CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 14 mayo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este sábado a los participantes en la asamblea plenaria del Consejo Pontificio para la Familia.
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:
Para mí es motivo de alegría el encontrarme con vosotros al final de la sesión plenaria del Consejo Pontificio para la Familia, que celebra en estos días sus 25 años, creado por mi venerado predecesor Juan Pablo II el 9 de mayo de 1981. Os dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, en particular al cardenal Alfonso López Trujillo, a quien doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes.
Vuestra reunión os ha dado la oportunidad de examinar los desafíos y proyectos pastorales relacionados con la familia, considerada con razón como iglesia doméstica y santuario de la vida. Se trata de un amplio campo apostólico, complejo y delicado, al que dedicáis energías y entusiasmo con el objetivo de promover el «Evangelio de la familia y de la vida». ¿Cómo no recordar, en este sentido, la visión de amplias miras de mis predecesores, en particular de Juan Pablo II, que promovieron con valentía la causa de la familia, considerándola como la realidad decisiva e insustituible para el bien común de los pueblos?
La familia, fundada sobre el matrimonio, constituye un «patrimonio de la humanidad», una institución social fundamental; es la célula vital y el pilar de la sociedad y esto afecta tanto a creyentes como a no creyentes. Es una realidad a la que todos los estados deben dedicar la máxima consideración, pues, como le gustaba repetir a Juan Pablo II, «el futuro de la humanidad se fragua en la familia» («Familiaris consortio», 86). Además, según la visión cristiana, el matrimonio, elevado por Cristo a la altísima dignidad de sacramento, confiere mayor esplendor y profundidad al vínculo conyugal, y compromete más intensamente a los esposos que, bendecidos por el Señor de la Alianza, se prometen fidelidad hasta la muerte en el amor abierto a la vida. Para ellos, el centro y el corazón de la familia es el Señor, que les acompaña en su unión y les apoya en su misión de educar a los hijos hacia la edad madura. De este modo, la familia cristiana coopera con Dios no sólo dando la vida natural, sino también cultivando las semillas de vida divina donada en el Bautismo. Estos son los ya conocidos principios de la vida cristiana del matrimonio y de la familia. Los recordé una vez más el jueves pasado al dirigirme a los miembros del Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia.
En el mundo de hoy, en el que se difunden concepciones equívocas sobre el hombre, sobre la libertad, sobre el amor humano, no tenemos que cansarnos de volver a presentar la verdad sobre la familia, tal y como ha sido querida por Dios desde la creación. Por desgracia, está creciendo el número de separaciones y divorcios, que rompen la unidad familiar y crean muchos problemas a los hijos, víctimas inocentes de estas situaciones. La estabilidad de la familia está hoy particularmente en peligro; para salvaguardarla es necesario ir con frecuencia contra la corriente de la cultura dominante, y esto exige paciencia, esfuerzo, sacrificio y búsqueda incesante de la comprensión mutua. Pero también hoy les es posible a los cónyuges superar las dificultades y mantenerse fieles a su vocación, recurriendo al apoyo de Dios con la oración y participando asiduamente en los sacramentos, en particular, la Eucaristía. La unidad y la firmeza de las familias ayudan a la sociedad a respirar los auténticos valores humanos y a abrirse al Evangelio. A esto contribuye el apostolado de muchos Movimientos, llamados a actuar en este campo en armonía con las diócesis y las parroquias.
Además, hoy, es un tema particularmente delicado el respeto debido al embrión humano, que debería nacer siempre de un acto de amor y ser tratado ya como persona (Cf. «Evangelium vitae», 60). Los progresos de la ciencia y de la técnica en el ámbito de la bioética se transforman en amenazas cuando el hombre pierde el sentido de sus límites y, en la práctica, pretende sustituir a Dios Creador. La encíclica «Humanae vitae» confirma con claridad que la procreación humana debe ser siempre el fruto de un acto conyugal, con su doble significado de unión y de procreación (Cf. n. 12). Lo requiere la grandeza del amor conyugal, según el proyecto divino, como ya he recordado en la encíclica «Deus caritas est»: «El «eros», degradado a puro «sexo», se convierte en mercancía, en simple «objeto» que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía […]. En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano» (n. 5). Gracias a Dios, especialmente entre los jóvenes, muchos están redescubriendo el valor de la castidad, que se presenta cada vez más como una garantía segura del amor auténtico. El momento histórico que estamos viviendo exige que las familias cristianas testimonien con valiente coherencia que la procreación es fruto del amor. Un testimonio así será un estímulo para los políticos y legisladores para que salvaguarden los derechos de la familia. Es sabido que se están acreditando soluciones jurídicas para las así llamadas «uniones de hecho» que, rechazando las obligaciones del matrimonio, pretenden gozar de derechos equivalentes. A veces, además, se quiere incluso llegar a una nueva definición del matrimonio para legalizar las uniones homosexuales, atribuyéndoles también a ellas el derecho a la adopción de los hijos.
Amplias áreas del mundo están sufriendo el así llamado «invierno demográfico», con el consiguiente envejecimiento progresivo de la población; en ocasiones parece que las familias están asediadas por el miedo ante la vida, la paternidad y la maternidad. Es necesario volverles a dar confianza para que puedan seguir cumpliendo con su noble misión de procrear en el amor. Doy las gracias a vuestro Consejo Pontificio, pues a través de encuentros continentales y nacionales trata de dialogar con quienes tienen responsabilidades políticas y legislativas en este sentido, y trata de tejer una amplia red de coloquios con los obispos, ofreciendo a las Iglesias locales cursos abiertos a los responsables de la pastoral. Aprovecho, además, la ocasión para reiterar la invitación a todas las comunidades diocesanas a participar con sus delegaciones en el quinto Encuentro de las Familias que se celebrará en julio próximo en Valencia, España, en el que, si Dios, quiere, tendré la alegría de participar.
Gracias una vez más por el trabajo que realizáis; ¡que el Señor siga haciéndolo fecundo! Por este motivo, os aseguro mi recuerdo en la oración. Invocando la maternal protección de María, os imparto a todos vosotros mi bendición, y la extiendo a las familias para que continúen edificando su hogar siguiendo el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret.
[Traducción realizada por Zenit
© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]