CIUDAD DEL VATICANO, 23 diciembre 2003 (ZENIT.org).- «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Ts 4, 3). Reflexiones sobre la santidad cristiana a la luz de la experiencia de Madre Teresa de Calcuta» es el tema de las meditaciones que el Predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa, ofm cap, ha ofrecido este Adviento a Juan Pablo II y sus colaboradores en la Curia romana, en preparación a la celebración de la Navidad.
Publicamos la segunda parte del texto predicado en la mañana del pasado viernes en la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico Vaticano, en presencia del Santo Padre. La primera parte de esta predicación se puede leer en Zenit, 22 diciembre 2003
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P. Raniero Cantalamessa
Adviento 2003 en la Casa Pontificia
Tercera predicación
«¿CONOCÉIS A JESÚS VIVO?»
[Continuación]
4. El amor por Cristo: no es posible pensar en uno mayor
Ahora una conclusión navideña. Madre Teresa nos ha recordado hoy cuál fue el resorte secreto de su servicio a los pobres y de toda su vida: el amor por Jesús. Y éste es también el secreto para celebrar una verdadera Navidad. En el canto navideño Adeste fideles hay un verso que dice: Sic nos amantem quis non redamaret? «¿Cómo no corresponder a uno que nos ha amado tanto?». Un corazón amante es el único pesebre donde Cristo ama llegar en Navidad.
¿Pero dónde hallar este amor? Madre Teresa sabía a quién pedirlo: ¡a María! Una de sus oraciones dice:
«María, mi amadísima Madre, dame tu corazón tan bello, tan puro, tan inmaculado, tan lleno de amor y de humildad, para que pueda recibir a Jesús como tu lo hiciste e ir rápidamente a darlo a los demás». [14]
Pero debemos, en este punto, ser más intrépidos aún que Madre Teresa. Me explico. Madre Teresa tiene una maravillosa espiritualidad de la que he intentado sacar a la luz algunos aspectos. Pero su espiritualidad, como también la del padre Pío, se caracteriza por el tiempo en el que ambos se formaron. Faltaba de la reflexión teológica (¡no de la vida!) una clara perspectiva trinitaria que ahora, tras el concilio, por ejemplo en la Novo millennio ineunte, parece la fuente y la forma de toda santidad cristiana. La suya, como recordaba el Postulador de la causa, es una espiritualidad «Jesús-céntrica» más que trinitaria.
Madre Teresa tiene distintas y bellísimas oraciones a la Virgen, pero ninguna (al menos en los escritos de ella conocidos hasta la fecha) al Espíritu Santo. Éste es nombrado raramente y casi sólo en un inciso, con ocasión de fórmulas litúrgicas tradicionales. No hay duda de que su santidad, como la de todos los santos, es desde la cima hasta el fondo obra del Espíritu Santo. San Buenaventura dice de la sabiduría de los santos que «nadie la recibe más que quien la desea y nadie la desea salvo quien está inflamado en lo íntimo por el Espíritu Santo» [15]. Sólo que este papel del Espíritu Santo no salía a la luz lo suficiente en la formación espiritual y teológica.
Afortunadamente no es la amplitud de miras teológicas lo que hace a los santos, sino el heroísmo de la caridad. Ningún santo, por lo demás, posee por sí solo todos los carismas y agota todas las potencialidades contenidas en el modelo divino que es Cristo. La plenitud se encuentra en el conjunto de los santos, esto es, en la Iglesia, no en cada uno. Los miembros de un instituto religioso deberían ser tan sabios como para conservar intacto el patrimonio transmitido por el fundador, permaneciendo abiertos, a la vez, a acoger las luces y las gracias nuevas que el Espíritu no cesa de donar generosamente a la Iglesia.
Suscitan perplejidad aquellos movimientos o comunidades en las que todo –cada palabra de Dios, cada intuición e iniciativa espiritual— pasa rígidamente a través del responsable o del fundador y desde él se transmite a la base. Es como si las personas renunciaran, de esta forma, a tener una relación propia y original con Dios, dentro del carisma común, para convertirse en simples repetidores.
¿Qué descubrimos de nuevo respecto al amor por Jesús partiendo de una perspectiva trinitaria? Algo extraordinario: que existe un amor por Jesús perfecto, infinito, sólo digno de Él, «no es posible pensar en uno mayor», y descubrimos que existe para nosotros la posibilidad de formar parte de él, de hacerlo nuestro, de acoger con éste a Jesús en Navidad. Es el amor con el que el Padre celeste ama a su Hijo, en el momento mismo de generarlo.
En el bautismo hemos recibido tal amor, porque el amor con el que el Padre desde la eternidad ama al Hijo se llama el Espíritu Santo y nosotros hemos recibido el Espíritu Santo. ¿Qué creemos que es aquel «amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Cf. Rm 5, 5) más que, literalmente, el amor de Dios, esto es, el amor eterno, increado, con el que el Padre ama al Hijo y del que procede todo otro amor?
Decía la otra vez que los místicos no son una categoría aparte de cristianos, no existen para sorprender, sino para indicar a todos, de forma ampliada, cuál es el pleno desarrollo de la vida de gracia. Y los místicos nos han enseñado precisamente esto: que, por gracia, nosotros estamos introducidos en el torbellino de la vida trinitaria. Dios, dice San Juan de la Cruz, comunica al alma «el mismo amor que comunica al Hijo, aunque ello no sucede por naturaleza, sino por unión… El alma participa de Dios, cumpliendo, junto a Él, la obra de la Santísima Trinidad»[16].
Es Jesús mismo quien nos asegura esto muy claramente: «…para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos», dice dirigiéndose al Padre (Jn 17, 26). En nosotros, por lo tanto, por gracia, existe el mismo amor con el que el Padre ama al Hijo. ¡Qué descubrimiento, qué horizontes para nuestra oración y nuestra contemplación! El cristianismo es gracia, y la gracia no es sino esto: participación en la naturaleza divina (2 P 1, 4), o sea, en el amor divino, siendo el amor la «naturaleza» propia, aquello de lo que está hecho, el Dios de la Biblia.
Algunos místicos, como Eckhart, han hablado de una Navidad especial, misteriosa, que ocurre en el «fondo del alma». Ésta se celebra cuando la criatura humana, con su fe y humildad, permite a Dios Padre generar de nuevo en ella al propio Hijo [17]. Una máxima recurrente en los Padres –de Orígenes a San Agustín y a San Bernardo— dice: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez en Belén si no nace de nuevo por fe en mi alma?» [18]. La costumbre de celebrar tres Misas el día de Navidad se explica tradicionalmente así: la primera conmemora el nacimiento eterno desde el Padre, la segunda el nacimiento histórico desde María, la tercera el nacimiento místico en el alma.
El místico alemán Angelo Silesio expresó esta idea en dos versos: «Por mil veces que naciera Cristo en Belén / Si en ti no nace estás perdido por la eternidad»[19]. Estos versos meditaba en la Navidad de 1955 el conocido convertido italiano Giovanni Papini; se preguntaba cómo podía suceder este nacimiento interior y la respuesta que se dio a sí mismo –y que nos puede servir también a nosotros— fue la siguiente:
«Este milagro nuevo no es imposible a condición de que sea deseado y esperado. El día en que no sientas un punto de amargura y de envidia ante el gozo del enemigo o del amigo, alégrate porque es signo de que el nacimiento está próximo… El día en que sientas la necesidad de llevar un poco de alegría a quien está triste y el impulso de aliviar el dolor o la miseria incluso de una sola criatura, estate contento porque la llegada de Dios es inminente. Y si un día eres golpeado y perseguido por la desv
entura y pierdes salud y fuerza, hijos y amigos y tienes que soportar la torpeza, la malignidad y el frío de los cercanos y lejanos, pero a pesar de todo no te abandonas a lamentos ni blasfemias y aceptas con ánimo sereno tu destino, exulta y triunfa porque el portento que parecía imposible ha sucedido y el Salvador ya ha nacido en tu corazón» [20].
Todos estos son «signos» del nacimiento acontecido, pero la causa, lo que lo produce, es lo que se mencionó al principio: deseo y esperanza. Una fe llena de expectación, segura de sí, expectant faith, según una expresión apreciada por los cristianos de lengua inglesa. También María concibió a Cristo así: en su corazón, por fe, antes que físicamente en su carne: prius concepit mente quam corpore. [21]
No es necesario tener «sentimientos» particulares (¿quién puede «sentir» algo así?); basta creer y, en el momento de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo la noche de Navidad, decir con sencillez: «Jesús, te acojo como te acogió María, tu Madre; te amo con el amor con que te ama el Padre celeste, esto es, con el Espíritu Santo» [22].
Con estos sentimientos les deseo, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡feliz Navidad!
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[14] En A Fruitful Branch, cit., p. 44.
[15] San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, 7,4.
[16] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, estrofa 38.
[17] Cf. Maestro Eckhart, Il Natale dell’anima, por G. Faggin, Vicenza 1984.
[18] Cf. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas 22,3 (SCh 87, p. 302).
[19] Angelo Silesio, Il Pellegrino cherubico, I, 61: «Wird Christus tausendmal zu Bethlehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn».
[20] Cit. de A. Comastri, ¿Dónde está tu Dios? Historias de conversiones del siglo XX. San Pablo 2003, p. 52.
[21] Cf. S. Agustín, Discursos 215,4 (PL 38, 1074).
[22] Cf. lo que escribe S. Francisco, Admoniciones I (FF, 142): «El Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es él quien recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor».
[Traducción del original italiano realizada por Zenit.org]