CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 7 mayo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía pronunciada por el cardenal Angelo Sodano el 22 de abril de 2006 al concelebrar la eucaristía en el altar de la Confesión de la Basílica de San Pedro del Vaticano junto a los participantes en una peregrinación organizada por la Compañía de Jesús.
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Señores cardenales
y venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos miembros de la Compañía de Jesús;
hermanos y hermanas en el Señor:
«Aleluya, aleluya» es la exclamación gozosa que brota de nuestro corazón en este tiempo de Pascua, mientras contemplamos el poder del Resucitado, que hace saltar la pesada piedra del sepulcro y se aparece a sus discípulos con todo el esplendor de su gloria.
«Aleluya, aleluya» repetimos también nosotros hoy al contemplar lo que el Señor, por medio de su Espíritu Santo, ha obrado en la Iglesia a lo largo de su historia, suscitando en ella formas siempre nuevas de santidad.
Nuestra mirada se fija hoy, de modo particular, en tres grandes figuras de religiosos, que pusieron las bases de la Compañía de Jesús: Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Pedro Fabro.
En el clima pascual
Es una historia gloriosa la que hoy nos impulsa a cantar en coro nuestro aleluya, en el gozoso clima de la Pascua.
Un ilustre historiador de la liturgia, el padre Joseph Jungmann, de la Compañía de Jesús, en su conocido tratado «Missarum solemnia», explicó muy bien el valor de la breve exclamación bíblica del Aleluya que impregna toda la Iglesia en este tiempo de gozo pascual. Es más, nos recordaba que, antes de la reforma litúrgica impulsada por san Pío X, el Aleluya se repetía incluso nueve veces en el domingo in Albis, para expresar toda la alegría de los cristianos ante los dones del Señor (Verlag Herder, Viena 1949, n. 434).
Con esa actitud interior también nosotros queremos cantar hoy un himno de alabanza a Dios todopoderoso, repitiendo las palabras del Salmo responsorial: «Haec dies quam fecit Dominus, exultemus et laetermur in ea«, «Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117).
La celebración de hoy
Con este espíritu nos hemos congregado aquí, en torno al altar del Señor, para renovar el sacrificio eucarístico, ofreciéndonos con Cristo al Padre en actitud de adoración, de acción de gracias, de expiación y de súplica. Son las cuatro conocidas finalidades de toda celebración eucarística, según la doctrina de la Iglesia.
Al respecto, recuerdo aún con nostalgia las profundas clases que impartía en la Pontificia Universidad Gregoriana el padre Giuseppe Filograssi, s.j., que, como maestro insigne y verdadero hombre de Dios, nos ayudaba a conocer cada vez mejor los diversos aspectos del «mysterium fidei«.
Ante la Majestad divina
También hoy el primer motivo que ha reunido a la familia ignaciana en torno al altar del Señor es el de la adoración al Padre, nuestro Creador y Señor. Él, a través de su Espíritu Santo, suscitó en el corazón de Europa, hace cinco siglos, a los tres gigantes de santidad, a los que queremos recordar hoy. Querían «Deo militare» —»militar al servicio de Dios»—, como dijo el Papa Pablo III en la bula Regimini militantis Ecclesiae, del 27 de septiembre de 1540. Deseaban constituir una Compañía «para mayor servicio, alabanza y gloria del nombre de Dios» (Constituciones, n. 693), confiando en que «la divina y suprema Majestad quisiera servirse de la Compañía para la difusión» de su Reino (ib., n. 190).
En realidad, incluso en medio de las fatigas de la vida apostólica, san Ignacio quería que lo primero fuera servir a Dios. Con el mismo espíritu, san Francisco Javier se dedicó a sus empresas misioneras y el beato Pedro Fabro realizó su silenciosa labor de acompañamiento de tantas almas que buscaban a Dios.
Todo debía ser «ad majorem Dei gloriam«, «para mayor gloria de Dios», como reza el lema que estos santos nos han dejado. Y con este mismo espíritu nosotros queremos celebrar hoy el sacrificio eucarístico.
El deber de acción de gracias
En segundo lugar, hoy queremos dar gracias, con Cristo, al Padre que está en los cielos por todos los beneficios que ha concedido a la Iglesia suscitando en ella los santos que recordamos hoy. Contemplamos a Ignacio, Francisco Javier y Pedro como hombres íntimamente unidos entre sí, pero sabemos muy bien, por sus mismos testimonios, que estaban muy unidos entre sí porque se hallaban íntimamente unidos a Cristo. Juntos querían ser precisamente la Compañía de Jesús, viviendo con su mismo estilo de vida y trabajando con la misma finalidad, para el establecimiento de su Reino.
Ciertamente, Ignacio fue el inicio de esa cordada, pero muy pronto, en París, mientras estudiaba en la Sorbona, se le unió Francisco Javier, que provenía de Navarra, y Pedro Fabro, que procedía de Saboya. Así surgió la emulación recíproca, que los llevó a dar vida a la Compañía en los años 1539-1540, precisamente con el fin de «ayudar a las ánimas» a amar y servir al Señor.
Hoy queremos dar gracias al Padre celestial por habernos dado esos maestros de santidad, que nos indican el camino del amor a Cristo y del consiguiente compromiso apostólico, para llevar a las almas a Dios.
La petición de perdón
Asimismo, recordando que todo sacrificio eucarístico tiene también un fin propiciatorio, queremos pedir hoy perdón por nuestras infidelidades. En realidad, sabemos muy bien que toda empresa humana es realizada por hijos de Adán, que están inclinados al pecado y que, por tanto, cada día deben repetir la oración que Jesús nos enseñó, diciendo: «Pater noster,… libera nos a malo«, «Padre nuestro, … líbranos del mal».
El mal existe tanto en la historia de los hombres como en la de las comunidades. Ya en el Colegio apostólico estaban Judas, que traicionó al Señor, y Pedro, que lo negó. Con frecuencia el gallo vuelve a cantar hoy también para nosotros, invitándonos a llorar por nuestras infidelidades y a pedir perdón al Señor.
La oración por el futuro
Por último, hoy queremos implorar del Padre que está en los cielos gracias abundantes sobre toda la Compañía de Jesús, para la santificación de sus miembros y la fecundidad de su ministerio.
Así, esta conmemoración constituirá una hora de gracia para la familia ignaciana y la impulsará a un nuevo celo apostólico, para anunciar a Cristo a los hombres de hoy.
En el evangelio hemos escuchamos nuevamente el mandato misionero universal: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15).
En esta santa misa pediremos para todos nosotros la luz y la fuerza para cumplir esa misión. Como en tiempos de Jesús, también hoy hay «mieses que blanquean» (Jn 4, 35) y que esperan la llegada de los segadores.
Así pues, elevemos nuestra oración a Dios por la Compañía de Jesús, a fin de que siga cumpliendo con generosidad su misión de anunciar al mundo de hoy el Evangelio de Cristo, retomando el impulso de los orígenes y el celo apostólico de Ignacio, Francisco Javier y Pedro Fabro.
Conclusión
Hermanos y hermanas en el Señor, con estas finalidades celebraremos el sacrificio eucarístico. Así, se derramarán sobre la Iglesia, al inicio de este tercer milenio cristiano, gracias abundantes. Que desde el cielo interceda por nosotros María santísima, que en este día es invocada en particular como Madre de la Compañía de Jesús. Que ella nos obtenga de su Hijo divino la gracia de continuar con nuevo empeño en el santo servicio del Señor. Amén.