La herencia del hermano Roger de Taizé

Según el portavoz de la comunidad ecuménica, el hermano Èmile

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TAIZÉ, jueves, 18 agosto 2005 (ZENIT.org).- La herencia que deja el hermano Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, es ilustrada en este testimonio enviado a Zenit por el portavoz de la comunidad ecuménica, el hermano Èmile.

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Todo comenzó con una gran soledad, cuando en agosto de 1940, a los 25 años, el hermano Roger dejó su país de nacimiento, Suiza, para ir a vivir a Francia, el país de su madre. Desde hacía años, albergaba la llamada a crear una comunidad en la que se concretizaría todos los días una reconciliación entre cristianos, «en la que la benevolencia de corazón se viviría muy concretamente, y donde el amor estaría en el corazón de todo». Deseaba realizar esa creación en la angustia de ese momento, y de este modo, en plena guerra mundial, se instaló en el pequeño pueblo de Taizé, en Borgoña, a unos kilómetros de la línea de demarcación que dividía Francia en dos partes. Escondió entonces a refugiados (en particular a judíos), quienes al huir de la zona ocupada sabían que podían encontrar refugio en su casa.

Más tarde se le unieron otros hermanos y el día de Pascua de 1949 los primeros hermanos se comprometieron para toda la vida en el celibato, en la vida en común, y en una gran sencillez de vida.

En el silencio de un largo retiro, en el invierno de 1952-1953, el fundador de la Comunidad de Taizé escribió la Regla de Taizé, en la que mostraba a sus hermanos «lo esencial que permitía la vida en común».

A partir de los años cincuenta, algunos hermanos se fueron a vivir a lugares desfavorecidos para estar junto a las personas que sufren.

Desde finales de los años cincuenta, el número de jóvenes que acuden a Taizé ha aumentado sensiblemente. A partir de 1962, hermanos y jóvenes, enviados por Taizé, no dejaron de ir y venir a los países de Europa del Este, con la mayor discreción, para no comprometer a quienes apoyaban.

Entre 1962 y 1989, el mismo hermano Roger visitó la mayoría de los países de Europa del Este, en ocasiones con motivo de encuentros con jóvenes, autorizados pero vigilados, o de simples visitas, sin posibilidad de hablar en público. «Me callaré con vosotros», les decía a los cristianos de esos países.

En 1966, las religiosas de San Andrés, comunidad católica internacional fundada hace más de siete siglos, vinieron para vivir en el pueblo vecino y comenzaron a asumir una parte de la tarea de la acogida. Más recientemente, algunas religiosas ursulinas polacas han venido también para ofrecer su colaboración.

La Comunidad de Taizé reúne hoy a unos cien hermanos, católicos y de diferentes orígenes evangélicos, procedentes de más de 25 países. Por su misma experiencia, es un signo concreto de reconciliación entre cristianos divididos y entre pueblos separados.

En uno de sus últimos libros, titulado «Dios sólo puede amar» («Dieu ne peut qu’aimer», Presses de Taizé), el hermano Roger describía así su itinerario ecuménico: «¿Puedo recordar que mi abuela materna descubrió intuitivamente una especie de clave de la vocación ecuménica y que me abrió el camino de su concretización? Marcado por el testimonio de su vida, siendo todavía muy joven, encontré después mi propia identidad de cristiano al reconciliar en mí mismo la fe de mis orígenes con el misterio de la fe católica, sin ruptura de comunión alguna».

Los hermanos no aceptan ningún don, ningún regalo. No aceptan ni siquiera herencias personales, sino que se las dan a los más pobres. Con su trabajo sostienen la vida de comunidad y lo comparten con los demás.

Ahora hay pequeñas fraternidades en los barrios desheredados de Asia, África, América del Sur y del Norte. Los hermanos tratan de compartir las condiciones de vida de quienes les rodean, esforzándose por ser una presencia de amor junto a los más pobres, los niños de la calle, los prisioneros, los moribundos, los que están heridos hasta en lo más profundo por rupturas de afección, por abandonos humanos.

Provenientes de todo el mundo, los jóvenes se encuentran hoy en Taizé todas las semanas del año para participar en encuentros que pueden congregar entre dos domingos hasta seis mil personas, representando a más de 70 naciones. Con los años, centenares de miles de jóvenes han venido a Taizé par meditar sobre el tema «vida interior y solidaridades humanas». En los manantiales de la fe, tratan de descubrir un sentido a su vida y se preparan para tomar responsabilidades allí donde viven.

Hombres de Iglesia vienen también a Taizé, de este modo la comunidad acogió al Papa Juan Pablo II, a tres arzobispos de Canterbury, a metropolitas ortodoxos, a catorce obispos luteranos suecos, y a numerosos pastores de todo el mundo.

Para apoyar a las generaciones jóvenes, la comunidad de Taizé anima una «peregrinación de confianza sobre la tierra». Esta peregrinación no organiza a los jóvenes en un movimiento que estaría centrado sobre la comunidad, sino que les estimula a llevar la paz, la reconciliación y la confianza a sus ciudades, a sus universidades, a sus lugares de trabajo, a sus parroquias, en comunión con todas las generaciones. Como etapa de esta «peregrinación de confianza sobre la tierra», un encuentro europeo de cinco días reúne a finales de año a varias decenas de miles de jóvenes en una gran ciudad europea, del este y del oeste.

Con motivo del encuentro europeo, el hermano Roger publicaba una «carta», traducida en más de cincuenta idiomas, que después era meditada todo el año por los jóvenes, en sus casas, o durante los encuentros de Taizé. El fundador de Taizé ha escrito con frecuencia esta carta desde un lugar de pobreza en el que ha vivido algún tiempo (Calcuta, Chile, Haití, Etiopía, Filipinas, África del Sur…).

Hoy, en el mundo entero, el nombre de Taizé evoca paz, reconciliación, comunión, y la espera de una primavera de la Iglesia: « Cuando la Iglesia escucha, sana, reconcilia, llega a ser lo que es en lo más luminoso de ella misma, límpido reflejo de un amor» (hermano Roger).

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ZENIT Staff

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