CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 7 enero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la santa misa que celebró en la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, XL Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2007, en la basílica de San Pedro del Vaticano.
* * *
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy contempla, como en un mosaico, varios hechos y realidades mesiánicas, pero la atención se concentra de modo especial en María, Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la «Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos» (Antífona de entrada; cf. Sedulio). La liturgia medita hoy en el Verbo hecho hombre y repite que nació de la Virgen. Reflexiona sobre la circuncisión de Jesús como rito de agregación a la comunidad, y contempla a Dios que dio a su Hijo unigénito como cabeza del «pueblo nuevo» por medio de María. Recuerda el nombre que dio al Mesías y lo escucha pronunciado con tierna dulzura por su Madre. Invoca para el mundo la paz, la paz de Cristo, y lo hace a través de María, mediadora y cooperadora de Cristo (cf. Lumen gentium, 60-61).
Comenzamos un nuevo año solar, que es un período ulterior de tiempo que nos ofrece la divina Providencia en el contexto de la salvación inaugurada por Cristo. Pero ¿el Verbo eterno no entró en el tiempo precisamente por medio de María? Lo recuerda en la segunda lectura, que acabamos de escuchar, el apóstol san Pablo, afirmando que Jesús nació «de una mujer» (cf. Ga 4, 4). En la liturgia de hoy destaca la figura de María, verdadera Madre de Jesús, hombre-Dios. Por tanto, en esta solemnidad no se celebra una idea abstracta, sino un misterio y un acontecimiento histórico: Jesucristo, persona divina, nació de María Virgen, la cual es, en el sentido más pleno, su madre.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. María, Madre de Cristo, es también Madre de la Iglesia, como mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI proclamó el 21 de noviembre de 1964, durante el concilio Vaticano II. María es, por último, Madre espiritual de toda la humanidad, porque en la cruz Jesús dio su sangre por todos, y desde la cruz a todos encomendó a sus cuidados maternos.
Así pues, contemplando a María comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un «talento» precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios. En este clima de oración y de gratitud al Señor por el don de un nuevo año, me alegra dirigir mi cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, que han querido participar en esta solemne celebración.
Saludo cordialmente al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz, expresándoles mi profunda gratitud por el empeño con que promueven a diario estos valores tan fundamentales para la vida de la sociedad. Con ocasión de la actual Jornada mundial de la paz, dirigí a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el tradicional Mensaje, que este año tiene por tema: «La persona humana, corazón de la paz».
Estoy profundamente convencido de que «respetando a la persona se promueve la paz, y de que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral» (Mensaje, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Este compromiso compete de modo peculiar al cristiano, llamado «a ser un incansable artífice de paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables» (ib., n. 16). Precisamente por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 27), todo individuo humano, sin distinción de raza, cultura y religión, está revestido de la misma dignidad de persona. Por eso ha de ser respetado, y ninguna razón puede justificar jamás que se disponga de él a placer, como si fuera un objeto.
Ante las amenazas contra la paz, lamentablemente siempre presentes; ante las situaciones de injusticia y de violencia, que permanecen en varias regiones de la tierra; ante la persistencia de conflictos armados, a menudo olvidados por la mayor parte de la opinión pública; y ante el peligro del terrorismo, que perturba la seguridad de los pueblos, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz. Como recordé en el Mensaje, la paz es «al mismo tiempo un don y una tarea» (n. 3): un don que es preciso invocar con la oración, y una tarea que hay que realizar con valentía, sin cansarse jamás.
El relato evangélico que hemos escuchado muestra la escena de los pastores de Belén que se dirigen a la cueva para adorar al Niño, después de recibir el anuncio del ángel (cf. Lc 2, 16).
¿Cómo no dirigir la mirada una vez más a la dramática situación que caracteriza precisamente esa Tierra donde nació Jesús? ¿Cómo no implorar con oración insistente que también a esa región llegue cuanto antes el día de la paz, el día en que se resuelva definitivamente el conflicto actual, que persiste ya desde hace demasiado tiempo? Un acuerdo de paz, para ser duradero, debe apoyarse en el respeto de la dignidad y de los derechos de toda persona.
El deseo que formulo ante los representantes de las naciones aquí presentes es que la comunidad internacional aúne sus esfuerzos para que en nombre de Dios se construya un mundo en el que los derechos esenciales del hombre sean respetados por todos. Sin embargo, para que esto acontezca, es necesario que el fundamento de esos derechos sea reconocido no en simples pactos humanos, sino «en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios» (Mensaje, n. 13).
En efecto, si los elementos constitutivos de la dignidad humana quedan dependiendo de opiniones humanas mudables, también sus derechos, aunque sean proclamados solemnemente, acaban por debilitarse y por interpretarse de modos diversos. «Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del peligro, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos» (ib.).
«El Señor te bendiga y te proteja, (…). El Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6, 24. 26). Esta es la fórmula de bendición que hemos escuchado en la primera lectura. Está tomada del libro de los Números; en ella se repite tres veces el nombre del Señor, para significar la intensidad y la fuerza de la bendición, cuya última palabra es «paz».
El término bíblico shalom, que traducimos por «paz», indica el conjunto de bienes en que consiste «la salvación» traída por Cristo, el Mesías anunciado por los profetas. Por eso los cristianos reconocemos en él al Príncipe de la paz. Se hizo hombre y nació en una cueva, en Belén, para traer su paz a los hombres de buena voluntad, a los que lo acogen con fe y amor. Así, la paz es verdaderamente el don y el compromiso de la Navidad: un don, que es preciso acoger con humilde docilidad e invocar constantemente con oración confiada; y un compromiso que convierte a toda persona de buena voluntad en un «canal de paz».
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz.
Pidámosle que ilumin
e nuestros ojos, para que sepamos reconocer el rostro de Cristo en el rostro de toda persona humana, corazón de la paz.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]