Hermano Roger de Taizé: «Hacia las fuentes de la alegría»

Carta 2004

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PARÍS, 18 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Traducida a 57 lenguas (24 de ellas asiáticas), esta carta, escrita por el hermano Roger, de Taizé, ha sido publicada el pasado lunes con ocasión del encuentro europeo de jóvenes de Hamburgo –29 de diciembre de 2003 a 2 de enero de 2004— en una nueva etapa de la «peregrinación de confianza a través de la tierra».

Será retomada y meditada durante el año 2004 en los encuentros de jóvenes que tendrán lugar tanto en Taizé, semana tras semana, como en otros lugares a través del mundo.

* * *

Hacia las fuentes de la alegría
Carta 2004

Tantos jóvenes, a través de la tierra, llevan en ellos una sed de paz, de comunión, de alegría.
Están atentos también a la pena insondable de los inocentes. No ignoran, en particular, el crecimiento de la pobreza en el mundo. [1]
No sólo los responsables de los pueblos construyen el futuro. El más humilde entre los humildes puede contribuir a construir un porvenir de paz y de confianza.
Por desprovistos que estemos, Dios nos ofrece poner reconciliación allí donde hay oposiciones, y la esperanza donde hay inquietud. Nos llama a hacer accesible, por nuestra vida, su compasión por el ser humano. [2] Si los jóvenes se convierten, por su propia vida, en focos de paz, habrá una luz allí donde se encuentren. [3]

Un día, pregunté a un joven eso que, a sus ojos, era lo más esencial para sostener su vida. Me respondió: «La alegría y la bondad del corazón.»
La inquietud, el miedo a sufrir, pueden quitar la alegría.
Cuando asciende en nosotros una alegría que brota del Evangelio, ésta nos aporta un soplo de vida.
Esta alegría, no la creamos nosotros, es un don de Dios. Es reanimada sin cesar por la mirada de confianza que Dios dirige sobre nuestras vidas. [4] Lejos de ser ingenua, la bondad del corazón supone una vigilancia. Ella puede conducir a correr riesgos. No deja lugar al desprecio del otro. [5]
Ella nos hace estar atentos a los más desprovistos, a los que sufren, a la pena de los niños. Sabe expresar por el semblante, por el tono con que habla, que todo ser humano tiene necesidad de ser amado. [6]
Sí, Dios nos concede caminar con un destello de bondad en el fondo del alma, que no pide sino convertirse en llama. [7]

¿Pero cómo ir a las fuentes de la bondad, de la alegría, e incluso a las de la confianza?
Al abandonarnos en Dios, encontramos el camino.
Por lejos que nos remontemos en la historia, multitud de creyentes han sabido que, en la oración, Dios aportaba una luz, una vida desde dentro.
Ya antes de Cristo, un creyente oraba: «Mi alma te ha deseado durante la noche, Señor; en lo más profundo de mí, mi espíritu te busca.» [8] El deseo de una comunión con Dios es depositado en el corazón humano desde toda la eternidad. El misterio de esta comunión alcanza lo más íntimo, las profundidades del ser.
Así podemos decir a Cristo: «¿A quién iremos si no a ti? Tú tienes palabras que devuelven la vida a nuestra alma.» [9]

Permanecer delante de Dios en una espera contemplativa no sobrepasa nuestra medida humana.
En una oración así, un velo se levanta sobre lo inexpresable de la fe, y lo indecible lleva a la adoración.
Dios está presente también cuando el fervor se disipa y cuando se desvanecen las resonancias sensibles. Nunca somos privados de su compasión. No es Dios quien se mantiene alejado de nosotros, somos nosotros los que a veces estamos ausentes.
Una mirada contemplativa percibe signos de evangelio en los acontecimientos más simples.
Discierne la presencia de Cristo incluso en el más abandonado de los humanos. [10] Descubre en el universo la radiante belleza de la creación.

Muchos se hacen la pregunta: ¿qué es lo que Dios espera de mí? Y he aquí que, leyendo el Evangelio, llegamos a comprenderlo: Dios nos pide ser en toda situación como un reflejo de su presencia; nos invita a hacer bella la vida para aquellos que nos confía.
Quien busca responder a una llamada de Dios para toda la existencia, puede decir esta oración:
Espíritu Santo, si nadie ha sido forjado con evidencia para realizar un sí para siempre, tú vienes a encender en mí una hoguera de luz. Tú iluminas las vacilaciones y las dudas, en los momentos en los que el sí y el no se enfrentan.
Espíritu Santo, tú me haces capaz de consentir mis propios límites. Si hay en mí una parte de fragilidad, que tu presencia venga a transfigurarla
.
Y he aquí que somos llevados a la audacia de un sí que nos va a conducir muy lejos.
Este sí es confianza límpida.
Este sí es amor de todo amor.

Cristo es comunión. No ha venido a la tierra para crear una religión más, sino para ofrecer a todos una comunión en él. [11] Sus discípulos son llamados a ser humildes fermentos de confianza y de paz en la humanidad.
En esta comunión única que es la Iglesia, Dios ofrece todo para ir a las fuentes: el Evangelio, la Eucaristía, la paz del perdón… Y la santidad de Cristo ya no es inalcanzable, está ahí, muy cerca.
Cuatro siglos después de Cristo, un cristiano africano, de nombre Agustín, escribía: «Ama y dilo con tu vida».
Cuando la comunión entre los cristianos es vida, no teoría, irradia la esperanza. Más aún: puede sostener la búsqueda indispensable de una paz mundial.
Entonces, ¿cómo pueden aún los cristianos permanecer separados?
A lo largo de los años, la vocación ecuménica ha provocado intercambios incomparables. Son las primicias de una comunión viva entre los cristianos. [12] La comunión es la piedra de toque. Nace en primer lugar del corazón del propio corazón de todo cristiano, en el silencio y en el amor. [13]
En la larga historia de los cristianos, multitudes se descubrieron un día separados, a veces incluso sin conocer el porqué. Hoy es esencial hacer todo lo posible para que el mayor número posible de cristianos, a menudo inocentes de las separaciones, se descubran en comunión. [14]
Son innumerables los que tienen un deseo de reconciliación que toca el fondo del alma. Aspiran a este gozo infinito: un mismo amor, un solo corazón, una sola y misma comunión. [15]
Espíritu Santo, ven a depositar en nuestros corazones el deseo de avanzar hacia una comunión, eres tú quien nos conduces hasta allí.

La tarde de Pascua, Jesús acompañaba a dos de sus discípulos que iban a la aldea de Emaús. En ese momento no se daban cuenta de que él caminaba a su lado. [16] Nosotros también conocemos períodos en los que no alcanzamos a tener conciencia de que Cristo, por el Espíritu Santo, se mantiene muy cerca de nosotros.
Incesantemente él nos acompaña. Ilumina nuestras almas con una luz inesperada. Y descubrimos que, aunque pueda permanecer en nosotros alguna oscuridad, hay sobre todo, en cada uno, el misterio de su presencia.
¡Intentemos retener una certeza! ¿Cuál? Cristo dice a cada uno: «Te amo con un amor que no se acabará jamás. Nunca te dejaré. Por el Espíritu Santo, estaré siempre contigo.» [17]

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[1] Una profundización en la vida interior, lejos de conducir a cerrar los ojos a la situación de las sociedades contemporáneas, llama a interrogarse. ¿Somos lo suficientemente conscientes de que, por ejemplo, 54 países del mundo son más pobres hoy que en 1990? Koffi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, nos escribía el año pasado, con ocasión del encuentro europeo de París: «Hay en el mundo tantos jóvenes privados de perspectivas de futuro. Para ellos cada día es una dura batalla contra el hambre, la enfermedad, la miseria. Son numerosos los que viven en regiones afectadas por conflictos armados. Tenemos que hacer todo lo posible para llevarles esperanza.»

[2] El querido papa Juan XXIII escribía: «Todo crey
ente es llamado a ser, en el mundo de hoy, como un destello de luz, un centro de amor y un fermento para toda la masa. Cada uno lo será en la medida de su comunión con Dios. De hecho, la paz no podrá reinar entre los humanos, si ella no reina primero en cada uno de ellos» (Pacem in terris, 164-165.)

[3] Pablo, el Apóstol, anima a los creyentes a ser «hogueras de luz» que brillen en el mundo (ver Filipenses 2,15-16.)

[4] «Cuando el Señor venga, … los más pobres y los más desprovistos tendrán gozo sobre gozo en el Señor» (Isaías 29,18-19). «Consuela tu corazón, expulsa la tristeza, pues la tristeza no te aportará ningún bien» (Sirácida 30,21-25.)

[5] En una vida de comunidad, la bondad del corazón es un valor inestimable. Puede ser uno de los más límpidos reflejos de la belleza de una comunión.

[6] Desde que es muy pequeño, un niño sabe lo que significa la bondad del corazón de una madre o de un padre, de una hermana o de un hermano. Ella es una clara realidad del Evangelio. Para un niño, saber que es amado es tan importante, le da para toda la vida una posibilidad de ir lejos, de comprender un día que Dios nos llama a responder amando a otros.

[7] Durante una visita a Taizé, el filósofo Paul Ricoeur decía: «La bondad es más profunda que el más profundo mal. Por radical que sea el mal, nunca es tan profundo como la bondad.»

[8] Isaías 26,9.

[9] Cuando algunos iban a abandonar al Cristo, él dijo a sus discípulos: «Y vosotros, ¿también queréis marcharos?» Pedro le respondió: «¿Adónde iríamos? Tú tienes las palabras de la vida eterna.» (Juan 6,67-68)

[10] Vivir en comunión con Dios conduce a vivir en comunión los unos con los otros. Cuanto más nos acercamos al Evangelio, más nos acercamos los unos a los otros. El teólogo ortodoxo Olivier Clément escribe: «Cuanto más se convierte uno en un hombre de oración, más se vuelve un hombre de responsabilidad. La oración no libera de las tareas de este mundo: nos hace aún más responsables. Nada es más responsable que orar. Esto puede tomar la forma concreta de una presencia junto a los que sufren los abandonos humanos, la pobreza -como es el caso, por ejemplo, para los hermanos de Taizé que viven en los barrios de desheredados en otros continentes-, nos llama también a ser personas inventivas, creadoras en todos los ámbitos, incluido el ámbito económico, el ámbito de una civilización planetaria, el ámbito cultural…» (Taizé, un sentido a la vida, Narcea, Madrid 1997.)

[11] Muy joven, a los 21 años, el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer forjó la expresión «Cristo que existe como comunidad». Escribió que «en Cristo la humanidad es realmente integrada en la comunidad de Dios» (Sanctorum communio, Berlin 1930.)

[12] Interrogándose sobre la vocación ecuménica, el patriarca ortodoxo de Antioquia, Ignacio IV, escribía recientemente desde Damasco: «Tenemos necesidad urgente de iniciativas proféticas para hacer salir al ecumenismo de los meandros en los cuales me temo se está empantanando. Tenemos necesidad urgente de profetas y de santos a fin de ayudar a nuestras Iglesias a convertirse por el perdón recíproco.» El patriarca apelaba a «privilegiar el lenguaje de la comunión por encima del de la jurisdicción.» El año pasado, el Papa Juan Pablo II decía al recibir en Roma a los responsables de la Iglesia ortodoxa de Grecia: «Con los santos, contemplamos el ecumenismo de la santidad que nos conducirá por fin hacia la plena comunión, que no es ni una absorción, ni una fusión, sino un encuentro en la verdad y en el amor.»

[13] La reconciliación comienza en lo inmediato, al interior de la persona. Vivida en el corazón del creyente, la reconciliación adquiere credibilidad, y puede poner en marcha un espíritu de reconciliación en esta comunión de amor que es la Iglesia. Este camino supone que no haya humillación para nadie.

[14] ¿Podrá la Iglesia dar signos de una gran apertura, tan grande que se pueda constatar: aquellos que estaban divididos en el pasado no están ya separados, viven ya en comunión? Un paso hacia la reconciliación se franqueará en la medida que se constate una vida de comunión, realizada ya en ciertos lugares a través del mundo. Hará falta valor para constatarlo y adaptarse. Los textos vendrán después. Privilegiar los textos, ¿no acabará por alejar la llamada del Evangelio: sin tardanza, reconcíliate?

[15] Ver Filipenses 2,2.

[16] Ver Lucas 24,13-35.

[17] Ver Jeremías 31.3 y Juan 14,16-18.

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ZENIT Staff

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