BUENOS AIRES, domingo, 7 mayo 2006 (ZENIT.org).- Salir de la pobreza es posible, demuestra la obra Humanitaria Akamasoa en Madagascar, del padre Pedro Pablo Opeka, sacerdote Vicentino.
Para comprender la labor de este misionero argentino, Zenit publica esta entrevista con Jesús María Silveyra, autor argentino del libro: «Un viaje a la esperanza, salir de la pobreza con trabajo y dignidad» (Editorial Lumen).
— En sus reconocidas obras, entre las que se cuentan: «Pedro, la historia jamás contada», «Los ojos de María», «Los Apóstoles», «Confesiones de un peregrino a Medjugorje», «El camino de la misericordia» y recientemente en su último libro: «Un viaje a la esperanza, salir de la pobreza con trabajo y dignidad», trasciende una clara tendencia de elección en la búsqueda de Dios, ¿por qué?
— Silveyra: En primer lugar, la literatura en sí misma, las ganas de escribir que tuve desde que siendo un jovencito leí, entre otras cosas, «El viejo y el mar», de Ernest Hemingway, y me dije a mí mismo: «cuando sea grande, voy a ser escritor».
En segundo lugar, la Palabra de Dios, que fue afectando mi propia palabra en el proceso de conversión personal. La Palabra que fue nutriendo a mi modesta palabra de un sentido trascendente, de permanente búsqueda del Absoluto y su misterio.
La Palabra que fue regando mi pequeña palabra con la grandeza del gozo proveniente del contacto con el Espíritu de Dios, fuente de inspiración, que con su luz, fuego, viento, torrente y calma fue ayudándome a moldear mi palabra.
Por último, un llamado y un atisbo de misión que se hicieron presentes en mi vida literaria: contribuir a evangelizar la cultura.
Llamado que recogí en 1986, durante la visita del querido Juan Pablo II a la Argentina, cuando el difunto Santo Padre, «el Grande», habló en el teatro Colón de aquella misión reservada para los artistas.
Cada vez que uno de mis lectores se siente llamado, interpelado, conmovido o, simplemente, se pregunta sobre la existencia de Dios y se lanza a su propia búsqueda, siento que estoy aportando un granito de arena en el anuncio del Evangelio. Esto no quiere decir que deba restringir mi literatura únicamente a lo religioso.
–¿Cómo clasificaría sus obras a través del tiempo?
–Silveyra: Como he dicho, mis obras son una búsqueda permanente de Dios a través de la experiencia mística o, si se quiere, del contacto con el misterio. Comencé a publicar a partir de 1992, cuando decidí dedicarme de lleno a la literatura abandonando parcialmente mi vida empresarial.
Primero fueron una serie de cuentos que me pusieron cara a cara con la muerte y la esperanza de una vida eterna. Más tarde, me encontré con la figura de san Pedro.
Jesucristo había elegido a un hombre débil, como cualquiera de nosotros, que nos hacía llegar con su vida un mensaje de radicalismo evangélico: Pedro, una vez convertido, no sólo confirmó en la fe a sus hermanos sino que entregó su vida por amor a su maestro.
En la cruz invertida, en ese «darse vuelta», estaba mostrándonos un camino de conversión y salvación. Posteriormente, escribiendo sobre Los Apóstoles, tomé conciencia de que el Señor nos estaba llamando a todos a «darnos vuelta», a mirarlo y a seguirlo.
Redactar la crónica sobre los siete monjes trapenses asesinados en Argelia, fue comprobar que el mensaje de amor cristiano de «dar la vida», estaba vivo en las postrimerías del siglo XX.
Finalmente, llegar a Polonia de la mano de santa Faustina Kowalska, acompañando la última visita de Juan Pablo II a su tierra, para encontrarme frente al Jesús Misericordioso, fue recibir la gracia del Señor Resucitado en ese pasaje de la muerte en cruz a la plenitud de la vida en gozo eterno.
Entre medio, hubo otros libros. Estuvo la Virgen siempre presente, iluminando mi búsqueda con su mensaje de «Guadalupe», en el que repetía que ella era nuestra madre, la que nos protegía en el hueco de su manto, bajo el cruce de sus brazos; como también lo estuvo la «Reina de la Paz», intercediendo, ayudándome a abrir el corazón un poco más.
Por último, publiqué una novela política, cuando la Argentina estaba sumida en una de las peores crisis de su historia.
En ella imaginaba un presidente que venía a poner al país de pie, liberándolo de tanta pobreza, marginalidad y frustración.
Este presidente fundaba «Centros de esperanza». Abandonaba el protocolo y se iba a construir viviendas con los necesitados. Al cabo de un tiempo eran miles los que se unían a su proyecto de dignificación a través del trabajo.
Creo que, esa novela, fue la antesala para meterme más profundamente en el tema social de la mano del padre Pedro Opeka, experiencia que cuento en mi último libro.
En una palabra, a partir del proceso inicial de búsqueda «personal» de Dios, creo que estoy saliendo al encuentro con el «otro» para anunciarle la buena noticia de que Dios está en medio de nosotros y que nos ama.
— Siendo su reciente libro «Un viaje a la esperanza…», el primero que se edita en idioma español dedicado a la reconocida Obra Humanitaria del padre misionero argentino Pedro Opeka en la isla de Madagascar, ¿cómo tomó conocimiento de su existencia?
— Silveyra: Tomé conocimiento de él, por un artículo que apareció en un diario local. El título era: «El sacerdote que rescató de las calles a 17.000 africanos».
Más abajo decía: «En lo que antes era un basurero, creó una pequeña ciudad», refiriéndose a la obra de Akamasoa.
El padre Pedro Opeka contaba que se había acercado a los hombres de la calle y les propuso salir de esa vida con lo que el podía enseñarles: trabajar”.
Me quedé helado cuando leí esto, por la similitud que encontraba entre Pedro y mi personaje novelesco, así como entre Akamasoa (que quiere decir en malgache: «Los buenos amigos») y los «Centros de Esperanza» que yo había imaginado en mi libro.
«De pie frente a la miseria, Pedro les propuso crear una nueva vida de trabajo y solidaridad», continuaba diciendo el artículo, para terminar con una frase del padre Opeka muy radical: «La pobreza no es una fatalidad del destino, es algo producido por los hombres, sobre todo por los políticos que prometen y no hacen».
Para mí, era suficiente.
Aquel sacerdote de barba larga y ojos claros, que le daban un aspecto profético, tenía algo importante para decirnos a los argentinos.
En ese momento yo tenía un programa de radio con mi mujer y alguno de mi hijos («Estamos en familia») que se transmitía por Radio Cultura, y decidí tratar de encontrarlo para hacerle una entrevista.
Finalmente di con él, lo entrevisté y quedé conmovido por su testimonio de amor.
Tanto, que le propuse escribir un libro sobre él y su obra humanitaria.
— ¿De que manera le ha impactado poder viajar a Madagascar, y más aún, estar cerca y convivir con el padre Pedro Opeka para observar su obra misional y así poder dar su testimonio en este libro?
— Silveyra: Me ha impactado de distintas maneras. En primer lugar, si bien vivo cerca de lugares donde hay mucha pobreza, nunca estuve tan cerca de ella como en Madagascar. No sólo por la situación extrema que se vive en aquél país, sino por el tipo de gente que rescató el padre Opeka del basural.
Estar cerca de la pobreza, pienso que me hizo más pobre y, por consiguiente, pude aprender de ellos un sinnúmero de cosas, entre ellas: el saber esperar.
El pobre siempre debe hacerlo. Espera ser atendido, curado, educado, alojado, vestido, alimentado. Por lo tanto, es maestro de esperanza.
En segundo lugar, me impactó la obra de Akamasoa. Cuatro centros poblacionales, donde funcionan escuelas, dispensarios, empresas y hasta un hospital. Estos pueblo
s (en el caso de Manantenasoa, casi una ciudad) me hicieron recordar las misiones jesuíticas de América. Pueblos limpios, ordenados, tranquilos, donde se tiene en cuenta a la naturaleza, en los que se respira un espíritu de trabajo y unidad.
Me parece que son pocas las experiencias de este tipo que deben existir en el mundo. Lo digo por la integridad del proyecto. Da educación, salud y trabajo, además del contenido espiritual que se trasluce con intensidad en la misa dominical donde se congregan siempre más de seis mil personas.
Es decir: el pueblo que tiene esperanza, también tiene fe. Una fe profunda expresada con el particularismo de su raza y su cultura. Verlos bailar o escucharlos cantar, confieso que me contagió de una alegría inusual.
Sobre todo, la alegría de los 8.500 niños que van a las escuelas de Akamasoa.
Este fue un regalo especial que Dios me concedió en aquel recóndito lugar.
Por último (aunque en esto del orden, no siempre hay que guiarse por la estricta enumeración), me impactó la figura del padre Pedro Opeka.
Digo en las charlas que doy sobre este libro que Pedro “es testigo y testimonio del amor de Dios”.
Creo que con esto bastaría para describir el efecto que causó en mí, vivir y conversar con él, caminar juntos por los pueblos, verlo actuar y decidir.
El padre, como misionero de San Vicente de Paul, ha sido fiel al fundador de su Congregación y a Cristo: da su vida por los otros, por los más pobres y desposeídos.
Conocer este tipo de personas, que en todo momento tratan de ser coherentes entre lo que dicen y hacen, no es común en el mundo que vivimos.
En una palabra, esta experiencia de vida en Akamasoa, fue triplemente virtuosa: me contagió la esperanza del pobre, robusteció mi fe con la alegría de los niños y me hizo vibrar con el amor del padre Opeka hacia ellos.
— En un discurso de diciembre de 2003, Juan Pablo II afirmó que «la Evangelización es un motor de la promoción humana»: ¿Cómo interpreta estas palabras tras conocer la Obra Humanitaria Akamasoa del padre Opeka en Madagascar?
— Silveyra: Creo, sinceramente, que Akamasoa es una verdadera obra de promoción humana, en todos sus términos. Promueve el futuro de los niños y jóvenes, dándoles educación, salud y alimentación, amparados bajo el techo de una vivienda digna.
Promueve a los adultos, dándoles la posibilidad de acceder a un empleo dentro de la Asociación (canteras, fábrica de muebles, talleres mecánico y metalúrgico, mantelería y cestería, construcción, educación, salud, servicios comunitarios) o la libertad de hacerlo fuera de ella, una vez que recibieron capacitación y reconstruyeron sus vidas.
Promueve a los ancianos, dándoles un refugio en la vejez, dentro de un contexto familiar donde siguen siendo importantes para el consejo.
Este sentido de la promoción humana, se respira por doquier y se traduce en distintos lemas y consignas colocados en los pueblos que alientan a recuperar la cultura del esfuerzo abandonando los tiempos en que muchos de esos jóvenes y adultos vivían de la mendicidad, la prostitución, la droga o el cirujeo en los basurales.
El padre Opeka los ayudó a ponerse de pie, para que recuperaran la esperanza en la vida y soñaran con un futuro distinto.
En este trabajo, no quiero olvidarme de los más de trescientos cincuenta colaboradores directos de la Asociación.
Ellos hacen posible que la «obra de la Providencia» (como gusta llamarla el padre Opeka) continúe funcionando y dando respuestas, no sólo a quienes contribuyen materialmente desde afuera para que las obras de infraestructura sean posibles, sino a quienes desde dentro quieren seguir apostando por el progreso y la dignidad.
–¿Qué mensaje deja a la Iglesia y al mundo la obra cotidiana del padre Pedro Opeka?
— Silveyra: El testimonio del padre Pedro Opeka vivifica la Iglesia en muchos sentidos.
En primer lugar, Pedro es un ejemplo del misionero que necesita y siempre ha necesitado la Iglesia.
Dejó todo por seguir a Cristo y anunciar la Buena Noticia: casa, padre, madre, hermanos, bienes, su propia patria y hasta su salud (dado que contrajo el paludismo y diversas enfermedades estomacales en Madagascar).
En segundo lugar, porque lo hizo para estar cerca de los más pobres y necesitados, asumiendo la «opción por los pobres» en forma radical y con gran valentía (lo que lo llevó a ser amenazado en varias oportunidades).
En tercer lugar, porque a esa valentía, le unió el amor.
Pedro enfatizaba en sus charlas conmigo que: «coraje y dulzura deben ir juntos».
Ciertamente en él, el amor se hace presente continuamente: abrazando a un niño, dando consuelo a una madre, escuchando a un adulto, bendiciendo al anciano o despidiendo a un difunto.
Amor que mezcla tristezas y alegrías.
«Lo que más me duele es cuando se muere un niño». «Cuando estén todas las viviendas terminadas haremos una gran fiesta».
Dos frases del padre Opeka que resumen la particular vida cotidiana junto a los humildes.
Por último, en él se hace presente también la acción evangelizadora, no sólo en las misas dominicales donde predica en la lengua malgache que aprendió en el sur de la isla hace ya casi treinta años, sino diariamente en la capilla junto a su casa, donde rodeado de niños preside la oración vespertina, que es un verdadero «canto de esperanza».
Tanto, que contagió el título de mi libro convirtiendo mi propio viaje espiritual, en «Un viaje a la Esperanza».