Claves de la nulidad matrimonial: responde un catedrático de Derecho Canónico

Entrevista con el profesor Rafael Navarro-Valls

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MADRID, lunes, 2 febrero 2004 (ZENIT.org).- «No es la validez del matrimonio lo que debe probarse en un proceso, sino su nulidad, mediante pruebas suficientemente sólidas», explica el profesor Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho Canónico de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid (España).

En su discurso a miembros del Tribunal de la Rota Romana del jueves pasado, Juan Pablo II hizo hincapié en el «favor iuris» –previsto por el derecho canónico— del que goza el matrimonio, que implica la presunción de su validez mientras no se demuestre lo contrario.

A esto último se orienta el proceso de nulidad matrimonial, cuyos aspectos principales ha aclarado el profesor Navarro-Valls en esta entrevista concedida a ZENIT.

–¿Quién puede pedir la nulidad matrimonial?

–Rafael Navarro-Valls: No cualquier persona puede pedir la nulidad de un concreto matrimonio. En las causas de nulidad matrimonial está restringida la legitimación para solicitarla a las personas de los cónyuges y al promotor de justicia (lo que en terminología civil llamaríamos el fiscal). Pero éste último, solamente cuando la nulidad ya es pública, y siempre que no sea posible o conveniente convalidar el matrimonio. Si durante el proceso muere alguno de los cónyuges se producirá lo que en terminología procesal se llama “sucesión de parte”, y aquél (el proceso) proseguirá con el sucesor o persona legítimamente interesada. Pero el matrimonio cuya nulidad no se planteó en vida de ambos cónyuges, no puede ser impugnado tras la muerte de uno de ellos o de los dos, a no ser que la cuestión de su validez sea prejudicial para resolver otra controversia: por ejemplo, resolver una cuestión hereditaria, en la que es necesario saber con certeza si hubo o no válido matrimonio entre ellos.

–¿Cuáles son las causas que pueden llevar a declarar un matrimonio nulo?

–Rafael Navarro-Valls: Jurídicamente, el matrimonio descansa sobre tres ejes. El primero es la capacidad de las partes, es decir, la ausencia de impedimentos matrimoniales: por ejemplo, edad suficiente, estar ya casado con otra persona, o tener una relación de parentesco próxima. El segundo es su libre consentimiento, que presupone la capacidad consensual, es decir, la madurez mental de los futuros cónyuges, su aptitud para asumir las cargas del matrimonio y el necesario uso de razón. Además, este consentimiento no ha de estar viciado por violencia o miedo grave, error (sobre todo cuando es causado mediante engaño), etc., ni ser simulado o condicionado. El tercer eje es la forma de celebración del matrimonio, que ha de ser canónica cuando uno de los contrayentes es católico y no se ha apartado de la Iglesia por acto formal (por ejemplo, convirtiéndose a otra religión); la forma canónica implica la celebración del matrimonio ante una persona designada por el derecho canónico, normalmente el párroco u Ordinario del lugar, y ante al menos dos testigos. Cuando en el matrimonio uno de estos tres ejes falla, no llega a surgir válidamente el vínculo en la vida jurídica. Existe entonces sólo una apariencia de matrimonio válido, que puede destruirse en un proceso judicial mediante pruebas fiables que lleven al tribunal eclesiástico a una certeza moral de su invalidez, expresada en la correspondiente sentencia de nulidad.

–La nulidad que reconoce la Iglesia, ¿es un tipo de divorcio especial para católicos?

–Rafael Navarro-Valls: El concepto de divorcio significó, inicialmente, solamente separación material de los esposos, sin que afectara al vínculo. Cuando este término pasó al derecho civil cambió de significado, transformándose en la rotura del vínculo matrimonial con posibilidad de nuevo matrimonio entre esposos. Este significado es extraño hoy al derecho canónico. Por eso, la nulidad no es una especie de “divorcio” eclesiástico, sino una institución que significa la declaración de invalidez (de inexistencia) de un matrimonio. Como antes dije, un tribunal eclesiástico lo que hace es declarar que un matrimonio no había existido nunca, sino sólo su apariencia. Conviene aclarar que no se trata de una figura exclusiva del derecho canónico. También en el derecho civil existe la nulidad, que es un concepto diverso del de divorcio. En síntesis: la nulidad (ya sea eclesiástica, ya sea civil) es institución nítidamente diversa de la del divorcio. Decir que la nulidad es una especie de “divorcio” eclesiástico significa desconocer tanto el significado de ambos términos como la existencia de la nulidad matrimonial también en el derecho civil.

–Existe la percepción de que los procesos de nulidad son muy largos, complejos y caros, prácticamente inaccesibles para la gente corriente. ¿Qué hay de cierto en ello?

–Rafael Navarro-Valls: Son tres términos muy concretos: «largos, complejos y caros». Analicémoslos, comenzando por el último. Casi un 50% de las causas de nulidad se tramitan con patrocinio gratuito, es decir, sin costo alguno para los cónyuges. Otro tanto por ciento apreciable tienen reducción de expensas, es decir, se tramitan con cargas económicas menores de las normalmente exigibles. La posible onerosidad económica no depende, pues, de la Iglesia, sino en todo caso de los abogados que llevan las causas. Y entre ellos hay de todo: profesionales que cobran unos honorarios muy razonables; otros que procuran adaptarse a las posibilidades económicas de los clientes; algunos, en fin, y como ocurre en todos los campos jurídicos, que giran minutas exorbitantes. De todas formas, éstos suelen ser los menos, pues una disposición del Código de Derecho Canónico prohíbe expresamente los emolumentos excesivos (canon 1488). Además, se ha introducido en el mismo Código (canon 1490) una disposición interesante para proteger a las partes en los procesos: la posibilidad de que haya abogados establemente adscritos a los tribunales y que reciban del propio tribunal sus honorarios, de modo que las partes se beneficien de su competencia técnica y economía.

Respecto a la rapidez, en los tribunales eclesiásticos existen, como en los tribunales civiles, jueces diligentes y otros holgazanes. Pero la mayoría de los procesos se sustancian en un año o, a lo sumo, en dos, dependiendo de la complejidad de la causa. Es decir, en plazos razonables.

Lo cual nos sitúa en la tercera de las cuestiones: la supuesta complejidad de las causas canónicas. Aquí también hay que distinguir las muy sencillas de las muy complicadas. Existen causas (por ejemplo, las basadas en la existencia de algunos impedimentos o defectos de forma) en que el proceso se acelera al máximo, precisamente por la existencia de una prueba documental en la que consta con certeza la existencia de un impedimento dirimente (por ejemplo, el impedimento de vínculo, que impide la bigamia) o un defecto de forma. Es el proceso documental de nulidad, cuya complejidad es muy escasa y la rapidez de resolución, máxima. Otros procesos, sin embargo, exigen complicadas pruebas periciales que hacen más prolongado el proceso y más compleja la causa: por ejemplo, aquellas en que está en cuestión la validez del matrimonio por incapacidad consensual (c. 1095). Así que todo depende de la naturaleza de la causa de nulidad. Hablar de “complejidad” en todo caso, es una generalización inexacta. La complejidad del proceso es, en su caso, una consecuencia de la complejidad de las situaciones humanas que lo originaron; y también una muestra de que el derecho de la Iglesia se toma en serio el matrimonio y no juzga las causas matrimoniales con ligereza o precipitación.

–Muchas razones –también de índole «interior»– pueden viciar el consentimiento en el momento del matrimonio. ¿No cree que en numerosas ocasiones es prácticamente imposible discernir una cuestión tan subjetiva?

–Rafael Navarro-Valls: La clave del matrimonio canó
nico es que el acto que da vida a la relación conyugal sea un acto verdaderamente voluntario. Esto es especialmente importante en el sacramento del matrimonio, en el que los ministros son los propios contrayentes. Y el acto voluntario tiene una génesis psicológica que comporta una relación causa-efecto o motivación-decisión que desemboque en un acto libre, es decir, que el sujeto haya obrado con capacidad para determinarse por sí mismo a obrar o no obrar, a realizar este acto o el otro. Debemos desconfiar de aquellas posiciones que sostienen la tesis del “determinismo intelectual” en el sentido de que la voluntad no pueda hacer otra cosa que aquello que le es presentado por el intelecto, pues la elección se apoya en una valoración de los medios que le presenta la razón, pero no se identifica con ellos esencialmente. Naturalmente, cuando se pone en cuestión la libertad o voluntariedad del acto que contiene la voluntad conyugal, hay que adentrarse en complejos parajes de la psique humana, de la subjetividad. Pero este análisis, desde luego delicado, no es imposible de hacer. Dificultad de prueba no significa imposibilidad.

Sin embargo, la prevalencia de la voluntad en la constitución del matrimonio no debe conducir a la exaltación del psicologismo, y a una dictadura sobre el juez de los peritos psiquiatras. Contra este planteamiento ha alertado reiteradas veces Juan Pablo II, insistiendo en que es el juez –no el perito– quien tiene la facultad de valorar lo alegado y probado según su conciencia hasta adquirir certeza moral sobre la existencia efectiva de la causa de nulidad. En otro caso, debe fallar que “no consta” la nulidad del matrimonio puesto en cuestión. Esto es algo que conviene no olvidar: no es la validez del matrimonio lo que debe probarse en un proceso, sino su nulidad, mediante pruebas suficientemente sólidas.

–¿Qué diferencia la nulidad de la disolución del vínculo?

–Rafael Navarro-Valls: Existen en el Derecho civil y en el derecho canónico tres figuras diversas que, por tener algunos efectos comunes, tienden a confundirse: la separación, la nulidad y la disolución. La nulidad del matrimonio indica que el vínculo, es decir, el propio matrimonio, nunca ha existido. De ahí que, en estos supuestos, no hayan surgido los derechos y deberes propiamente conyugales. Se ha producido una apariencia de matrimonio que no responde a la realidad, y que la sentencia, al declarar la nulidad, pone de manifiesto. En el caso de la disolución existe un vínculo conyugal, es decir, el matrimonio ha surgido verdaderamente, dando lugar a derechos y deberes verdaderamente matrimoniales. Sin embargo, ese vínculo puede quedar disuelto por la muerte de uno de los cónyuges o en algunos otros supuestos. Estos supuestos en el derecho civil son frecuentes a través del divorcio, y en el derecho canónico son muy excepcionales (el caso más frecuente es la no consumación del matrimonio). En fin, la separación conyugal supone la simple suspensión de los derechos y deberes conyugales, sin ruptura del vínculo, de modo que los cónyuges no pueden contraer nuevo matrimonio. Y si contraen un nuevo matrimonio civil, porque el derecho civil se lo permite –por ejemplo, porque han seguido un proceso de divorcio–, ese nuevo matrimonio no puede ser aceptado como válido por el derecho canónico.

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ZENIT Staff

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