COLONIA, viernes, 19 agosto 2005 (ZENIT.org).- Benedicto XVI manifestó su preocupación por el resurgimiento de nuevos signos de antisemitismo y racismo al visitar este viernes la Sinagoga de Colonia.
La segunda visita de un obispo de Roma a un templo judío –Juan Pablo II fue acogido en la Sinagoga de Roma en 1986– sirvió al mismo tiempo para perfilar nuevas metas para el diálogo entre judíos y católicos.
El lugar era altamente simbólico: la comunidad judía de Colonia es la más antigua de Alemania, pues sus orígenes se remontan a la época romana.
En la «Shoá», el holocausto judío, en esa ciudad murieron al menos siete mil personas, como recordó con tristeza él mismo. Esa Sinagoga fue destruida por los nazis en 1938 y reconstruida en 1959.
El sucesor del apóstol Pedro calificó esos años como «el tiempo más oscuro de la historia alemana y europea», y explicó que «una demencial ideología racista, de matriz neopagana, dio origen al intento, planeado y realizado sistemáticamente por el régimen, de exterminar el judaísmo europeo».
«No se reconocía la santidad de Dios, y por eso se menospreció también la sacralidad de la vida humana», constató el pontífice quien fue acogido en la Sinagoga con el sonido del cuerno.
Minutos antes el rabino Netanel Teitelbaum había recitado el «kaddish», la «oración de muertos», ante un memorial a las víctimas judías del nazismo.
En su discurso, Teitelbaum aseguró que la visita del Papa constituye un paso hacia la paz para todos los pueblos del mundo y que es un signo elocuente contra el antisemitismo.
El pontífice, totalmente vestido de blanco, recibió en numerosas ocasiones los aplausos de los presentes, entre los que se encontraban, además de los representantes de la comunidad judía, el ministro alemán de Interior, Otto Schily, dirigentes de partidos políticos alemanes, y el cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo emérito de París, de origen judío, cuya madre fue asesinada en Auschwitz.
Tras recordar que se celebra el cuadragésimo aniversario de la declaración del Concilio Vaticano II, «Nostra aetate», que supuso un giro decisivo para la promoción del diálogo judeocristiano, el pontífice reafirmó el compromiso de la Iglesia «en favor de la tolerancia, el respeto, la amistad y la paz entre todos los pueblos, las culturas y las religiones».
Para lograr «un diálogo sincero y confiado entre judíos y cristianos» el Papa propuso perseguir dos metas: en primer lugar, lograr «una interpretación compartida sobre cuestiones históricas aún discutidas y, sobre todo, avanzar en la valoración, desde el punto de vista teológico, de la relación entre hebraísmo y cristianismo».
«Este diálogo –aclaró–, para ser sincero, no debe ocultar o minimizar las diferencias existentes: también en lo que, por nuestras íntimas convicciones de fe, nos distinguen unos de otros, y precisamente en ello, hemos de respetarnos recíprocamente».
Por último propuso a cristianos y judíos colaborar a favor de «la defensa y la promoción de los derechos del hombre y el carácter sagrado de la vida humana, de los valores de la familia, de la justicia social y de la paz en el mundo».
Los diez mandamientos, concluyó, «es nuestro patrimonio y compromiso común».
Antes de visitar la Sinagoga, el Santo Padre había realizado una visita de cortesía al presidente de la República Federal de Alemania, Horst Köhler, en la Villa Hammerschmidt de Bonn.