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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
distinguidas autoridades;
queridos hermanos y hermanas:
Nos hallamos reunidos en la basílica vaticana para dar gracias al Señor al terminar el año y para cantar juntos el Te Deum. Os doy gracias a todos de corazón por haber querido uniros a mí en una circunstancia tan significativa. Saludo en primer lugar a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a los religiosos y las religiosas, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos que representan a toda la comunidad eclesial de Roma.
Saludo en especial al alcalde de Roma y a las demás autoridades presentes.
En esta tarde del 31 de diciembre se entrecruzan dos perspectivas diversas: la primera, vinculada al fin del año civil; la segunda, a la solemnidad litúrgica de María santísima Madre de Dios, que concluye la octava de la santa Navidad. El primer acontecimiento es común a todos; el segundo es propio de los cristianos. El entrecruzarse de las dos perspectivas confiere a esta celebración vespertina un carácter singular, en un clima espiritual particular que invita a la reflexión.
El primer tema, muy sugestivo, está vinculado a la dimensión del tiempo. En las última horas de cada año solar asistimos al repetirse de algunos «ritos» mundanos que, en el contexto actual, están marcados sobre todo por la diversión, con frecuencia vivida como evasión de la realidad, como para exorcizar los aspectos negativos y favorecer improbables golpes de suerte.
¡Cuán diversa debe ser la actitud de la comunidad cristiana! La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos» (Gaudium et spes, 1).
Así pues, se confrontan dos valoraciones de la dimensión «tiempo»: una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo.
El tiempo de las promesas se cumplió y, cuando el embarazo de María llegó a su fin, «la tierra —como dice un salmo— dio su fruto» (Sal 66, 7). La venida del Mesías, anunciada por los profetas, es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno. Las coordenadas histórico-políticas no condicionan las decisiones de Dios; el acontecimiento de la Encarnación es el que «llena» de valor y de sentido la historia.
Los que hemos nacido dos mil años después de ese acontecimiento podemos afirmarlo —por decirlo así— también a posteriori, después de haber conocido toda la vida de Jesús, hasta su muerte y su resurrección. Nosotros somos, a la vez, testigos de su gloria y de su humildad, del valor inmenso de su venida y del infinito respeto de Dios por los hombres y por nuestra historia. Él no ha llenado el tiempo entrando en él desde las alturas, sino «desde dentro», haciéndose una pequeña semilla para llevar a la humanidad hasta su plena maduración.
Este estilo de Dios hizo que fuera necesario un largo tiempo de preparación para llegar desde Abraham hasta Jesucristo, y que después de la venida del Mesías la historia no haya concluido, sino que haya continuado su curso, aparentemente igual, pero en realidad ya visitada por Dios y orientada hacia la segunda y definitiva venida del Señor al final de los tiempos. La maternidad de María, que es a la vez acontecimiento humano y divino, es símbolo real, y podríamos decir, sacramento de todo ello.
En el pasaje de la carta a los Gálatas que acabamos de escuchar san Pablo afirma: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Orígenes comenta: «Mira bien que no dice: nacido a través de una mujer; sino: nacido de una mujer» (Comentario a la carta a los Gálatas: PG 14, 1298).
Esta aguda observación del gran exegeta y escritor eclesiástico es importante porque, si el Hijo de Dios hubiera nacido solamente a través de una mujer, en realidad no habría asumido nuestra humanidad, y esto es precisamente lo que hizo al tomar carne de María.
Por consiguiente, la maternidad de María es verdadera y plenamente humana. En la frase «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» se halla condensada la verdad fundamental sobre Jesús como Persona divina que asumió plenamente nuestra naturaleza humana. Él es el Hijo de Dios, fue engendrado por él; y al mismo tiempo es hijo de una mujer, de María. Viene de ella. Es de Dios y de María. Por eso la Madre de Jesús se puede y se debe llamar Madre de Dios.
Es probable que este título, que en griego se dice Theotókos, haya aparecido por primera vez precisamente en la región de Alejandría de Egipto, donde vivió Orígenes en la primera mitad del siglo III. Pero sólo fue definido dogmáticamente dos siglos después, en el año 431, por el concilio de Éfeso, ciudad a la que tuve la alegría de acudir en peregrinación hace un mes, durante el viaje apostólico a Turquía. Precisamente teniendo presente esta inolvidable visita, ¿cómo no expresar toda mi filial gratitud a la santa Madre de Dios por la especial protección que me concedió en esos días de gracia?
Theotókos, Madre de Dios: cada vez que rezamos el Ave María nos dirigimos a la Virgen con este título, suplicándole que ruegue «por nosotros, pecadores». Al finalizar un año, sentimos la necesidad de invocar de modo muy especial la intercesión maternal de María santísima en favor de la ciudad de Roma, de Italia, de Europa y del mundo entero. A ella, que es la Madre de la Misericordia encarnada, le encomendamos sobre todo las situaciones a las que sólo la gracia del Señor puede llevar paz, consuelo y justicia.
«Para Dios nada es imposible», dijo el ángel a la Virgen cuando le anunció su maternidad divina (cf. Lc 1, 37). María creyó y por eso es bienaventurada (cf. Lc 1, 45). Lo que resulta imposible para el hombre, es posible para quien cree (cf. Mc 9, 23). Por eso, al terminar el año 2006, vislumbrando ya el alba del 2007, pidamos a la Madre de Dios que nos obtenga el don de una fe madura: una fe que quisiéramos que se asemeje, en la medida de lo posible, a la suya; una fe nítida, genuina, humilde y a la vez valiente, impregnada de esperanza y entusiasmo por el reino de Dios; una fe que no admita el fatalismo y esté abierta a cooperar en la voluntad de Dios con obediencia plena y gozosa, con la certeza absoluta de que lo único que Dios quiere siempre para todos es amor y vida.
Oh María, alcánzanos una fe auténtica y pura.
Te damos gracias y te bendecimos siempre, santa Madre de Dios. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]