Juan Pablo II: El cristiano, testigo del perdón de Dios

Comenta los versículos 12-16 del Salmo 50, «Miserere»

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CIUDAD DEL VATICANO, 4 diciembre 2002 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a meditar en un pasaje (versículos 12-16) del Salmo 50, «Misericordia, Dios mío, por tu bondad», más conocido como «Miserere».

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;

no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:

enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.

1. Cada semana la Liturgia de los Laudes presenta el Salmo 50, el famoso «Miserere». Nosotros lo hemos meditado ya en otras ocasiones en algunas de sus partes. También ahora nos detendremos de manera particular en una sección de esta grandiosa súplica de perdón: los versículos 12-16.

Es significativo, ante todo, constatar que, en el original hebreo, en tres ocasiones resuena la palabra «espíritu», invocado por Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme… No me quites tu santo espíritu… Afiánzame con espíritu generoso» (versículos 12, 13, 14). Se podría decir –recurriendo a un término litúrgico– que se trata de una «epíclesis», es decir, una triple invocación al Espíritu que, al igual que en la creación aleteaba por encima de las aguas (Cf. Génesis 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida e elevándola del reino del pecado al cielo de la gracia.

2. Los Padres de la Iglesia, con el «espíritu» invocado por el Salmista, ven aquí la presencia eficaz del Espíritu Santo. De este modo, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo que «enfervorizó a los profetas, que fue insuflado [por Cristo] a los apóstoles, que quedó unido al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» («El Espíritu Santo» –«Lo Spirito Santo»– I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95).

La misma convicción es expresada por otros padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea, en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, «Lo Spirito Santo», Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, «Lo Spirito Santo», IX, 22, Roma 1993, p. 117 s.).

Y san Ambrosio, al observar que el Salmista habla de la alegría que invade al alma una vez que ha recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «El gozo y la alegría son fruto del Espíritu y el Espíritu Soberano es aquello sobre lo que nos cimentamos. Por ello, quien está revigorizado por el Espíritu Soberano no queda sometido a la esclavitud, no es esclavo del pecado, no es indeciso, no vaga por aquí y por allá, no duda en las decisiones, sino que, asentado sobre la roca, está firme y sus pies no vacilan» («Apología del profeta David a Teodosio Augusto», 15,72: SAEMO 5,129).

3. Con esta triple mención del «espíritu», el Salmo 50, después de haber descrito en los versículos precedentes la prisión oscura de la culpa, se abre al horizonte luminoso de la gracia. Es un gran cambio, comparable al de una nueva creación: como en los orígenes Dios había insuflado su espíritu en la materia y había dado origen a la persona humana (Cf. Génesis 2, 7), de este modo ahora el mismo Espíritu divino recrea (Cf. Salmo 50, 12), renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (Cf. versículo 13), le hace partícipe de la alegría de la salvación (Cf. versículo 14). De este modo, el hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina por la senda de la justicia y del amor, como se dice en otro Salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tú espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana» (Salmo 142, 10).

4. Una vez experimentado este renacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios «enseñaré a los malvados tus caminos» (Salmo 50, 15), de modo que puedan, como el hijo pródigo, regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, después de haber recorrido los caminos tenebrosos del pecado, había experimentado la necesidad en sus «Confesiones» de testimoniar la libertad y la alegría de la salvación.

Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios se convierte en su testigo ardiente, sobre todo para quienes están todavía atrapados en las redes del pecado. Pensemos en la figura de Pablo, que, fulgurado por Cristo en el camino de Damasco, se convierte en incansable peregrino de la gracia divina.

5. Por último, el orante mira a su pasado oscuro y grita a Dios: «Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío» (versículo 16). La «sangre» a la que se refiere es interpretada de diferentes maneras en la Escritura. La alusión, puesta en labios del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que se había convertido en la pasión del soberano. En sentido más genérico, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Ahora, sin embargo, los labios del fiel, purificados por el pecado, cantan al Señor.

El pasaje del Salmo 50, que hemos comentado, termina precisamente con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia» que, como sucede con frecuencia en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción de castigo de Dios ante el mal, sino que indica más bien la rehabilitación del pecador, pues Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (Cf. Romanos 3, 26). Dios no busca la muerte del malvado, sino que desista de su conducta y viva (Cf. Ezequiel 18, 23).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa hizo una síntesis de su intervención en castellano. Estas fueron sus palabras.]

Queridos hermanos y hermanas:

En el Salmo 50, grandiosa oración de perdón, conocida como «Miserere», el Espíritu, invocado como don, penetra, recrea, transfigura y transforma el alma del pecador arrepentido infundiéndole nueva vida y haciéndole partícipe de la alegría de la salvación. El orante experimenta este renacimiento interior y, animado por la presencia eficaz del Espíritu santo, se transforma en testigo de la justicia y del amor. De este modo, los labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor y proclaman la justicia.

Doy mi cordial bienvenida a todos los peregrinos de España y de América Latina, de modo particular a los de las parroquias de Nuestra Señora de la Soledad de Torrejón de Ardoz, de Nuestra Señora de Sonsoles y de San Sebastián de Madrid, así como al grupo de Militares del Ejército de Tierra español y a los sacerdotes participantes en el curso de Espiritualidad promovido por el CIAM. Animados por el Espíritu divino, preparad, en este tiempo de Adviento, el camino al Señor, con obras de amor, de justicia y de paz. ¡Que Dios os bendiga!

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ZENIT Staff

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