cuenta que históricamente se dio un recelo entre la Iglesia y el Estado Italiano, originado por las vicisitudes de su nacimiento en 1870 (anexión de los Estados Pontificios y otras cuestiones).
Siguieron el acontecimiento 840 periodistas italianos y extranjeros en tres salas de prensa; incluso se pusieron grandes pantallas en las afueras de las sede de las dos Cámaras (Senado y Parlamento) para que la gente pudiera seguir el discurso del Papa.
En los días anteriores, los periódicos italianos echaron carreras para ver quién era capaz de adelantar temas del discurso que pronunciaría el Papa. Zenit ha podido saber que el Papa ha dedicado un tiempo excepcional a redactar y pulir el discurso.
Tras recordar que las relaciones históricas entre Italia y la Santa Sede han pasado por vicisitudes y «contradicciones», consideró que esta historia ha servido para madurar tanto a la Iglesia católica como al país suscitando «impulsos sumamente positivos».
En este sentido, el pontífice abogó por el «acercamiento» y la «colaboración», «en el respeto de la recíproca independencia y autonomía».
El obispo de Roma invitó de este modo a Italia a no perder su herencia humanista y cristiana, que explica la extraordinaria aportación de este país al patrimonio artístico mundial, y exigió conservar el fundamento mismo del derecho surgido en Roma: el respeto de la dignidad de la persona humana.
Juan Pablo II subrayó tres desafíos concretos que tiene que afrontar Italia en estos momentos.
Mencionó la «la crisis de los nacimientos» –Italia es uno de los países con el crecimiento demográfico más bajos del mundo– y el consiguiente «envejecimiento de la población». En este sentido, pidió «una iniciativa política que, manteniendo firme el reconocimiento de los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio, según la afirmación de la misma Constitución de la República Italiana (Cf. artículo 29) –este pasaje lo leyó con más énfasis–, haga social y económicamente menos onerosas la procreación y educación de los hijos».
En segundo lugar, aseguró que el futuro de un país depende de la educación que se da a sus ciudadanos, y por este motivo pidió favorecer la calidad del sistema educativo, «en diálogo directo con las familias y con todos los componentes sociales» (las escuelas privadas no gozan de ayuda estatal en Italia) y exigió que los políticos intervengan para que los medios de comunicación se conviertan en factores de educación.
En tercer lugar, el Papa se convirtió en portavoz de los más desfavorecidos del país: los encarcelados («en condiciones de penoso hacinamiento») para quienes pidió una «reducción de la pena»; los desempleados, en buena parte jóvenes; y los inmigrantes. «Solidaridad» fue una de las palabras más repetidas por el Papa.
Por último, Juan Pablo II se refirió al papel internacional que desempeña Italia y pidió su colaboración para que en el actual proceso de unificación del viejo continente no se pierda «esa extraordinaria herencia religiosa, cultural y civil que ha hecho grande a Europa a través de los siglos».
Hizo también referencia al escenario de la globalización, turbado por guerras y desde el 11 de septiembre por la terrible amenaza del terrorismo que dice encontrar motivaciones en la religión.
«En esta gran empresa, de la que dependerán en las próximas décadas los destinos del género humano –dijo–, el cristianismo tiene una actitud y una responsabilidad totalmente peculiares: al anunciar al Dios del amor, se propone como la religión del recíproco respeto, del perdón y de la reconciliación».