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Jun 28, 2004 00:00
LA HABANA, lunes, 28 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el editorial que aparece en la última edición de la revista católica cubana «Palabra Nueva» firmado por su director, Orlando Márquez, quien es también portavoz de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba.
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Las medidas anunciadas por el gobierno de Estados Unidos, y las contramedidas -aumentos de precios- rápidamente anunciadas y ya practicadas en Cuba, son como para recordarnos que no hemos salido de la «guerra fría». La vida tuvo siempre algo de inseguridad en los países envueltos en la guerra fría, y por razones económicas fue siempre más inestable donde mayor era la pobreza.
Estos últimos acontecimientos --tal vez sea mejor decir los penúltimos, o antepenúltimos-- que inciden con más gravedad en la vida de los cubanos, y su secuela de complicaciones humanas, merecen, más que lamento, queja o protesta, algo de reflexión. Es bueno reflexionar en medio de las crisis, porque si bien no siempre se puede hallar solución a todo el problema, al menos mirarlo desde otro ángulo puede ayudar a comprender mejor, disminuir las tensiones y modificar la percepción sobre los implicados.
Preguntarnos cómo sería la vida nacional cuando entre Cuba y los Estados Unidos existan relaciones armoniosas, superando tanto acontecimiento dramático, es algo normal y hasta positivo, porque de algún modo expresa el deseo de superar una confrontación prolongada durante demasiado tiempo, que ha afectado la vida de mucha gente en las formas más variadas e inimaginables. Pero al mismo tiempo pensar en esa posibilidad, a todos los niveles, permite a primera vista descubrir que es mucho lo que se gana con las buenas relaciones.
De hecho, en el discurso inaugural de la tercera Conferencia «La nación y la emigración», el Ministro cubano de exteriores, Felipe Pérez Roque, dio su versión de lo que podría ocurrir. Entre otras cosas, dijo el Ministro, los cubanos podrán viajar entre ambos países sin restricciones, los que deseen reestablecerse en Cuba después de jubilarse podrán hacerlo, la inversión en Cuba no tendría obstáculos, no habrá emigración ilegal, no habrá amenazas de guerra, la retórica mediática desaparecería. De este modo, afirmó, «la nación cubana habrá alcanzado al fin, tras siglos de lucha y enormes sacrificios, su derecho a vivir con plena justicia y libertad.»
Como por esos días se habían anunciado las medidas recomendadas por la Comisión para la Ayuda a una Cuba Libre, aprobadas por el Presidente Bush y aún no ejecutadas al momento de escribir estas líneas, el Ministro manifestó que ante esta situación, los cubanos se hallaban en una nueva «encrucijada»: optar por «el retorno a la República corrupta...que nos ofrecen», o elegir «la República viril, libre e independiente, ‘con todos y para el bien de todos’, soñada por José Martí que nuestro pueblo ha construido y está dispuesto a defender». De la opción que se tome dependerá, según el Ministro, «el derecho de llamarse cubano.»
Personalmente y desde hace muchos años, he soñado también con la República «con todos y para el bien de todos», la he imaginado y deseado pero no la he visto, no la hemos construido. La propia Conferencia mencionada demuestra que el sueño martiano no se ha logrado: tantos cubanos emigrados, por razones políticas o económicas, son prueba de que todos no estamos ni hemos alcanzado el bien deseado en este suelo. A ello podría añadirse el número indeterminado de los que desean emigrar. Y cuando Martí escribió todos, yo creo firmemente que quería decir todos sin excepción. Pensar que alguien deba quedar fuera no es congruente con la voluntad martiana, si bien la autoexclusión podría ser la excepción.
Falta mucho por hacer. Pero coincido en que las medidas propuestas por Estados Unidos (deben comenzar a implementarse a fines de este mes), superan el más de lo mismo. Si las restricciones a los viajes constituirían efectivamente un auténtico bloqueo a los contactos familiares, interfiriendo relaciones que deben estar por encima de intereses políticos -bloqueo que ya habíamos padecido y, en buena medida, ha sido superado desde aquí-, sugerir que el futuro de la nación cubana será concebido por un grupo de estrategas norteamericanos nombrados ad hoc, resulta realmente «inaceptable». Nombrar hoy un «Coordinador de Transición» en el Departamento de Estado para que dirija el futuro de Cuba, además de ser políticamente incorrecto, nos recuerda inevitablemente la política aplicada a inicios del siglo XX, cuyas consecuencias históricas aún se viven, junto a las provocadas por los mismos cubanos. No debe ocurrir otra vez. De la grandeza norteamericana, que es real, debe llegarnos la amistad respetuosa.
Es «inaceptable que el futuro de Cuba sea diseñado a base de exclusiones y menos aún de intervenciones concebidas por un gobierno extranjero», afirmaron los obispos que integran el Comité Permanente de la COCC, en nota emitida el pasado 26 de mayo en relación con este asunto.
Muchos cubanos residentes en el exterior, incluso declarados enemigos políticos del gobierno cubano, han rechazado también tal posibilidad. Del mismo modo lo han hecho la mayor parte de los opositores cubanos dentro de Cuba. La actitud de rechazo ante la propuesta, por parte del gobierno cubano y sus detractores, dentro o fuera de Cuba, es una señal que merece particular atención en Washington pero también en La Habana: Cuba une a los cubanos, piensen como piensen en materia política.
La declaración pública de los Obispos, quienes se manifiestan «comprometidos como Pastores con el presente y el futuro del pueblo cubano», denota que si bien el Reino de Dios no es de este mundo, es difícil desentenderse del lugar donde se nace. No es simple patriotería, es una expresión coherente de pertenencia y de identidad, reflejo de una «amarga inconformidad» ante dictados ajenos, como definiera hace muchos años Manuel Márquez Sterling, tratando situaciones similares. Cuba es para los cubanos motivo aglutinante, de adhesión, de ligazón y de unión, es decir, de cohesión.
Esto no oculta las diferencias de criterios políticos. Pero sí revela que los interesados en el asunto Cuba se lo toman muy en serio, aún cuando manifiesten preferencias políticas distintas.
Y esto es un buen síntoma de salud nacional. ¿Por qué no aprovechar en beneficio nacional este compromiso de tantos? Si verdaderamente, como dijo el Ministro, no queda otro remedio que esperar al mejoramiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos para que los cubanos puedan viajar libremente entre ambos países sin restricciones, o para que quienes residan allí puedan participar en el comercio y la inversión en Cuba -no especificó cuando podrán participar los que residen aquí, lo cual sería bueno saberlo-, ¿por qué no levantar de una vez el proyecto «con todos y para el bien de todos» los cubanos, incluyendo a todos los que piensan de forma diversa o tienen criterios políticos diferentes dentro de Cuba y desean participar?, ¿se seguirá llamando mercenarios -y excluyendo- a esos opositores o disidentes que públicamente han defendido la nación soberana e independiente y tienen, por el mismo hecho -y por mucho más-, «el derecho de llamarse cubanos» y ser reconocidos como tales? Del gobierno cubano debería llegar la apertura a todos los cubanos.
Pero, por otro lado, esperar al mejoramiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, algo tan deseable como impredecible, para que la nación cubana alcance al fin «su derecho a vivir con plena justicia y libertad», según palabras del Ministro, ¿no es concederle demasiada responsabilidad al Gobierno de turno en Estados Unidos? Creo que sí, y no debe hacerse.
Si las medidas aprobadas por el Presidente Bush llegan a ponerse en práctica en toda su potencialidad es algo que está por verse. Sin embargo, han generado un rechazo bastante generalizado. Ha habido aquí una buena y oportuna muestra de virtud doméstica -como aquella reclamada en su momento por Manuel Márquez Sterling- ante la injerencia extraña, síntoma de identidad nacional que debe ser aprovechado por el mismo gobierno cubano: sumar, integrar de una vez. Cuba gana con la unidad y la participación de todos los que se comprometen con ella aún desde posiciones distintas. Cuba pierde con la exclusión de uno sólo. Cuando hablo de ganar y perder, no pienso sólo en cuestiones morales, pienso también en beneficios materiales reales, necesarios siempre, pero de modo particular en esta época.
Estoy convencido, como cubano con pleno derecho, pero también como cristiano que trata de ver la condición del ser humano más allá, o más acá, de las opciones ideológicas o políticas, que estamos así ante otra suerte de encrucijada no menos importante para el futuro de nuestra Nación: sumar cubanos aunque piensen de manera distinta para levantar -de un vez-la nación con todos y para el bien de todos, o restar y excluir, manteniendo la nación de los unos frente a los otros. Sólo la primera opción es virtud.
Por debajo de la duramadre me rebota en estos días aquella otra idea de José Martí, en la que resumía, creo que con mucho acierto, el proceso de gesta y formación de las naciones: «se empieza con la guerra, se continúa con la tiranía, se siembra con la revolución, se afianza con la paz». Creo que es la hora de la paz entre todos los cubanos. Y esta no depende solamente de la injerencia extraña, pero sí dependerá siempre de la virtud doméstica.