LUGANO, lunes, 29 mayo 2006 (ZENIT.org).- ¿La Iglesia es tan misógina como sostiene Dan Brown, en la novela «El Código da Vinci»?

A esta pregunta responde en esta entrevista concedida a Zenit Manfred Hauke, sacerdote, profesor de Teología Dogmática de la Facultad de Teología de Lugano y presidente de la Sociedad Mariológica Alemana.

--¿Es verdad que la Iglesia ha demonizado el pentáculo, símbolo de Venus?

--Manfred Hauke: Este un típico ejemplo de la falta de credibilidad histórica de la novela, a pesar de que el autor sostenga: «Todas las descripciones de obras de arte y arquitectónicas, de documentos y rituales secretos contenidas en esta novela corresponden a la verdad». Basta consultar los diccionarios adecuados para verificar que ya los datos básicos no casan para nada con lo que él sostiene sobre el pentáculo [estrella de cinco puntas inscrita en un círculo].

No parece que se conozca con exactitud el origen del signo, aunque hay testimonio histórico desde 2000 A.C., en Egipto. No parece evidente una conexión astronómica con el planeta Venus. Los pitagóricos usaban el pentáculo como signo salvífico, que relacionaban con la propia «salud». Partiendo de esta tradición, el pentáculo se convierte, desde el siglo XVI, en un símbolo de los médicos y es relacionado por Cornelio a Lapide con las cinco heridas de Cristo.

En el ejército bizantino (por tanto ya en la Iglesia del primer milenio), los combatientes de vanguardia llevaban pequeños escudos con el «pentalpha» (un pentáculo tricolor), como signo de «salvación». Si la Iglesia antigua «de los primeros siglos» hubiera hecho del pentáculo un símbolo demoníaco, tal uso no hubiera sido posible. Por otra parte, el pentáculo aparece nada menos que como signo mágico y apotropaico (capaz de alejar los espíritus malignos) en la gnosis antigua y en la cábala judía de la Edad Media. A este contexto se remonta su relación con el ocultismo moderno.

Por tanto, no tienen ningún serio fundamento la idea sostenida por Brown de que la Iglesia habría alterado, con calculada malicia, el símbolo de la diosa Venus en el signo del diablo. El autor reivindica expresamente para sí la fantasía, pero, en una novela que pretende ser histórica, esta no es una justificación a priori para cualquier extravagancia, sino que concierne sólo a la creatividad de la trama de los hechos, los cuales deben ser en cambio narrados con la más rigurosa compatibilidad y coherencia con el real marco histórico-cultural.

--Más seria parece sin embargo la acusación contra la Iglesia a causa de la caza de brujas.

--Manfred Hauke: En efecto, éste es el único punto que goza de algún fundamento histórico. Recordando el «Malleus maleficarum», Langdon sostiene: «En trescientos años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera la sorprendente cifra de cinco millones de mujeres». La culpa de la caza de brujas viene por tanto enteramente atribuida a la Iglesia (católica) que habría buscado así destruir «a mujeres que piensan libremente».

En estas afirmaciones, hay una pizca de verdad, pero condimentada con exageraciones enormes e incorrecciones de fondo. Para aproximarse de manera adecuada al fenómeno, hay que partir de la realidad oscura de la magia que pretende obtener efectos sobrehumanos mediante el recurso a poderes ocultos, ligados a la intervención de demonios.

Esta práctica, lamentablemente de nuevo bastante difundida en la actualidad, es objeto de una explícita y severa condena ya en el Antiguo Testamento, donde se prevé la pena capital para la brujería (la ley mosaica contempla penas gravísimas también para muchos otros delitos: Cf. Éxodo 22, 17). Este castigo por lo demás es uno de aquellos previstos por el Código de Hammurabi, hacia 2000 A.C., en la antigua Babilonia. Quien sigue las investigaciones recientes sobre el fenómeno y conoce las experiencias de los exorcistas, no puede negar que la brujería exista hoy con todos sus efectos nefastos, que pueden ser combatidos eficazmente por los medios espirituales de la Iglesia.

Naturalmente hay que tener cuidado de no confundir intervenciones reales del maligno con la superstición y la credulidad de la gente, que ve la cola del diablo donde en verdad no existe. La deplorada «caza de brujas» no fue causada simplemente por la creencia en la brujería, sino por una histeria colectiva desencadenada al inicio de la era moderna, y por los métodos absolutamente inaceptables empleados para detectar brujas y brujos. La tortura en efecto llevaba a «confesiones» de delitos inventados, sugeridos por los mismos acusadores. La responsabilidad directa de haber mandado a la hoguera a presuntos maléficos es de la autoridad estatal. La histeria colectiva (que culmina en los años 1550-1650), se extendía sobre todo por los países germánicos y eslavos y mucho menos en el ámbito mediterráneo.

Recientes investigaciones han permitido revisar las cifras relativas a las personas ajusticiadas como brujas: según el estudioso danés Gustav Henningsen, en el transcurso de cuatro siglos (cuando se practicaba la persecución activa de la brujería) se mataron a unas 50.000 personas (y no cinco millones como sostiene Brown), de las que cerca del 20% eran varones. La cifra fue inferior en general en los países católicos, no minados por la reforma protestante. En España, Italia y Portugal, de mediados del siglo XVI a finales del siglo XVIII, hubo 12.000 procesos contra presuntas brujas y brujos; sólo 36 personas, en estos miles de procesos, fueron sometidas a la pena capital. En Roma, murieron menos de cien personas por el delito de brujería. El primer caso que conocemos fue en 1426 y el último en 1572. La inmensa mayoría de los procesos de la Inquisición Romana concluyó por falta de pruebas. Durante los procesos contra las brujas se cometieron errores tremendos, pero esto no justifica, en el plano histórico, la difusión de una leyenda negra, a la manera de Brown, que ve como único responsable a «la Iglesia».

--Dan Brown acusa además a la Iglesia de haber provocado el paso del «matriarcado» al «patriarcado». ¿Hay algo de verdad en esto?

--Manfred Hauke: Según la revelación bíblica, la relación original armoniosa existente entre el hombre y la mujer fue destruida por el pecado original. La confianza recíproca corre el riesgo entonces de ceder a un antagonismo dentro de la pareja, que va menudo en detrimento de la mujer (Cf. Génesis 3, 16). La opresión de la mujer, hecho seguramente vituperable, no hay que confundirla con la especial responsabilidad que corresponde al marido, el cual, según el apóstol Pablo, es «cabeza» de la familia (cf 1 Corintios 11, 3; Efesios 5, 21-33). Esta tarea, en la explicación que da de ella el apóstol, deriva de la creación y debe concebirse a partir del amor de Cristo, que se ha sacrificado por su Iglesia. Lo indicado en las fuentes bíblicas encuentra correspondencia en el dato incontrovertible de que las más diversas funciones de guía, en toda la historia humana, han sido confiadas con más frecuencia a hombres que a mujeres. Esto vale incluso para los países marxistas que trataban de anular la diferencia social entre hombre y mujer. Un matriarcado, entendido en el sentido de una guía de toda la sociedad como prerrogativa de las mujeres, no ha existido nunca de hecho. Es por tanto incorrecto hablar de un paso del «matriarcado» al «patriarcado» e imputarlo al cristianismo, como sostiene Brown.

--¿En qué sentido Dan Brown sigue las corrientes feministas?

--Manfred Hauke: En el feminismo radical, encontramos corrientes diversas, a menudo contrapuestas. Hay un enfoque que minimiza la diferencia entre hombre y mujer, propugnando un ideal andrógino: es el feminismo igualitario. La otra tendencia exaspera la distinción entre los sexos, declarando sin embargo superior a la mujer. En el ámbito religioso , este feminismo «ginocéntrico» se manifiesta en la veneración a una «diosa» («Godess feminism»). Brown también en este caso presenta una extraña e insostenible mezcolanza entre las dos corrientes: por una parte, elogia el ideal andrógino y, por otra, defiende una preponderancia de la «diosa», colocando en el origen de la historia humana un matriarcado. Ambos feminismos no concuerdan con una sana antropología: el feminismo igualitario no respeta la diferencia entre hombre y mujer, aún reivindicando su igual dignidad, mientras que el feminismo «ginocéntrico» niega justo el igual valor de los sexos, aún exaltando su diferencia. El aspecto que resulta deficitario en ambos enfoques es la concomitancia entre igual dignidad y complementariedad, típica de la antropología cristiana.

--¿Pero no piensa que también en la Iglesia ha habido injustas discriminaciones de las mujeres?

--Manfred Hauke: La relación entre hombre y mujer se funda en la creación, que es cosa buena, pero está continuamente amenazada por las consecuencias del pecado. Por esta razón, también en la Iglesia ha habido (y a veces hay todavía) injustas discriminaciones respecto a las mujeres. Ha hablado de ello Juan Pablo II, en su «Carta a las Mujeres»: «Por desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer, despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios» (Carta a las Mujeres, nº 3).

--¿No tiene sin embargo la impresión de que la imagen bíblica de Dios queda representada preferentemente con símbolos «masculinos»?

--Manfred Hauke: Diría que sí, aunque se encuentran también rasgos «femeninos» cuando, por ejemplo, la acción de Dios se paragona a la ternura de una madre (Cf.. Isaías 49, 15: «¿Se olvida quizá una mujer de su niño, hasta el punto de no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Aunque estas mujeres se olvidaran, yo en cambio nunca te olvidaré». El acento «masculino» dado a la imagen de Dios se funda, para el cristianismo, en la revelación de Jesús que habla de nuestro «Padre en los cielos» (y no de «nuestra Madre en tierra»). El Hijo de Dios se ha encarnado en el sexo masculino, un hecho destinado a permanecer también en la corporeidad transfigurada. El Espíritu Santo en cambio lleva en sí algunos rasgos que, desde el punto de vista simbólico, podrían ser aproximados a aspectos femeninos, aunque estos aspectos no puedan ser exagerados en una representación «femenina», desviada, del Espíritu Santo.