La Santa Sede en el 55 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Intervención del arzobispo Migliore ante la asamblea general de la ONU

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CIUDAD DEL VATICANO, 19 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del arzobispo Celestino Migliore, jefe de la Delegación de la Santa Sede, ante la asamblea general de las Naciones Unidas reunida para conmemorar el quincuagésimo quinto aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (http://www.un.org/spanish/aboutun/hrights.htm)

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Señor presidente:

Mi delegación se complace en unirse a la conmemoración del quincuagésimo quinto aniversario de la promulgación y adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este avance extraordinario en la protección de los derechos fundamentales se basó en las más grandes tradiciones del «jus gentium» –el Derecho de Naciones– que se fundó en el orden moral objetivo, discernido según la recta razón. El principio de la recta razón constituye el núcleo de la ley natural, que ha inspirado y sigue dando vitalidad a la Declaración Universal. Eminentes estudiosos han constatado el lazo inseparable que existe entre la ley natural y el hecho de que todos los derechos humanos y las libertades fundamentales de la persona humana y de los pueblos sean inalienables.

Cuando examinamos la Carta, nos damos cuenta del nexo existente entre la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, uno de los documentos más preciosos en la historia de la humanidad. Los canonistas medievales y los destacados comentaristas jurídicos del siglo XVI, como Vitoria y Suárez, ya habían desarrollado precedentes de los principios básicos de los derechos humanos que derivan de la primacía y la dignidad de la persona humana. Estos derechos no son una creación del Estado, sino que derivan del carácter y de la naturaleza misma del ser humano. De hecho, no hace falta ir muy lejos para darse cuenta del impacto que ha tenido la Declaración Universal en tantas resoluciones promulgadas por esta asamblea general. Del mismo modo, la Declaración ha tenido un impacto positivo en las constituciones nacionales y en otras leyes básicas que han sido redactadas en las últimas décadas.

Al identificar ciertos derechos fundamentales que son comunes a cada miembro de la familia humana, la Declaración ha contribuido decisivamente al desarrollo del derecho internacional. Es más, ha constituido un decidido desafío para aquellas leyes humanas que han negado la dignidad de hombres y mujeres, que les es debida en virtud de lo que son. Por desgracia, los derechos fundamentales proclamados, codificados y celebrados en la Declaración Universal siguen siendo objeto de constantes y severas violaciones.

Pero hay, además, otros desafíos a una adecuada implementación de los derechos humanos. Se da, por ejemplo, la tendencia a escoger los derechos según sus propios intereses. En algunas circunstancias, lo que es inalienable para algunos seres humanos es negado al mismo tiempo para otros. Un caso típico sería el de la negación del derecho más fundamental, el derecho a la vida, del que se derivan natural y lógicamente los demás derechos. Estas prácticas amenazan la integridad de la Declaración. Toda duda sobre la universalidad o la existencia de normas inderrogables minaría todo el edificio de los derechos humanos.

Mientras se da una creciente tendencia a la selección de los derechos humanos, mi delegación desea confirmar la visión original de la Declaración, una visión en la que los derechos políticos y civiles son indispensables para la justicia social y económica y viceversa. En esta era de rápida globalización, en la que países pobres tienen ante sí el imponente desafío de afrontar la inestabilidad socio-política y económica, la comunidad internacional debe seguir esforzándose para unir a las dos partes del alma dividida del proyecto de los derechos humanos: su acuciante afirmación de libertad y su insistencia en una familia en la que todos tienen una responsabilidad común. De hecho, una de las grandes amenazas actuales a la integridad de los derechos universales consagrados en la Declaración está constituida por el exagerado individualismo que con frecuencia lleva al más fuerte a tratar con prepotencia al débil. Y esto es algo repugnante para la Declaración y para los derechos fundamentales que promueve y protege.

Señor presidente: aceptar los principios universales no significa que deben ser aplicados en la vida de la misma manera por doquier. La universalidad no implica homogeneidad. De hecho, los artífices de la Declaración Universal contemplaron un legítimo pluralismo en las formas de libertad. Como una vez afirmó un eminente profesor, «las treinta cuerdas de la Declaración pueden tocar muchas formas de música». Es una pena que esta comprensión pluralista sea con frecuencia olvidada, incluso por amigos del proyecto de derechos humanos.

Señor presidente: el mundo en el que vivimos se encuentra bajo las sombras de la guerra, del terrorismo y de otras amenazas a la supervivencia del ser humano y a la dignidad de la persona. En el origen de muchas de estas sombras se encuentra la negación de algunos de los derechos universales. Irónicamente son seres humanos quienes arrojan estas sombras. Sin embargo, se nos ha dado también la sabiduría para utilizar la luz de la recta razón para disiparlas. Los nobles principios contenidos en la Declaración Universal nos permitirán alcanzar el objetivo de un futuro luminoso para todos, no sólo para algunos miembros de la familia humana.

En este aniversario, en el año 2003, tenemos que seguir preguntándonos: ¿qué ha sucedido con el derecho de toda persona «a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos»? (artículo 28). La dignidad, la libertad y la felicidad, reconocidas por la Declaración, no se realizarán plenamente sin solidaridad entre todos los pueblos. Inspirados por el ejemplo de todos esos artífices de esta Declaración, que asumieron el riesgo de la libertad, ¿vamos a dejar de asumir el riesgo de la solidaridad, y, por tanto, el riesgo de la paz?

Si bien la Declaración Universal de los Derechos Humanos ha cumplido 55 años, muchas de sus promesas quedan por cumplirse. De todos modos, sigue siendo «una de las máximas expresiones de la conciencia humana de nuestro tiempo» y «una piedra angular en el camino del progreso moral de la humanidad» (Discurso de Juan Pablo II a la ONU, 2 de octubre de 1979 y 5 de octubre de 1995). Mi delegación está convencida de que la Declaración seguirá siendo un faro para el largo viaje de la humanidad hacia una sociedad más libre, más justa, y más pacífica.

Gracias, señor presidente.

[Traducción del original en inglés realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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