WASHINGTON, 26 septiembre 2003 (ZENIT.org).- María está presente de manera preeminente en la Eucaristía, afirma el nuevo arzobispo de Boston, monseñor Sean O’Malley.
Presentamos la intervención del prelado en el Congreso Eucarístico convocado por los Caballeros de Colón en la Basílica de la Inmaculada Concepción de Washington el mes pasado. El texto ha sido adaptado para su publicación
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La humanidad de Jesús viene de la humanidad de María. Uno de los papas escribió la hermosa oración Ave Verum Corpus Natum de Maria Virgine: Saludo al verdadero cuerpo nacido de la Virgen María.
Originalmente era una oración que se rezaba en la elevación de la Misa cuando la gente contemplaba la Hostia, recordando en aquel momento que el cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es el mismo cuerpo de Cristo que nos dio María en Belén.
Nuestro Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, nos dio el Jueves Santo de este año la magnífica encíclica «Ecclesia de Eucharistia», en la que dedica un capítulo entero a presentar la profunda relación que María tiene con el misterio de la Eucaristía.
La Eucaristía es el «Mysterium Fidei», el misterio de la fe que «transciende en gran manera nuestra comprensión hasta ser una llamada a un abandono a la palabra de Dios». En la Visitación, Isabel, movida por el Espíritu, nos da la primera bienaventuranza en el Evangelio dirigida a María: «Bienaventurada tú porque has creído» (Lucas 1:45).
Como Abraham, nuestro padre en la fe, está presente al comienzo del Antiguo Testamento, María, la gran mujer de la fe, está presente al comienzo del Nuevo Testamento. Porque María es la mujer de la fe, la Historia de la Salvación puede avanzar. El momento eucarístico en la vida de María tiene lugar en la anunciación cuando María dice sí a Dios y el plan de Dios avanza.
En la anunciación, el consentimiento de María fue uno de los momentos más importantes en la historia de la salvación y particularmente en el descubrimiento del misterio de la eucaristía. Nosotros llamamos a aquel momento su «fiat» –«Hágase en mí según tu palabra».
Cuando el ángel Gabriel pide a María que sea la Madre de Dios, ella responde con un resuelto sí – y este sí permite que ocurra algo maravilloso. Cristo llega a ser hombre –la palabra se hace carne. En el Calvario, María estaba de pie en silencio y en silencio repitió su «fiat», su sí a Dios, y la Iglesia nace del corazón traspasado de nuestro Salvador.
¿Qué habría sucedido si María hubiera dicho no a la invitación de Dios? ¿Estaríamos todavía esperando al Mesías? María es la nueva Eva. La primera Eva dijo no a Dios y cambió el curso de la historia. María, la nueva Eva, ha dicho sí y ha puesto a la familia humana en el camino.
El Santo Padre tiene un hermoso párrafo donde relaciona el «fiat» de María… y el «amén» que cada creyente dice cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió que creyera que aquel a quien ella concebiría «del Espíritu Santo» era «el Hijo de Dios».
En continuidad con la fe de María, en el misterio eucarístico se nos pide creer que aquel a quien ella concibió del Espíritu Santo era el Hijo de Dios y el Hijo de María. Se nos pide que creamos que Jesús está presente en su total humanidad y divinidad bajo los signos del pan y el vino.
Cuando decimos sí a la Hostia, estamos diciendo, «creo en Jesucristo que en este momento está viniendo a mi corazón». Cuerpo de Cristo, Amén. Cuerpo de Cristo, Sí. Cuerpo de Cristo, «Fiat». Qué importante puede ser una pequeña palabra cuando expresa la grandeza de la fe y el amor.
El Santo Padre también se fija en el misterio de la visitación cuando dibuja la relación de María con la Eucaristía. Afirma que María anticipaba en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia.
Cuando en la visitación lleva en su vientre la palabra hecha carne, ella se convierte de alguna manera en un «tabernáculo» –el primer tabernáculo de la historia- en el que el Hijo de Dios, todavía invisible a la mirada humana, permite ser adorado por Isabel, irradiando su luz a través de los ojos y la voz de María.
Hablando sobre la visitación, nuestro Santo Padre nos da una «relectura» del Magnificat en clave eucarística. La Eucaristía, como el Cántico de María, es la primera y más importante oración y acción de gracias. Cuando María exclama: «Mi alma engrandece al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador», ella todavía lleva a Jesús en su vientre (como un tabernáculo viviente). Ella reza a Dios «a través» de Jesús, pero ella también le reza «en» Jesús y «con Jesús».
Ésta es en sí misma la verdadera actitud eucarística. Al mismo tiempo, María rememora en su oración, el Magnificat, las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación en cumplimiento de la promesa hecha una vez a Abraham y a nuestros antepasados espirituales. Ella proclama la maravilla que sobrepasa a todas, la encarnación redentora.
Finalmente, el Magnificat refleja la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios viene otra vez a nosotros en la pobreza de los signos sacramentales del pan y del vino, las semillas de aquella nueva historia, por la que «los poderosos son arrojados de sus tronos» y «los humildes son exaltados», echan raíces en el mundo.
Muchos signos de los «nuevos cielos y la nueva tierra», que encontramos en la Eucaristía, tienen su anticipación y, en cierto sentido, su programa y su plan. El Magnificat expresa la espiritualidad de María, y no hay nada más grande que esta espiritualidad para ayudarnos a experimentar el misterio de la Eucaristía. La Eucaristía se nos da para que nuestra vida, como la de María, se convierta completamente en un Magnificat.
El Santo Padre abre el capítulo sobre María en «Ecclesia de Eucharistia» y escribe: «En la Carta apostólica ‘Rosarium Virginis Mariae’, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él»
Al repetir lo que Cristo hizo en la Última Cena en obediencia a su mandato, «Haced esto en memoria mía», nosotros también aceptamos la invitación de María de obedecer a Cristo sin vacilación. «Haced lo que Él os diga». Con la misma preocupación maternal que ella mostró en las bodas de Caná (el segundo misterio luminoso), María parece decir: «No dudes, confía en las palabras de mi Hijo».
Si él puede cambiar el agua en vino, puede convertir el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre, a través de este misterio concederá a los creyentes el memorial vivo de su presencia, convirtiéndose así en el pan de vida.
María no estaba presente en la Última Cena, con todo, en los Hechos la vemos en el corazón de la comunidad ayudando a aquellos primeros cristianos a perseverar en la oración.
El Santo Padre afirma que María debe haber estado presente en las celebraciones eucarísticas de la primera generación de cristianos, que eran devotos de la Misa que ellos llamaban «la fracción del pan», más tarde llamada Eucaristía (que significa acción de gracias). Los dos primeros nombres de la Misa vienen de los gestos eucarísticos de Jesús de fraccionar el pan y bendecirlo.
El Santo Padre se fija en la experiencia de Juan que acepta a María como Madre en el Calvario: aceptar a María como nuestra Madre es un compromiso de conformarse con Cristo «aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inse
parable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente».
La Iglesia se origina alrededor de la Eucaristía. Nos reunimos en el altar y ya no somos extraños ni rivales –somos hermanos. Nuestros altares eucarísticos y tabernáculos al construir las iglesias y capillas deben contener un lugar donde podamos reunirnos y estar unidos al Señor y a nuestros hermanos y hermanas. El sacramento es el cuerpo y la sangre del Señor que nos han llegado a través del cuerpo de María y a través de su decir sí a Dios.
En esta encíclica grandes rasgos de nuestra fe católica se entrecruzan: María, la Eucaristía y el Santo Padre. Cada uno es un tesoro querido. Cada uno está conectado con el otro y son signos del amor duradero de Dios a su Iglesia y a nosotros que estamos orgullosos de llamarnos católicos.