MADRID, sábado, 27 noviembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención del profesor Alfonso Carrasco Rouco, decano de la Facultad de Teología «San Dámaso» de Madrid durante la videoconferencia mundial de teología organizada por la Congregación para el Clero el 29 de octubre de 2004.
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La afirmación de la libertad religiosa, en sentido técnico, puede considerarse una difícil e importantísima conquista, conseguida en medio de dificultades teóricas y prácticas en la sociedad occidental, así como en la Iglesia católica.
Para ello, fue necesario sobre todo dejar atrás planteamientos decimonónicos –defendidos también desde el Estado y en instituciones jurídicas como las leyes escolares o matrimoniales –, que pretendían definir esta libertad como una expresión del «indiferentismo doctrinal», como si la libertad de conciencia consistiese en que ésta no esté vinculada a la verdad, pueda creer lo que quiera. La enseñanza de la Iglesia, que rechazaba entonces tal «libertad» de la conciencia, ha de entenderse en el contexto de este debate, largo y a menudo doloroso.
La experiencia de los totalitarismos y de las grandes guerras del siglo XX hizo evolucionar estas perspectivas. Se comprendió que no bastaba el antiguo esquema de la «tolerancia», por la que el Estado consideraba una ideología o una religión como propia y toleraba las demás para evitar un mal mayor. Por el contrario, la experiencia de ideologías poderosísimas que desde el Estado habían arrasado sociedades enteras, anestesiando y falseando las conciencias de los pueblos (nazismo o comunismo, por ejemplo) hizo manifiesta la urgencia de afirmar la libertad de la conciencia y la libertad religiosa como expresión primera de la dignidad humana, previa al poder estatal.
La Iglesia, por su parte, definirá como rasgo esencial de su responsabilidad en la comunidad política ser «signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana», consciente de que ningún sistema ideológico o poder humano basta para dar respuesta a las exigencias del hombre, que sólo descubre la plena verdad sobre sí mismo y su destino en el encuentro con Jesucristo, el Verbo hecho carne.